29 de mayo de 1453

Aleo e polis!

La ciudad está perdida.

El eco de este grito perdurará mientras el mundo exista. Si en algún siglo venidero me es dado nacer otra vez, cada vez que oiga esas palabras se me helará la sangre de horror. Recordaré esta frase aunque sea lo último que pueda recordar.

Aleo e polis!

Aunque todavía vivo. De modo que así estaba escrito. Estoy destinado a apurar la última copa y contemplar el derrumbamiento de mi ciudad y de mi pueblo. Sigo, pues, escribiendo. Pero para escribir esto con propiedad debería mojar mi pluma en sangre, y sangre no faltaría. La sangre coagulada obtura los sumideros. La sangre de los heridos y moribundos se mezcla formando charcos calientes. En la calle principal, cerca del hipódromo y en dirección a la iglesia mayor, hay tantos cadáveres que no se puede transitar por allí sin pisarlos.

De nuevo es de noche. Escribo en mi casa, la cual está salvaguardada por un gallardete en el asta de una lanza. He tapado mis oídos con cera para no oír los aullidos de los saqueadores luchando por su rapiña y el interminable clamor de la muerte que se eleva en la moribunda ciudad.

Me esfuerzo por mantenerme indiferente a todo. Escribo aunque me tiemble la mano. Todo mi cuerpo se estremece, pero no de miedo por lo que pueda ocurrirme, pues mi vida vale menos que un grano de arena, sino a causa de los sufrimientos y el dolor que en torno a mí brotan de mil manantiales en esta noche de infinito terror…

He visto a una muchacha, con marcas de manos ensangrentadas sobre su cuerpo, arrojarse a un pozo. He visto a un granuja arrancarle a una madre su hijo de los brazos y atravesarlo con una lanza. He visto lo peor que un ser humano puede hacerle a su semejante. Ya he visto bastante.

Pasada la medianoche, aquellos que habían ofrendado sus vidas a la defensa de la muralla exterior ocuparon sus posiciones. Acto seguido fueron cerradas las puertas de la gran muralla y sus llaves entregadas a los comandantes de los diferentes sectores. Algunos hombres rezaban, pero en su mayoría se hallaban tumbados para descansar, y hasta los había que dormían.

Entretanto los navíos ligeros de los turcos comenzaron a aproximarse a la muralla que da al puerto. El grueso de la flota anclada en el puerto de los Pilotes maniobró desde el Bósforo, situándose en línea a lo largo de la muralla del mar, desde la torre de Mármol hasta Norion y la cadena del puerto. De esta manera el Sultán amenaza la circunferencia entera, de forma que resulte imposible distraer las fuerzas de un sector para acudir en auxilio de otro. El enemigo ha recibido orden de efectuar un ataque en toda regla, y no para tantear nuestras fuerzas, como lo ha hecho hasta ahora. Sus naves también fueron equipadas con escalas de asalto y puentes; los arqueros pululaban entre los aparejos.

El Sultán ha prometido el gobierno de una provincia al primer turco que plante pie en la muralla y se mantenga allí. Como también ha prometido la muerte sin remisión a quienquiera que retroceda o se rinda. Sus tropas de asalto de vanguardia fueron flanqueadas por tsaushes.

Tres horas antes del amanecer sonaron pífanos y tambores, y en medio de un fragor espantoso irrumpieron las primeras partidas de asalto, dándose ánimos unos a otros con sus alaridos de ataque. La brecha que defendíamos junto a la puerta de San Romano tenía una anchura de más de mil pies. El Sultán envió primero a sus auxiliares: pastores y nómadas venidos de las regiones de Asia para tomar parte en la guerra santa del Islam. Su armamento sólo consistía en una lanza o una cimitarra y un pequeño escudo de madera.

Al aproximarse a la muralla, las culebrinas y arcabuceros turcos abrieron fuego, al tiempo que una nube de flechas caía silbando sobre nosotros. Cientos de escaleras de asalto se apoyaron simultáneamente contra nuestro terraplén provisional, y luego, en medio de alaridos de terror e invocaciones a Alá, se abatió la primera oleada humana. Pero las escalas fueron volcadas y el enemigo al pie de la muralla recibió una lluvia de flechas, pez hirviente y plomo fundido. El fragor del combate era tan ensordecedor que pronto no pudimos oír nada. Los turcos atacaban a lo largo de toda la muralla que daba al campo y toda su artillería comenzó también a sonar hacia el puerto y el mar.

Muchos de los asaltantes, gritando de dolor por las graves quemaduras recibidas, trataban de escapar, pero los tsaushes, apostados junto al foso, les hundían el cráneo con sus alfanjes y arrojaban sus cuerpos al foso con el propósito de cegarlo. Muy pronto se apilaron montones de cadáveres en toda su longitud, alcanzando aquí y allá la mitad de su altura.

Tras esta tropa de irregulares, el Sultán envió a sus aliados cristianos, así como a los renegados, sedientos de botín, que de cada nación había agrupado en torno a su estandarte. Combatían por sus vidas y muchos fueron los que pusieron pie en la muralla antes de ser derribados de ella sobre montones de cadáveres. Realmente es terrible oírlos invocar a Cristo y a la Santísima Virgen en todas las lenguas de Europa al lado de los turcos, que clamaban a Alá y su Profeta. No sé cuántas veces tuve que enfrentarme a una cara crispada por el terror que al instante se desvanecía en la negrura del infierno.

Muchos de los genoveses acorazados resultaron heridos o muertos por las balas de plomo, pues los turcos continuaban disparando desde más allá del foso, sin importarles la suerte que pudiesen correr sus propios hombres. Los genoveses heridos combatían de rodillas en una esquina del baluarte, sin intentar resguardarse, y sus asaltantes los ensartaban con garfios de hierro para arrojarlos luego muralla abajo.

Al cabo de una hora después, el Sultán permitió que los sobrevivientes se retiraran y descargó su artillería pesada. Sus espantosos proyectiles de piedra desmantelaban nuestros parapetos, barriendo canastas y barricas de tierra al callejón entre las dos murallas. El estrépito de los maderos desplomándose llenó el aire. No se había dispersado aún el polvo ni se había desvanecido el humo, cuando los turcos de Anatolia se lanzaron al ataque.

Eran hombres ágiles y salvajes, que reían mientras trepaban unos sobre los hombros de los otros en forma de enjambres para alcanzar la cima del baluarte. Los tsaushes no precisaban hostigarlos para que avanzaran, pues eran verdaderos turcos y llevaban la guerra en la sangre. No pedían cuartel y morían con el nombre de Alá en los labios. Sabían que los diez mil ángeles del Islam estaban volando allá arriba y que en el momento de la muerte los arrebatarían para llevárselos directamente al paraíso.

Atacaron en oleadas de mil hombres, aullando y denostando a los cristianos con amenazas demasiado espantosas para ser recordadas. Pero nuestros defensores los esperaban a pie firme. Los huecos en nuestra filas habían sido cubiertos y donde el muro viviente de hierro parecía oscilar, allá iba Giustiniani para animar a sus hombres y hundir su espadón en el vientre de algún turco. Allí donde él aparecía cedía el asalto y el enemigo levantaba sus escalas en algún otro punto.

