30 de mayo de 1453

Esta mañana vino un tsaush para custodiar mi casa, lo que me dio a entender que, en efecto, Mohamed no se ha olvidado de mí. Manuel le preparó comida y ninguno de los dos me molestó en absoluto.

Ni siquiera cuando salí me detuvo el esbirro del Sultán. Se limitó, simplemente, a seguirme a prudencial distancia de veinte pasos.

Los cadáveres amontonados en calles y plazas empiezan a oler mal. Los cuervos de Europa y Asia han unido sus bandadas. En los patios, los perros aúllan y algunos se han vuelto rabiosos. Lamen la sangre y devoran los cadáveres.

Durante la noche, el ejército del Sultán ha cambiado extrañamente de aspecto. Se puede reconocer a los tsaushes por sus caftanes verdes y a los jenízaros por sus blancos gorros de fieltro; pero los demás hombres que transitan por las calles se han ataviado como para asistir a alguna fiesta salvaje y horrible. Un cabrero que ayer mismo iba descalzo, lleva ahora hermosas botas y un manto de seda o raso. De los hombros de un negro picado de viruelas pende una gruesa capa recamada en oro. Todos han efectuado sus abluciones, purificándose como prescribe el Islam, aunque la pestilencia de los cadáveres flota sobre la ciudad y se filtra por doquier.

El saqueo continúa, aunque más ordenadamente. Todas las casas son despojadas de su mobiliario y utensilios de cocina. Innumerables carretas y carros tirados por bueyes trasponen las puertas de la ciudad, cargados hasta los topes. En cada zoco de mercado es constante la compraventa y los fardos cargados a lomos de asnos y camellos. Los turcos más avispados han comenzado a rebuscar en los sótanos de las casas ricas, demoliendo paredes a golpe de pico. De vez en cuando, incontenibles gritos de alegría delatan el hallazgo de nuevos tesoros. Y a las personas escondidas en pozos vacíos o bodegas tapiadas, se les saca asiéndolas por los cabellos sin la menor contemplación.

La cabeza de Constantino se halla expuesta entre los cascos del caballo de la estatua ecuestre imperial, erigida en el corazón de la ciudad, desde donde mira hacia abajo con sus ojos desorbitados y ya pútridos. De este modo tan macabro el Sultán quiere recordar a los griegos que su Emperador está muerto y que el poder se encuentra en sus manos.

Mohamed cabalga sin descanso de aquí para allá, inspeccionando palacios e iglesias. En la cima de la Acrópolis dijo: «Aquí se emplazará mi serrallo». El lugar que ha señalado para las ejecuciones está junto al pilar de Arcadio. Ahí encontré entre otros cuerpos el de Minotto, el bailío veneciano, decapitado e hinchado como si fuese a reventar.

«Éste es el lugar que me corresponde», pensé, y me senté a esperar la llegada del Sultán, quien había de acudir allí a establecer su gobierno griego.

Tuve que esperar hasta la tarde. En el transcurso del día, los guardias de corps del Sultán y los tsaushes han traído aquí cerca de cincuenta griegos cuya libertad había sido comprada con el dinero de Mohamed. Se les dio agua y se les proveyó de ropa correspondiente a su rango. Pero no parecían menos abatidos por eso. Sólo algunos se aventuraron a murmurar nerviosamente algunas palabras entre ellos. De vez en cuando, venían los tsaushes y traían las cabezas de otras personas distinguidas y las colocaban en fila a lo largo de la balaustrada de mármol de la plaza. Los cautivos apuntaban en aquella dirección murmurando nombres conocidos. Muchos de ellos habían encontrado la muerte en las murallas, donde sus cuerpos habían sido buscados y hallados. Otros habían perecido defendiendo sus hogares.

Por fin apareció el Sultán, acompañado de sus jóvenes visires, y desmontó. Su rostro estaba abotargado por el exceso de bebida y la falta de sueño. El sol le hería los ojos, que se protegía poniendo la mano a modo de visera.