Cuando el ataque anatolio estaba remitiendo, apareció en el firmamento el primer lívido resplandor del alba. Mi cuerpo estaba cubierto de magulladuras y mis brazos tan rendidos que tras cada choque pensaba que al siguiente no podría levantarlos. Muchos genoveses acorazados jadeaban sedientos. Pero cuando los turcos trataron de retirarse, la esperanza revivió en muchos y aquí y allá se oyeron gritos de «¡Victoria!» lanzados con voz temblorosa por algunos pobres necios.

Se podía distinguir ya un hilo negro de uno blanco, y al extinguirse las sombras divisamos los altos gorros blancos de los jenízaros, quienes se encontraban en formación al otro lado del foso. En compañías de mil hombres, aquellos guerreros esperaban en silencio la orden de ataque. A la cabeza de ellos se podía divisar al propio Mohamed, portando un martillo de hierro, insignia de mando.

Con toda diligencia apuntamos culebrinas y arcabuces hacia él, pero fallamos el blanco. Varios jenízaros que lo rodeaban cayeron abatidos, pero las filas permanecieron inmóviles. Hombres de refresco se adelantaron para cubrir las bajas, y yo sabía cuánto les alegraba tener el honor de pasar a la fila de delante en presencia del Sultán, pues era una posición que no habrían alcanzado por edad ni por duración de servicio. Los tsaushes se situaron rápidamente entre nosotros y el Sultán para escudarlo con sus cuerpos.

Las mujeres y ancianos que había en la gran muralla aprovecharon aquel momento de respiro para vaciar grandes jarras de agua mezclada con vino, pues aunque este baluarte principal se hallaba tan dañado que en muchos puntos no alcanzaba una altura mayor que el terraplén que había delante, todavía era lo suficientemente alto para poder trepar por él.

Lo que a continuación sucedió puedo simplemente relatarlo tal como lo vi; tal vez otra persona lo contaría de manera distinta, Sin embargo, yo estaba junto a Giustiniani y creo haber visto cuanto aconteció.

Oí varios gritos de aviso y me arrojé al suelo al mismo tiempo que los turcos disparaban conjuntamente todas las piezas de su artillería en una infernal andanada. El viento pronto barrió las negras nubes de humo. Cuando el estrépito y los gritos se extinguieron advertí que Giustiniani había sido derribado y estaba sentado en tierra. En un lado de su coraza vi un boquete del tamaño de mi puño, causado por una bala de plomo que lo había alcanzado diagonalmente por la espalda. En un instante su rostro se tornó gris, huyendo de él toda vitalidad; a pesar de su cabello y barba recién teñidos parecía un anciano. Escupió una bocanada de sangre.

—Han dado en el blanco —dijo—. Éste es mi fin.

Dos soldados se abalanzaron sobre mí, me cogieron por los brazos y examinaron mis manos para cerciorarse de que no estaban manchadas de pólvora. Luego se arrojaron sobre un técnico griego que a poca distancia de allí estaba cargando su arcabuz, lo derribaron y comenzaron a tirarle de la barba y a darle puntapiés. Mirando en dirección a la gran muralla ambos agitaban amenazadoramente el puño.

—Por el amor de Dios, hermanos —dijo Giustiniani débilmente—. No riñáis ahora. No tiene importancia alguna de dónde vino la bala. Tal vez di la espalda a los turcos sin darme cuenta. Para mí es lo mismo. Lo mejor que podéis hacer es llamar a un cirujano.

Sus hombres comenzaron a pedir a gritos un médico, pero los griegos de la muralla replicaron que ninguno podía llegar hasta Giustiniani por hallarse cerrada la poterna. Un hombre valiente podría hacerlo descolgándose, pero era comprensible que no se hallase ningún cirujano dispuesto a exponerse por el protostator, pues en aquel instante los jenízaros comenzaron a golpear sus tambores de cobre, lo que significaba que estaban por lanzarse al ataque.

Los jenízaros consideran que no es digno invocar a Alá cuando cargan, de modo que echaron a correr en silencio hacia nuestro terraplén. En muchos puntos no precisaban de escalera, a tal altura llegaban los racimos de cadáveres ante las ruinas de nuestra muralla exterior. Su embestida fue rápida y violenta, y pocos de los defensores tuvieron tiempo de beber, aunque todos nos moríamos de sed. Los botijos fueron derribados a un lado y al instante la lucha cuerpo a cuerpo se había extendido por toda la muralla.

Ya no se trataba de una vulgar matanza; era la guerra. Los jenízaros llevaban armaduras de escalo o bien cota de malla. Sus cimitarras eran rápidas como el rayo y por el simple peso de la aplastante superioridad numérica obligaron a los defensores a retroceder. Los genoveses de Giustiniani y los griegos que nos habían sido enviados como refuerzo, se vieron forzados a resistir codo con codo la presión del enemigo.

En aquel instante apareció el Emperador en las almenas, montado en su blanco caballo blanco.

—¡Manteneos firmes! —gritó—. ¡Manteneos firmes una vez más y el día es nuestro!

Si hubiese estado luchando a nuestro lado y sentido la pesadez del plomo de nuestros miembros, a buen seguro que habría callado.

Giustiniani alzó la cabeza, le rechinaban los dientes de dolor, escupió otro cuajarón de sangre y pidió al Emperador la llave del portillo de salida. Constantino respondió al protostator que su herida no debía ser tan grave como para abandonar a sus hombres en un momento como aquél.

Giustiniani replicó a su vez, vociferando:

—¡Maldito griego perjuro! Yo soy el mejor juez para ello. Dame la llave o subiré y te estrangularé con mis propias manos.

A pesar de encontrarse en medio de la batalla, sus hombres no pudieron por menos de echarse a reír y tras un instante de vacilación el Emperador arrojó la gran llave, que cayó a los pies de Giustiniani. La contienda seguía con toda su furia. Un gigantesco jenízaro segaba vidas provisto de un espadón que había capturado, hasta que los acorazados genoveses consiguieron rendirle y hacerle doblar la rodilla. Su coraza era tan inexpugnable que tuvieron que partirla en pedazos.

Al retirarse la primera oleada de jenízaros para tomar aliento, surgió al punto la segunda. Giustiniani me llamó a su lado y dijo:

—Dadme el brazo y ayudadme a salir de aquí. Un buen general combate en tanto queda una posibilidad, pero no más.

Lo cogí de un brazo y uno de sus hombres del otro, y así conseguimos bajarlo del baluarte y llegar a la ciudad a través del portillo de salida. El Emperador nos esperaba muy agitado, rodeado de su séquito. Para moverse más libremente no iba armado; vestía una blusa de púrpura y un manto de verde imperial recamado en oro. Una vez más instó a Giustiniani a que se mantuviese firme y volviese a la batalla; la herida, dijo, no debía ser tan seria. Pero el caudillo genovés no respondió palabra, ni siquiera miró, pues tenía bastante con soportar la espantosa agonía que a cada paso se agudizaba.

Constantino regresó a la muralla para observar el curso de los acontecimientos y animar a los griegos. Conseguimos sacar la coraza de Giustiniani; la sangre se vertió de ella cuando cayó a tierra. El protostator hizo una señal a su segundo comandante y dijo:

—Responderás de la vida de los hombres.

El oficial asintió y volvió a la muralla.

La luz del día se hacía más brillante.

—Giustiniani —murmuré—, os agradezco vuestra amistad. Ahora debo marcharme.

Levantó una mano, hizo una mueca de dolor y dijo dificultosamente:

—Sabéis tan bien como yo que la batalla está perdida. ¿Cómo pueden resistir mil hombres agotados contra doce mil jenízaros fuertemente armados? Hay una plaza para vos a bordo de mi navío; os la habéis ganado honorablemente. —Gimió un instante y luego dijo—: ¡En nombre de Cristo, asomaos a esa muralla y decidme cómo va la cosa!

Quería apartarme de allí, pues ahora, a través del portillo, comenzaron a salir, tambaleándose, genoveses ensangrentados de pies a cabeza que se agruparon en torno a su jefe. Subí a la muralla y desde allí vi que Mohamed estaba junto al colmado foso. Blandía su martillo de hierro y arengaba a sus jenízaros cuando pasaban a su lado para lanzarse al asalto.

A lo largo de nuestro sector de la muralla la batalla era horrorosamente encarnizada. Los genoveses comenzaron a batirse en ordenada retirada hacia el portillo de salida. Comprendí que la batalla estaba irremisiblemente perdida. Los tambores de cobre de los jenízaros resonaban cada vez con más fuerza; era el canto fúnebre de la ciudad.

De pronto, a mi lado, alguien apuntó hacia el nordeste de la muralla en dirección a Blaquernae. Mujeres y ancianos que habían estado retorciéndose las manos y lanzando gritos de angustia permanecieron en silencio con expresión de incredulidad en el rostro. A la luz del sol naciente los rojos estandartes del Sultán, con su media luna de plata, ondeaban en la cúspide de las torres de Kerkoporta.

Era un espectáculo que jamás olvidaré. Por un instante abarqué con la vista toda la ciudad, pues a lo largo de las murallas se extendió primero un increíble rumor, luego un clamor de espanto y por fin un grito de derrota: Aleo e polis!

Los asaltantes turcos se unieron al grito con un alarido de júbilo que surgió al unísono de cien mil gargantas. Yo estaba estupefacto, pues escapaba a toda lógica que la parte mejor preservada de toda la murallas hubiese sido la primera en caer en manos de los turcos.

La media luna turca flotaba sobre Kerkoporta. De pronto, una nueva oleada de jenízaros barrió a los griegos y al resto de los genoveses, obligándolos a buscar refugio en el callejón entre las murallas. Los primeros continuaron al asalto y, ágiles como gatos, comenzaron a trepar por el gran muro, asiéndose a cada borde y grieta. El terror pareció infundir nuevas fuerzas a las mujeres, ancianos y muchachos que defendían la muralla, pues hicieron rodar grandes bloques de piedra sobre los asaltantes. La boca de bronce situada sobre la puerta comenzó a vomitar fuego una vez más, ya que ahora no corríamos peligros si incendiábamos la madera y los escombros amontonados fuera; uno de los técnicos del Emperador activó desesperadamente las palancas del lanzallamas, pero pronto mermó el chorro ígneo y las últimas gotas empaparon impotentes la tierra, siendo absorbidas por ella. El fuego griego se acababa.

Todo esto aconteció en menos tiempo del que tardo en escribirlo. Grité al Emperador y a su séquito que era el momento de lanzar un contraataque. Como no me oyeron, bajé de la muralla y corrí hasta donde se encontraba Giustiniani con el grito de muerte de la ciudad resonando en mis oídos: Aleo e polis! Las mismas piedras parecían unirse a él cuando la muralla tembló bajo las pisadas de los que huían.

Los genoveses del protostator habían ayudado a éste a montar en su caballo y lo rodeaban blandiendo sus espadas amenazadoramente. Al comienzo componían la tropa cuatrocientos hombres acorazados y trescientos ballesteros. Ahora sólo quedaban cien en total. No podía censurarle que tratara de salvarlos. Agité la mano y le grité.

—¡Buena suerte! ¡Que os restablezcáis pronto, para arrebatar Lemnos a los catalanes! ¡Os habéis hecho acreedor de ella una y mil veces!

Pero resultaba evidente que era un moribundo el que los soldados trasladaban al puerto. No pudo siquiera volver la cabeza para responder. Sus hombres lo sostenía en la silla. Apenas había desaparecido por la esquina de la primera calle, comenzó la desbandada general de las murallas. Por doquier los hombres saltaban de las almenas, arrojaban sus armas y, ciegos de terror, huían hacia sus casas. El Emperador se veía impotente para detenerlos.

Cuando Giustiniani se marchó, su hombre de confianza mantuvo abierta la poterna de salida y cuando los guardias del Emperador intentaron cerrarla, los amenazó con su espada. Recibió a los tambaleantes genoveses uno a uno y, reuniéndolos en grupos de diez, los envió al puerto. Logró salvar así a unos cuarenta guerreros. Era un hombre de fiero aspecto y de cara picada de viruelas. Le sobró tiempo para escupir en tierra a mis pies, y aullar:

—¡Al infierno contigo, condenado griego!

En aquel instante aparecieron en la arcada los primeros jenízaros, con sus espadas desenvainadas. Uniendo nuestras fuerzas logramos cerrar las puertas y echar el cerrojo antes de que viniesen en número suficiente para impedírnoslo.

Por el modo en que me miró el hombre de la cara picada de viruelas, deduje que de buena gana me habría partido la cabeza, precisamente por ser yo griego. Pero enfundó el arma y se marchó con sus últimos hombres. Su honor no le permitía correr, aunque la calle estaba casi llena de fugitivos.

Quedé solo junto al portillo de salida, esperando la señal para iniciar el contraataque.

De pronto, advertí que había alguien a mi lado. Era aquel a quien encontré en Varna, junto al cuerpo del cardenal Cesarini. Su aspecto era sombrío y grave; era mi propia imagen. Reconocí en él mi rostro, mi mirada, y dije:

—Nos encontramos en la puerta de San Romano, como prometiste. No he huido como el mercader de Samaria.

En su cara se dibujó una fría sonrisa.

—Cumples tus promesas, Giovanni Angelos.

—En aquel tiempo —observé— ni siquiera sabía dónde estaba esta puerta. Pero el destino me ha traído a ella.

Los jenízaros corrían en las almenas. Los primeros rayos del sol teñían de rojo sus gorros de fieltro blanco. Rojo era también el brillo de sus cimitarras al abatirse contra el resto de los defensores: soldados, técnicos, mujeres, muchachos y viejos, sin distinción. Cerca de nosotros, el Emperador instaba a grandes gritos y gestos a los fugitivos para que volvieran, pero del grupo que lo rodeaba, muchos se escabullían en cuanto volvía la cabeza, de forma que el séquito mermaba por momentos.

Cuando Constantino se percató de ello, se ocultó el rostro con las manos y gritó:

—¿No hay un cristiano que tenga piedad de mí y me corte la cabeza?

El ángel de la muerte me hizo una seña y dijo sonriendo:

—Ya ves, lo necesita más que tú.