Los prisioneros se postraron ante él, que con afectada cordialidad les pidió que se levantaran. Mientras el tesorero leía la lista, Mohamed miraba de hito en hito a cada uno de ellos, y pedía a los demás que testificaran que la identidad del nombrado era correcta. En su mayoría pertenecían a familias que databan de varios siglos, y sus nombres, para bien o para mal, estaban unidos a la historia de la ciudad. Sólo un pequeño número de nombres de la lista parecía sin trascendencia.

Mohamed se sentó, con las piernas cruzadas, sobre un bloque de mármol, se frotó la dolorida frente y dijo:

—A pesar de lo cansado que estoy y de los problemas que me abruman, mi sentido del deber me impide dejar a estos nobles caballeros en la incertidumbre. Tal como prometí, he venido a establecer un gobierno griego sobre una nueva base, de forma que tanto el pueblo griego como el mío puedan convivir juntos en amistad y paz. Se me ha informado de que vosotros sois hombres de recto juicio y que fue contra vuestra voluntad que combatisteis contra mí. Y que ahora que habéis perdido la ciudad estáis dispuestos, de buen grado, a reconocerme como vuestro Emperador, poniendo a mi disposición todo vuestro conocimiento y experiencia en asuntos de Estado, de manera que el pueblo griego se someta a mi gobierno sin recelos. ¿Corresponde esto a la verdad?

Los prisioneros afirmaron en tono vehemente, casi a gritos, que pondrían a disposición del Sultán todas sus facultades.

Mohamed frunció el entrecejo, miró en derredor y preguntó con fingido asombro:

—¿Dónde está el pueblo griego?

Los soldados hicieron avanzar a empellones y golpes, a un puñado de mujeres y ancianos semidesnudos y aterrorizados.

—¡Emir, padre…, mira! ¡Aquí está el pueblo griego! —dijo un soldado.

Mohamed asintió con un altanero gesto de cabeza y dijo, dirigiéndose a los nobles:

—Que vuestro propio pueblo sea, pues, vuestro testigo… ¿Prometéis y juráis, por vuestro Dios y todos vuestros santos, y estáis dispuestos a besar la cruz en prenda de vuestra sumisión y en confirmación a vuestro juramento, que de buen grado deseáis servirme hasta la muerte, por más elevada que sea la posición que alcancéis?

Los prisioneros gritaron de nuevo a coro y se persignaron, mostrando bien a las claras su voluntad de confirmar su juramento. Sólo unos cuantos permanecían en silencio, con la mirada fija en el Sultán.

—Así sea —dijo Mohamed—. Vosotros lo habéis escogido. Arrodillaos, pues, por turno y ofreced el cuello de forma que mi ejecutor pueda decapitaros. De esta manera me serviréis mejor y más fielmente, y vuestras cabezas se elevarán en las pilastras, al lado de vuestros bravos compatriotas. Y conste que en esto no obro con doblez, puesto que acabáis de jurarme obediencia, fuera cual fuere mi mandato.

Los griegos lo miraron anonadados y boquiabiertos de estupor. Luego comenzaron a gritar agitando los puños, y algunos incluso arrebataron las lanzas de los guardias en su intento de acometer al Sultán. Pero otros recomendaron calma y dijeron.

—Hermanos, muramos como hombres, ya que nosotros mismos nos hemos cavado esta fosa.

El Sultán levantó la mano y dijo con melosidad irónica:

—Nada hay que os impida establecer un gobierno griego en vuestro cielo cristiano, puesto que el número de griegos que hay allí es mucho mayor que el que queda en Constantinopla. Daos prisa, pues, a llegar a un acuerdo sobre los cargos que vais a ostentar.