Y el sombrío extranjero, mi doble, se acercó en silencio al Emperador y le habló. Éste desmontó, se despojó de las cadenas que llevaba al cuello y arrojó al suelo su manto recamado en oro. Se colocó un yelmo en la cabeza, cogió un escudo redondo que alguien le tendió y marchó al encuentro de los jenízaros que caían, rodaban y se descolgaban de la muralla. Sus cortesanos y amigos íntimos que también se habían ofrecido a la muerte, lo siguieron empuñando las espadas; su ejemplo hizo que incluso algunos fugitivos volvieran sobre sus pasos y lo siguieran.

Éramos quizás un centenar los que en formación cerrada, primero al paso y luego corriendo, avanzamos al encuentro final, cuando los jenízaros habían izado ya su bandera en la gran muralla y se filtraban en la ciudad. Luego, todo fue un tumulto; crujían los escudos y centelleaban las espadas en su chocar, hasta que en la refriega recibí un tajo en el hombro y otro en la cabeza mientras un cegador centelleo rojo me hacía perder el conocimiento. Como una tempestad desencadenada, los turcos pasaron sobre mí, pisoteándome.

El sol había seguido su curso en el firmamento y estaba amarillo cuando volví en mí. Al principio no me di cuenta de dónde me encontraba; luego conseguí apartar a un lado los cadáveres que tapaban mi cuerpo. Me incorporé y advertí que no estaba malherido, aunque me parecía oír innumerables campanillas en mis oídos.

Mientras me hallaba así sentado, medio cegado por el sol, vi un par de tsaushes que caminaban a lo largo de la muralla buscando heridos. De vez en cuando se inclinaban para decapitar a algún gimiente moribundo. Los llamé en turco y les pedí que me diesen el golpe de gracia, pero el más viejo de los dos me reconoció e hizo una profunda reverencia, tocándose la frente. Quizá me había visto en el ejército del Sultán durante los siete años que estuve con Murad y Mohamed.

Trajo agua y me lavó el rostro, me ayudó a quitarme el yelmo y la cota de malla y me tendió un manto manchado de sangre que quitó a uno de los jenízaros que por allí yacían sin vida. No sé si él pensaba que yo había tomado parte en el asalto o bien había estado viviendo en la ciudad como espía del Sultán. En cualquier caso, me dio su nombre, rogándome que lo recordase. Cuando se percató de lo aturdido que me encontraba me dijo las contraseñas, tanto de los jenízaros como de los tsaushes, tomó una lanza a la que estaba atado un jirón de tela, y dijo:

—Grande es el premio de Alá. Su poseedor no necesita ya esta lanza; tómala como tu insignia y marca con ella una casa para ti.

Con la lanza por cayado fui tambaleándome junto al pie de la muralla en dirección a Kerkoporta. Cuando me acercaba a la puerta Kharisios advertí que la batalla no había terminado todavía, aunque la media luna del Sultán flotara sobre Blaquernae. Llegué en el preciso momento en que los hermanos Guacchardi retiraban los cadáveres de sus hombres. Su bastión se había mantenido mucho después de que los turcos desbordaran la muralla por ambos lados e irrumpieron en la ciudad. Iban montados a caballo y era tan grande el terror que su valentía había inspirado, que los turcos de Anatolia no los acosaban, sino que estaban ocupados en el pillaje.

Los hermanos Guacchardi ya no reían. El mayor llamó a los otros diciendo:

—¡Todavía vivimos, pero la ciudad está perdida! ¡Tiembla sol! ¡Llora, tierra! La batalla ha terminado. ¡Salvemos nuestras vidas mientras podamos!

Ordenaron al resto de sus hombres que afianzaran bien los estribos y cinchas de sus monturas y cabalgaron dejando grandes regueros de sangre por la calle. Hasta los jenízaros les abrían paso y desviaban la vista, como si no los vieran. De esta manera demostraban su respeto por la valentía de los Guacchardi, pensando, quizá, que era preferible el botín seguro a una muerte inútil en la hora de la victoria.

Los hermanos Guacchardi alcanzaron el puerto a pesar de que el enemigo ocupaba por entero la ciudad, y huyeron a bordo de un navío latino. Sus nombres son Paolo, Antonio y Troilo, y el mayor de los tres no tiene aún treinta años. No odiaban a los griegos como los demás latinos. Que su nombre perdure.

Seguí entonces hasta la Kerkoporta. Al parecer los venecianos habían hecho una salida del Blaquernae, pues alrededor yacían los cadáveres de muchos jenízaros, así como de uno o dos jóvenes venecianos. El lugar estaba desierto. Los turcos habían abandonado ya las torres de la muralla que habían capturado y dejado en ellas sólo las banderas del Sultán. La propia Kerkoporta estaba cerrada y atrancada.

¡Y ante ella…!

Ante ella vi el cuerpo de Ana Notaras, tinto en sangre el corto cabello, y los ojos entreabiertos. Enjambres de moscas revoloteaban alrededor de éstos. Su yelmo estaba a poca distancia del suelo. Garganta, axilas, ingles, en fin, todas las partes no protegidas por la armadura, estaban cubiertas de heridas; la sangre había abandonado su cuerpo, que yacía en una postura espantosa de ver.

—Extranjero, amigo mío, mi doble yo, ¿dónde estás? —grité—. Ven a mí, oscura sombra, ésta es tu hora.

Pero no acudió. Estaba solo. Me llevé ambas manos a la cabeza y dije desesperado:

—¡Manuel, Manuel, tuya ha sido la culpa! ¡Te encontraré aunque te escondas en el infierno! ¿Por qué no me obedeciste?

Intenté levantar el cuerpo inerte de Ana, pero me encontraba demasiado débil. Me senté a su lado y permanecí contemplando su rostro sin vida para fortalecer mi corazón, pues ella ya se había ido. Ya no creía en Dios ni en la reencarnación.

«La piedra es piedra —me decía a mí mismo—. Un cuerpo no es más que un cuerpo. Lo que no alienta no es».

Me levanté, empujé el cuerpo con el pie espantando a las moscas, y seguí mi camino. Un cadáver tan sólo es un cadáver, y no tengo nada que ver con los cadáveres.

Apoyándome en mi lanza caminé a lo largo de la calle principal hasta el centro de la ciudad, esperando encontrar a alguien que se compadeciera de mí y acabase con mi vida.

Pero nadie alzó su espada contra mí.

En la calle que conducía al convento de Khora yacían iconos destrozados y los cadáveres de muchas mujeres. Algunas tenían todavía las manos crispadas como si clavasen aún sus uñas, y en sus rostros estaban impresas las muecas de mudos gritos de indecible horror.

Aquí y allá la refriega proseguía aún en torno de muchas casas, cuyos moradores se defendían de los jenízaros con ballestas, piedras, agua hirviendo o cuanto encontraban a mano. Pero en la mayor parte de los edificios ondeaban los gallardetes de los vencedores; llantos y gemidos de mujeres provenían de su interior.

En todo el camino hasta el acueducto del Emperador Valentino, la calle principal estaba sembrada de griegos muertos. Allí parecía haberse detenido la ciega carnicería. Comencé a encontrar largas hileras de griegos, atados por parejas y custodiados sólo por algún cabrero descalzo, o alguien por el estilo, con su lanza en la mano.

Las mujeres habían sido despojadas de sus joyas; luego, los turcos les habían desgarrado los vestidos para ver si ocultaban dinero y les habían atado las manos a la espalda con sus ceñidores. Poderosos y humildes, viejos y muchachos, artesanos y arcontes, caminaban uno junto al otro rumbo al campamento turco, donde serían clasificados. El pobre acabaría en el mercado de esclavos, en tanto que al rico se le daría la oportunidad de pagar el rescate de su libertad.

Comencé a andar hacia el puerto. Algunos barrios parecían desiertos y no se veían turcos. La muralla portuaria opuesta a Pera, que estaba protegida por la flota, se hallaba aún en manos latinas. Una densa muchedumbre bullía ante las puertas, agitando los brazos y clamando por entrar. Todos imploraban un pasaje a bordo de un navío. Pero los guardianes habían cerrado las poternas y lanzado las llaves al agua, excepto en la puerta de los marinos, que estaba bien custodiada por soldados de marina armados con lanzas y espadas. En lo alto de las murallas los centinelas agitaban sus mechas encendidas y amenazaban con descargar sus arcabuces y culebrinas sobre la muchedumbre a menos que ésta no se retirase y dejase pasar a los soldados latinos que, cubiertos de sangre y medio muertos de agotamiento, intentaban abrirse paso en busca de la salvación.

Muchas mujeres presentaban serias cortaduras en las manos por aferrarse desesperadas a las espadas de los soldados y algunos miembros de la burguesía y de la nobleza agitaban en lo alto sus bolsas llenas de dinero y joyas, con la vana esperanza de comprar un pasaje.

Seguí hasta la colina, para mirar por encima de la muchedumbre. Aquí y allí se habían colocado escaleras contra la muralla, y los más audaces se lanzaban al agua y nadaban hacia los barcos. Las cabezas se agitaban como motas negras en la superficie. En lo alto de las escaleras de cuerda que pendían de las amuras, marineros armados montaban guardia y rechazaban a todo aquel que intentaba trepar por ellas o los dirigían hacia otros navíos. De esta manera, muchos se veían obligados a nadar de barco en barco, hasta que, agotadas sus fuerzas, perecían ahogados. Sin embargo, algunas naves cuya tripulación no estaba completa acogían a los fugitivos más resistentes.

Continuamente se acercaban a los navíos barcas repletas que no sólo transportaban latinos que habían conseguido escapar de las murallas, sino también arcas y todo tipo de cargamento. En medio de la confusión que reinó durante todos el día, sólo en la flota parecía haber algún orden. Algunos griegos fueron también admitidos en aquellos barcos donde aún había lugar, siempre que estuviesen relacionados con genoveses o venecianos.

Desde la ladera de la colina vi que el mayor de los navíos venecianos desplegaba las velas y con la ayuda del viento se dirigía en línea recta hacia la cadena del puerto, en la esperanza de romperla. Pero nada de esto ocurrió y el barco fue sacudido de proa a popa. Sin embargo, su arboladura no sufrió, pues los genoveses son expertos marinos y saben lo que hacen.

El viento norte empujó la nave contra la cadena del puerto, hasta que ésta se distendió como la cuerda de un arco. Entonces dos corpulentos marinos brincaron de la borda, armados ambos con un hacha de amplia hoja. Con la energía de la desesperación, machacaron una y otra vez la cadena hasta lograr partirla; el altivo bajel salió disparado del puerto con sus velas hinchadas y los dos hombres apenas si tuvieron tiempo de trepar de nuevo a bordo. Siguieron la estela del gran navío otros tres de tonelaje menor, pero las naves venecianas permanecían aún tranquilamente ancladas.

Ni siquiera una simple galera turca atacó a los navíos que huían, debido a que los barcos turcos estaban fondeados en la orilla del Mármara y soldados y marineros se afanaban en transportar hasta ellos su botín y sus esclavos. Muchos de éstos eran judíos, ya que los marinos se habían abatido primero sobre Giudeca, el barrio judío, entreteniéndose allí en la búsqueda de las enormes cantidades de oro y joyas que supuestamente guardaban sus moradores. Gracias a ello, mucha gente del pueblo había conseguido alcanzar el puerto, aunque la mayor parte de la ciudad estuviera ya en manos de los turcos.

Mientras los primeros barcos se escapaban, el estandarte imperial flotaba aún sobre la torre de la Acrópolis. Los marinos cretenses se habían hecho fuertes en aquel punto y los turcos parecían poco dispuestos a lanzar un ataque en toda regla sobre aquel sector cuando vieron que los defensores no tenían intención alguna de capitular, ni siquiera después de que la ciudad hubiese sito tomada por completo.

Como yo no tenía nada que hacer en el puerto, seguí colina arriba en dirección a mi casa. Cuando llegué a ésta me pareció desierta. No había ningún enemigo a la vista, a pesar de que la taberna de enfrente había sido saqueada.

Al lado del león de piedra clavé la lanza con mi insignia y de esta manera tomé posesión de mi propia casa. Entré y llamé a gritos a Manuel. Después de un rato, una temblorosa voz me respondió desde lo profundo de la bodega:

—¿Sois vos, señor?

Apareció trepando a cuatro patas y trató de abrazarse a mis rodillas. Le propiné un puntapié en el pecho, sin que me importaran sus canas ni lo enteco que era.

—¿Por qué no me obedeciste? —vociferé—. ¿Por qué no obraste como te ordené?

La furia que me dominaba me hacía gritar y con mis manos, carentes ya de toda fuerza, traté de sacar la espada, que casi se había trabado en su vaina. Sólo entonces me percaté de que iba armado con una cimitarra turca y que la capa que el tsaush me había facilitado y el turbante que había empleado para vendarme la cabeza me conferían todo el aspecto de un turco.

—¡Demos gracias a Dios —dijo sinceramente Manuel—, porque, después de todo, estáis al servicio del Sultán! Fuisteis lo bastante sagaz, señor, para guardar vuestro secreto hasta el último momento. He de confesaros que incluso a mí lograsteis engañarme… casi. Ahora me tomaréis bajo vuestra protección, ¿verdad? Ya he señalado cierto número de casas que puedo ayudaros a saquear… —Lanzándome una mirada huidiza añadió apresuradamente—: Excusadme, sólo pensaba en lo que yo haría si fuese turco… Decidme, ¿es verdad que ha sucumbido el Emperador? —Al ver que yo asentía con la cabeza se persignó y dijo—: ¡Dios sea loado! En tal caso, no cabe ya duda alguna; todos somos legalmente súbditos del Sultán… Señor, ¡tomadme como esclavo vuestro para que pueda recurrir a vos si alguien trata de llevarme con él!

No pude soportarle más. Lo cogí por la barba y lo obligué a que me mirase a los ojos.

—¿Dónde está mi mujer, Ana Notaras, a la que te confié y juraste salvar?

—Ha muerto —respondió Manuel. Se frotó la nariz con los dedos y rompió en sollozos—. Vos me dijisteis, señor, que cuando todo estuviera perdido la obligara como fuese a que huyera en la nave de Giustiniani. Incluso había conseguido un asno para conducirla, y lo habría perdido todo de no haber tenido la suerte de venderlo, a última hora, a un veneciano que quería transportar un armario troceado desde Blaquernae al puerto. A fe que era un mueble primoroso.

—¡Ana! —grité, sacudiéndole sin compasión la barba.