Sus palabras sirvieron de señal a los verdugos, que se adelantaron. Los soldados cogieron a los cautivos por los brazos y los obligaron a arrodillarse. La sangre brotó a chorros de las segadas arterias y las cabezas comenzaron a rodar a los pies del Sultán, quien mandó colocarlas en fila sobre la balaustrada. Aquellas ensangrentadas y polvorientas cabezas, con los rostros contraídos en espantosas muecas, rodearon como un infernal anillo toda la plaza de Arcadio.

Mohamed se volvió entonces a los horrorizados ancianos y mujeres y les dijo en su defectuoso griego:

—Con vuestros propios ojos habéis visto que no vengo como conquistador sino como libertador, puesto que estoy liberando a los griegos de Constantinopla de sus milenios de esclavitud bajo la férula de emperadores y nobles. Vosotros sois los únicos culpables de los sufrimientos que habéis padecido hasta ahora, pues no supisteis sacudir vuestro yugo en su día, recurriendo a mí. Pero estas angustias tocan a su fin. De hoy en adelante, garantizo a cada superviviente su casa, propiedad y subsistencia, ofreciendo también los mismos derechos a cuantos fugitivos estén dispuestos a volver. Alá es misericordioso y compasivo, como ya lo iréis viendo, pobre gente. Habéis sido engañados y expoliados durante tanto tiempo que no conocéis ya lo que es la verdadera libertad. Pero yo llevaré vuestra ciudad a un florecimiento tal como nunca antes nadie imaginó. Será la joya más gloriosa de mi turbante y reina suprema de Oriente y Occidente.

Ordenó luego a su tesorero que entregase diez mil aspros a cada uno de los griegos requeridos como testigos, para que pudiesen comprar su libertad. Era un buen precio, pues los esclavos que estuviesen algo estropeados por motivos de una herida o enfermedad o fuesen demasiado viejos, podían ser adquiridos fácilmente por una simple moneda de plata. Pero como los ancianos y las mujeres habían soportado un día y una noche de terror, carnicería y violaciones, permanecían como indiferentes en su aturdimiento, sin comprender lo que les acontecía.

Reconocí con la mirada la sangrienta plaza, me acerqué al Sultán, y dije:

—¿Y el megaduque Lucas Notaras? No lo veo aquí. ¿Qué lugar le reservas exactamente en tu plan?

Mohamed me miró con aire benévolo, asintió con la cabeza y replicó:

—Ten un poco ce paciencia, Ángel. Ya he enviado por él y sus hijos, pero se demoran. —Me lanzó una mirada penetrante e inquisitiva y explicó—: Notaras ha ocultado a su hija y niega saber algo de ella. De modo que envié a mi eunuco blanco a su casa con órdenes de traer al hijo menor de Notaras para solazarme con él. Es un muchacho bien parecido y quiero que su padre se convenza por sí mismo de que yo hago cuanto quiero.

—Estás borracho —le dije—. Tu actitud y tus palabras son contrarias al Corán.

Mohamed sonrió revelando un destello en sus dientes de bestia salvaje y dijo:

—Yo soy mi propia ley. No necesito que ningún Ángel venga a recordarme en un susurro que soy mortal, pues sé lo que soy más que cualquier otro hombre. Ni siquiera Dios puede competir conmigo en poder terrenal. Basta que dé una señal con la mano para que empiecen a rodar cabezas por el suelo. No hay muralla, por fuerte que sea, capaz de oponer resistencia a mis cañones. ¿Niegas todavía que soy más que un hombre?

Lo miré fijamente a los ojos y supe que, a su manera, tenía razón, puesto que había elegido aquello que los hombres consideran verdadero, y la muerte material antes que la realidad de Dios.

—Suponiendo —dije— que puedas desterrar el pasado como si de un viejo prejuicio se tratara y constituirte a ti mismo en el patrón por el cual han de ser medidas todas las cosas, te estás forjando los grilletes más pesados que ningún hombre ha llevado jamás. Los grilletes del tiempo y del espacio aprisionan y muerden tu carne, y agarrotan y ahogan tu espíritu. Cuando mueras, no quedará nada de ti.