—No me hagáis daño, señor —imploró Manuel con acento de reproche y defendiéndose con ambas manos—. Hice cuanto pude y hasta arriesgué mi vida por esa loca mujer, sólo por pura y simple lealtad hacia vos, y sin que en mi ánimo estuviera recibir nada a cambio. Pero ella no quiso obedecerme. Y cuando oí sus poderosas razones, no pude permanecer con ella esperando el mañana. —De nuevo me dirigió una mirada de reproche y frotándose las rodillas, prosiguió casi sollozando—: Y así me lo agradecéis, zarandeándome sin compasión aunque las rodillas me duelan de nuevo y tenga la garganta peor que nunca. Ved, señor: vuestra esposa no podía decidirse a hablaros de la vergüenza de su padre. Lo tomabais todo tan a la tremenda… Pero, entretanto, se enteró en casa del megaduque de que éste había planeado abrir las puertas de Kerkoporta y dejarlas sin custodia durante el asalto, como testimonio de la buena voluntad de los griegos, naturalmente; ni siquiera el megaduque pudo pensar de que fuera de alguna utilidad para el Sultán. Los turcos no habrían alcanzado ese punto entre la muralla interior y la exterior hasta que no hubiese sido tomado el sector de la puerta Kharisios, y aun entonces con muy pocas fuerzas. Pero él consideraba que el hecho de dejar la puerta abierta tendría un significado político de gran trascendencia, es decir, podía servir como prueba de la voluntad de cooperación de los griegos…

—No lo dudo —dije—. La frontera entre la oposición política y la traición es delgada como un cabello. Pero dejar una poterna de salida abierta e indefensa, eso es traición. Nadie puede negarlo. Muchos han sido ahorcados por menos.

—Naturalmente…, es traición —convino Manuel de inmediato—. Vuestra esposa opinaba lo mismo y por ello corrió hacia vos. Y porque os amaba, naturalmente, aunque no tuviese una opinión muy elevada de vuestro sentido común. Pero a causa de su padre quería impedir esta perfidia y cerciorarse de que la puerta no quedaba libre. Fui con ella a Kerkoporta, como me lo ordenasteis, pensando que era un lugar seguro. ¡Dios nos guarde de tal seguridad! Y allí nos quedamos, aunque los guardianes griegos trataban insistentemente de echarnos, diciendo que nadie nos había llamado. No sé quiénes eran, pues se ocupaban muy bien de mantener sus rostros ocultos. Lo más probable es que fueran hombres del megaduque que habían venido a ocupar el puesto de los otros centinelas… Y cuando protesté —continuó Manuel—, lo que hicieron fue descorrer el cerrojo y abrir la puerta. Vuestra esposa se adelantó, espada en mano, y les pidió la llave. Al principio trataron de atemorizarla, pero cuando ella se mantuvo en sus trece, todos (eran cinco) la apuñalaron sin darle casi ocasión de defenderse.

—¿Y tú que hiciste? —pregunté.

—Corrí —respondió Manuel con cándida naturalidad—. Corrí tanto como me fue posible; no podían alcanzarme en la oscuridad aunque quisieran, y eso que las rodillas me dolían… Y luego no pude hacer más que vender mi asno a un veneciano, como os dije.

—¡Santo Dios! —exclamé—. ¿Por qué no avisaste a los venecianos?

—Traté de hacerlo —respondió—, pero no quisieron creerme. Estaban muy ocupados con la defensa de la muralla de Blaquernae. Hasta su comandante me enseñó un plano en que aparecía Kerkoporta como sector griego. —Manuel se llevó la mano a la boca y pareció reír entre dientes—. Debieron de creer que estaba loco, o que era una treta de los griegos para desalentar a los venecianos. La muralla próxima a Blaquernae está llena de inscripciones como «A vuestra casa, latinos», y otras por el estilo. Al fin, me amenazaron con colgarme si seguía molestándolos. En vista de ello, fui a pedir ayuda a los Guacchardi, pero llegué demasiado tarde y bastante trabajo tenían con mantener a raya a los turcos en la brecha de la gran muralla que les había sido encomendada. Después…, bueno… —Manuel me lanzó una mirada tímida y dijo con abatimiento—: Supongo que no me creeréis, pero sucede que soy griego también y que mi padre fue leñador del Emperador Manuel. Claro es que también pensé con nostalgia en mi dinero escondido… y en mi vida; no obstante, cogí la espada de un caído y me dirigí corriendo a Kerkoporta. —Estupefacto ahora, al parecer, por su temeridad, alzó las manos y dijo—: Tan cierto como que me encuentro aquí, señor, que volví a Kerkoporta pensando que podía hacer algo por cerrarla. Pero, por fortuna, mi valor fue tardío. Tropecé con los jenízaros del Sultán y me apresuré a arrojar a un lado mi espada y a unirme a las plegarias de la Santísima Virgen de Blaquernae, rogándole que me protegiera. Mi súplica fue oída, pues un par de turcos me cogieron de los brazos, retorciéndomelos y ordenándome, en un griego execrable, que los guiase al convento de Khora. Allá nos fuimos a toda velocidad que nos permitían nuestras piernas. Eran unos veinte hombres, y muy intrépidos, todo hay que decirlo.

—En ese momento, justamente, nuestros enemigos irrumpían por la puerta de San Romano —dije—. No, la traición de Kerkoporta no habría impedido nada. Y la puerta se hallaba cerrada cuando pasé esta mañana por allí…

—Sí, en cuanto los venecianos vieron las banderas del Sultán, hicieron una valiente salida —dijo Manuel—. Armados hasta los dientes y portando el estandarte del león, hicieron saltar una puerta de la muralla de palacio, acabaron con los jenízaros que había junto a la puerta y cerraron Kerkoporta antes de regresar a Blaquernae.

—¿Y tú, que hiciste? —pregunté.

—Enseñé a los turcos el camino que conduce al convento de Khora, en la espera de que la milagrosa Virgen calmase sus salvajes espíritus —respondió Manuel—. Pero es tan vil la naturaleza humana que la codicia domina todo lo demás. La iglesia estaba profusamente adornada de rosas y repleta de mujeres en oración, que sostenían cirios en sus manos. Pero los jenízaros profanaron el templo. Se abrieron paso entre las mujeres indefensas hasta el iconostasio. Allí destrozaron la puerta y partieron en cuatro trozos la milagrosa imagen. Este acto salvaje me conmovió profundamente; no quise permanecer en tan sacrílega compañía y huí con las mujeres… Pensé que luego podía ir con los venecianos cuando abandonaran Blaquernae… Por fortuna, había entre ellos algunos que me reconocieron, de lo contrario me habrían quitado la vida por el mero hecho de ser griego. Mientras se abrían paso a través de la ciudad, mataban indistintamente a turcos y griegos, saqueando en su trayecto varias casas, pues disponían de tiempo. Estaban rabiosos porque muchos de sus hombres habían derramado en vano su sangre por defender las murallas y, además, porque su bailío había caído prisionero de los turcos. Vine con ellos hasta el puerto y me escondí en la bodega, encomendando mi vida a Dios. No pienso asomar la nariz fuera hasta que los turcos estén un poco más calmados. Hoy tenían todo el aspecto de estar dispuestos a acabar con cualquiera que se cruce en su camino, excepto, claro está, con las mujeres, a las que reservan un placer diferente.

—Mientras esta lanza permanezca delante de la puerta, aquí estarás a salvo —le dije—. Ahora es mi insignia y nadie osará ir contra ella. Por lo demás, ésta es una casa modesta y no viven mujeres en ella. Pero si, por casualidad, alguien intentase tomarla, dirás que ya lo está, dirás mi nombre en turco y te proclamarás mi esclavo. De este modo no te ocurrirá nada en absoluto. Adiós.

Manuel se aferró a mis piernas.

—¿Dónde vais, señor? ¡No me abandonéis! —gritó horrorizado.

—Voy al encuentro del conquistador —expliqué—. Éste es su nombre verdadero: Conquistador. Entre todos los sultanes sólo él puede llamarse así: Mohamed el Conquistador… Será el más grande de todos ellos y gobernará sobre Oriente y también sobre Occidente.

Me dirigí directamente a la ribera donde las tripulaciones de los navíos turcos estaban ocupadas en el saqueo y vi que, efectivamente, el Sultán había puesto la casa de Lucas Notaras bajo la protección de los tsaushes. Hablé con éstos y me confirmaron que el megaduque, junto con sus dos hijos y su esposa enferma, se hallaban completamente a salvo tras aquellos muros.

A mediodía volví a la iglesia mayor y desde allí contemplé los últimos navíos cristianos que abandonaban el puerto, cargados hasta los topes. Pero ni siquiera un simple buque de la flota turca los atacaba ni hostilizaba. Las velas de los navíos fugitivos estaban hinchadas por el viento del norte, y en sus mástiles ondeaban los emblemas de numerosas naciones cristianas, como tributo a la moribunda Constantinopla.

—¡Lleváis noticias de muerte a la Cristiandad! —no pude por menos de gritar—. ¡Temblad, naciones occidentales! ¡Ahora os tocará a vosotras! ¿Es que no veis que lleváis la noche sobre Europa?

Ahora había soldados turcos por todas partes, y avanzando por la calle principal venía el brillante séquito del Sultán, escoltado por los tsaushes, los guardias de corps con sus arcos y los mensajeros haciendo sonar cencerros. Los caballos pisaban los cuerpos de los griegos que yacían en la calle, y muchachos de rizados cabellos, procedentes del harén del Sultán, rociaban con agua de rosas el camino que había de seguir su corcel. Mohamed desmontó ante las puertas de bronce, que ya habían sido forzadas. En su soberbio rostro juvenil se dibujaba una mueca de hastío, pero en sus ojos de dorado fulgor lucía una expresión triunfal, como yo no había visto nunca en hombre alguno. Ante su rostro, enjuto, de nariz estrecha y aquilina y de mentón puntiagudo, me sentía a la vez horrorizado y fascinado, tal como me ocurriera en los días en que vivía en su corte.

Cogió su martillo de hierro con la mano izquierda, se inclinó y tomando un puñado de tierra la derramó sobre su cabeza. Los jenízaros permanecían en reverente silencio porque creían que Mohamed se estaba humillando ante el único Dios. Pero yo pensaba que el Sultán se ofrendaba como hijo del polvo y con aquel gesto mostraba su respeto a la muerte.

Entró en el templo seguido de su séquito, entre cuyos numerosos miembros yo me hallaba mezclado. Sobre el pavimento del sagrado recinto yacían unos cuantos cadáveres ensangrentados y una turba de jenízaros se hallaba aún ocupada en el pillaje, destrozando imágenes, arrancando marcos de oro y plata y apilando todos los ornamentos del altar, paños y capas recamados de perlas. En medio de la nave, un jenízaro destrozaba las baldosas del suelo con su hacha, a la búsqueda, tal vez, de algún tesoro oculto.

El Sultán Mohamed se abalanzó sobre él, lo golpeó despiadadamente con su martillo y gritó con el rostro contraído por la ira:

—¡No toquéis lo que me pertenece! ¡Os lo he prometido todo, menos los edificios públicos!

Los camaradas del jenízaro se lo llevaron antes de que el Sultán acabase con él. Podría suponerse que la ilimitada cólera de Mohamed se debía a que sus subordinados se estaban haciendo demasiado ricos. Pero el Sultán no es de esa clase de hombres. No son los tesoros lo que desea, sino el poder absoluto.

Se quedó mirando el recinto sagrado, como si no pudiese creer que fuese tan grande y esplendoroso. Los jóvenes oficiales de su séquito no pudieron contenerse por más tiempo; uno de ellos mojó sus dedos en un charco de sangre, se agachó junto a la pared y dio un salto estampando en ella su mano tan alto como pudo alcanzarla. «¡Ésta es mi señal!», aulló. La roja impresión de sus dedos había quedado a tal altura, que habrían sido necesarios tres hombres, uno sobre los hombros del otro, para alcanzarla.

Entonces el Sultán Mohamed cogió el arco de uno de sus guardias de corps, lo tendió y disparó una flecha directamente a la enorme bóveda. «¡Ésta es la mía!», gritó; y luego, mirando alrededor, ordenó que echasen abajo el iconostasio para descubrir así el altar.

—Todos vosotros —ordenó el Sultán— gritad: «Mohamed, emir de los turcos e hijo de Murad, ha venido para dedicar la iglesia más grande de la Cristiandad al único Dios».

Los soldados, que se habían olvidado por un momento del saqueo y seguían al Sultán, gritaron todos a coro y el sonido de sus voces se expandió bajo la maravillosa bóveda. Luego se produjo una sorpresa: de detrás del altar fueron saliendo, uno detrás de otro, veinte obispos griegos, sacerdotes y monjes, todos vestidos de ceremonia y con los emblemas de la Iglesia.

Se aproximaron al Sultán, se arrodillaron ante él y se pusieron en sus manos. Entre ellos se encontraba Genadios.

Durante todo el asedio se había escondido en una de las cámaras secretas del templo.

Todos parecían obrar de común acuerdo con un trato secreto, y por ello puede explicarse la cólera del Sultán al ver a uno de sus hombres levantar el pavimento.

—Éstos son mis prisioneros —dijo a uno de los jenízaros—; se han entregado a mí. Que nadie los toque. En compensación os daré cien aspros por cada uno de estos elevados sacerdotes cristianos. Conducidlos a algún monasterio que ellos mismos elijan y ponedlos bajo la protección de los tsaushes.

Los obispos y sacerdotes declararon al unísono:

—¡Escogemos el Pantocrátor!

En aquel momento los derviches y doctores al servicio del Sultán recordaron a éste que era la hora de la plegaria del mediodía. Mohamed mandó entonces que le trajeran agua e hizo rápidamente sus abluciones, mientras los jenízaros conducían fuera a los cristianos. Entonces se descalzó, caminó hacia el altar, holló la cruz bajo sus pies, volvió el rostro hacia Oriente y comenzó a orar. Su séquito y todos los soldados se postraron y apoyando la frente en el suelo dedicaron a Alá la iglesia más gloriosa de la cristiandad.

Después de las plegarias, Mohamed ordenó a sus derviches que se encargaran de que el templo fuese lavado con agua de rosas para quitarle todas las impurezas cristianas.