—Mi memoria —respondió— permanecerá mientras queden seres vivientes en la tierra. Ya te he dicho que no necesito de ningún ángel que me dé consejos al oído.

—En este caso, mátame —imploré—. Te abandoné el pasado otoño, cuando me di cuenta de quién eras y lo que pretendías. Apiádate de mí y dame la muerte, para que mi sangre pueda mezclarse con la de mis hermanos griegos.

Se limitó a sonreír burlonamente.

—Ten un poco de paciencia, Ángel —dijo—. Veamos primero hasta dónde pueden rebajarse los más nobles griegos.

Tuve que hacerme a un lado, pues en aquel preciso instante venían los eunucos trayendo a Lucas Notaras y a sus dos hijos.

Mohamed señaló las cabezas alineadas en la plaza y dijo:

—¿Por qué no me obedeciste, ahora que he establecido un gobierno griego, siguiendo al pie de la letra el consejo que me diste?

Notaras contempló las cabezas con rostro inexpresivo, se santiguó lentamente, dirigió su mirada al cielo y exclamó:

—Mi Señor y mi Dios, reconozco tu justicia. Eres, en verdad, un Dios recto. —Caminando despacio en torno a la pequeña plaza, se detuvo ante cada una de las cabezas, diciendo—: Perdonadme, hermanos. No sabía lo que hacía. —Al volver de nuevo a su sitio, puso sus manos en los hombros de sus hijos, y les dijo—: Demostremos ahora que podemos morir como hombres. Demos, pues, gracias a Dios pues nos permite morir como griegos, fieles a nuestra fe.

El Sultán alzó los brazos y exclamó con simulado asombro:

—¡No necesitáis morir! He prometido exaltaros por encima de todos los griegos.

—Me he humillado ante Dios —respondió Notaras—. ¿Por qué he de hacerlo ahora ante ti? No quiero salvarme, ni salvar a mis hijos. Pero quisiera pedirte que satisficieras mi curiosidad humana. ¿Por qué debo morir a despecho de todas las reglas de la equidad política?

El Sultán Mohamed tendió hacia él su joven y encendido rostro y masculló:

—Traicionaste a tu Emperador. Eso quiere decir que también me traicionarías a mí.

El megaduque inclinó su cabeza y dijo de nuevo:

—En verdad, Dios mío, que eres un Dios de justicia.

Luego pidió como favor que le permitiese ver cómo eran decapitados sus hijos para cerciorarse de que no abjurarían de la religión griega con el fin de salvar sus vidas. El Sultán accedió a ello. El propio Notaras hizo arrodillar a sus hijos, primero al primogénito y luego al benjamín, diciéndoles palabras tranquilizadoras. Y cuando los verdugos cumplieron con su cometido, ni una sola lágrima afloró a sus ojos, aunque Mohamed, con el cuello tendido observaba inquisitivamente su rostro.

Tras la muerte de los dos muchachos, exclamó Notaras, como liberado de un peso:

—Mi Señor y mi Dios, ante ti comparezco para que me juzgues. Sólo a ti corresponde el derecho de hacerlo y no a hombre alguno.

Luego se arrodilló, inclinó la cabeza y derramando ardientes lágrimas rezó la sencilla oración del pueblo:

—Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pobre pecador.

Oró con recogimiento durante unos instantes y luego se levantó; caminando con los tsaushes hasta la columna de Arcadio, se arrodilló de nuevo esta vez sobre la sangre de sus hijos, y esperó tranquilamente la muerte. El Sultán ordenó luego que colocasen su cabeza en la columna, encima de las de los demás griegos. Después se volvió, hastiado de la sangre y del hedor de la carroña, montó en su caballo y se dirigió hasta su tienda de seda. A mí me dejó a un lado, aunque esperaba que todo se consumase en ese momento.

Pero cuando volví a casa me percaté de que un tsaush me seguía a la distancia de veinte pasos.

Así pues, el Sultán no me había olvidado.