Cuando cruzaba el amplio recinto para salir, me acerqué al Sultán y nadie me lo impidió. Quedé frente a él sin decir palabra y él me reconoció. Su rostro palideció y mirando alrededor, exclamó:

—Angel, ¿has venido ya por mí? —Luego de recobrarse, ordenó a sus acompañantes—: ¡No lo toquéis! —Tras lo cual se acercó a mí, me tocó la cara, rió y exclamó—: ¡Todavía vives, incorruptible! ¿Crees ahora que las iglesias de tu Papa serán los establos de mis caballos?

—Lo sabías mejor que yo —respondí—. No fue voluntad de Dios que perdiese la vida en las murallas de mi ciudad. Manda ahora que me corten la cabeza para que de ese modo tu victoria pueda ser completa.

Sonrió y dijo:

—¡Paciencia, Ángel! Cada cosa a su tiempo.

Sin ocuparse más de mí, se dispuso a abandonar el templo. Seguí a su séquito para estar cerca de él, pues mi anhelo de morir era mayor que cualquier otro que antes hubiera experimentado. Muchos de los miembros del séquito del Sultán me conocían, pero nadie me dirigió la palabra.

Mientras tanto, fueron llevados a la iglesia el megaduque Notaras y un grupo de nobles griegos prisioneros, quienes se arrodillaron ante Mohamed. Éste les habló severamente y les preguntó por qué habían ofrecido tan obstinada resistencia, causando con ello un daño irreparable a la ciudad y pérdidas a las tropas del Sultán.

Notaras miraba silenciosamente al gran visir Khalil, quien permanecía a la diestra del Sultán con expresión de pesadumbre, pues éste lo llevaba consigo a todas partes para mostrarle cuán absoluta había sido su victoria.

—Habla libremente —le dijo el Sultán al megaduque.

—¿Podríamos obrar de otro modo cuando en tu propio campo, y aun entre tus más íntimos consejeros, había quienes nos conminaban a resistir? —respondió Notaras en tono de resentimiento y dirigiendo una mirada acusadora a Khalil.

Mohamed se volvió hacia su visir y cogiéndolo con fuerza por la larga barba comenzó a zarandearlo.

—¡Conozco tu debilidad por los griegos! —gritó de forma que lo oyesen los jenízaros—. Pero seré misericordioso contigo y no ordenaré que te decapiten, aunque te lo mereces, pues has servido fielmente como gran visir a las órdenes de mi padre. Sin embargo, no quiero volver a verte. Ocúltate como mendigo en los más remotos confines de mi imperio, de igual manera que, como mendigo, se presentó antaño tu abuelo en presencia del Sultán.

El repentino pronunciamiento de la sentencia resultaba atrevido, pero hacía años que Mohamed deseaba la llegada de ese momento, tanto o más que conquistar Constantinopla. Los jóvenes oficiales de su séquito comenzaron a denostar a Khalil, y, tras vacilar un instante, los jenízaros se unieron a las imprecaciones de aquéllos. Observando detenidamente a quienes lo rodeaban, el Sultán señaló entonces a otros dos ancianos que no querían condescender a aplaudir su justa sentencia.

—¡Idos con Khalil! —ordenó.

Los tsaushes se adelantaron y arrancaron los caftanes de ambos viejos, quienes, semidesnudos y vituperándose mutuamente, siguieron a Khalil en su senda de humillación. Los jenízaros rivalizaban en improperios y les arrojaban terrones empapados en sangre.

Cuando se hubieron marchado, el Sultán volvió de nuevo a los prisioneros griegos y preguntó:

—¿Dónde está vuestro Emperador? ¿Qué sabéis de él?

Los griegos se miraron unos a otros y negaron con la cabeza.

El Sultán, fingiendo asombro, se mofó.

—¿Cómo es posible? ¿No combatisteis a su lado?

Algunos de los senadores inclinaron la cabeza, avergonzados, pero Lucas Notaras respondió, desafiante:

—El Emperador Constantino traicionó nuestra fe y nos vendió al Papa y a los latinos. Por esta razón no lo reconocemos como nuestro Emperador y preferimos servirte.

El Sultán ordenó que se proclamase por toda la ciudad la orden de que el cuerpo del Emperador tenía que ser hallado, si había caído en el campo de batalla. Prometió una recompensa a quien lo encontrase y también a aquel que pudiese demostrar que había sido el causante de su muerte. Los mensajeros no tuvieron necesidad de salir a transmitir las órdenes, pues casi al punto se presentaron ante el Sultán dos jenízaros, cada uno de los cuales juró por Alá y su propia barba haber sido el único en haber dado el rematado al Emperador. Ambos comenzaron a discutir acaloradamente y Mohamed les ordenó que fuesen a buscar el cuerpo.

Una vez que los dos hombres se hubieron marchado, el Sultán continuó hablando afablemente a los griegos, prometiéndoles oro y tierras, y dijo que quería poner el gobierno de la ciudad en sus manos, puesto que se hallaban capacitados para la tarea y eran hombres de fiar. Pidió también el nombre de otros que pudieran serles útiles para rescatarlos cuanto antes de sus raptores.

Lucas Notaras mencionó unos treinta nombres, y otros griegos, después de consultarse, añadieron los de sus amigos. No pude contenerme por más tiempo y acercándome a Notaras le grité:

—¡Loco traidor! ¿A cuántos quieres hacer partícipes de tu propia destrucción?

—Una política flexible no es traición —respondió Notaras, colérico por mi presencia—. Es el único recurso de un pueblo cuando se halla en una necesidad extrema y si he manchado mis manos ha sido a causa de mi pueblo. Alguien tenía que hacerlo. Quizá se necesita más valor para llevar a cabo esta empresa que para ofrendar la propia vida. No me conocéis lo bastante para juzgarme.

—¡Vuestra hija os conoció y os juzgó! —repliqué—. Vuestros hombres la asesinaron en Kerkoporta cuando trataba de limpiar vuestro nombre y fama de la mácula de la traición.

Notaras palideció horrorizado. Después exclamó con amargura:

—No tengo hija, ¡nunca tuve una hija! Sólo tengo dos hijos. ¿Qué es ese desatino de Kerkoporta? —Miró con ojos suplicantes al Sultán y a sus paisanos, quienes se apartaron de él. Luego, con un gran esfuerzo logró dominar su agitación. Sonrió, aunque las comisuras de su boca temblaban, y apeló al Sultán—: Este hombre, tu enviado, te ha estado engañando. Puedo testimoniar que en frecuentes ocasiones le pedí en vano que colaborase con tu causa. Pero por negro orgullo y ambición rechazó mi ayuda, prefiriendo hacer su juego y ganando tu favor a mi costa. No sé lo que puede haber hecho por ti, pero no puede haber sido mucho. Era amigo de Giustiniani y de los latinos. Dios es testigo de que te he sido bastante más útil que él y te he servido incomparablemente mejor.

Mohamed sonrió fríamente, me señaló con un dedo y dijo:

—¡Incorruptible, ten paciencia! —Dio una orden a su tesorero, volvióse a los griegos y dijo—: Id con mi tesorero a buscar entre los prisioneros, en el campamento y a bordo de los barcos, a los hombres que habéis nombrado. Muchos pueden haberse disfrazado para ocultar su rango y no darían un paso adelante si mi tesorero fuese solo para preguntar por ellos. Pero a vosotros os reconocerán. Compradlos de nuevo a los mercaderes de esclavos y soldados. Los considero tan importantes para mis planes que os permito pagar hasta mil aspros por cada uno de ellos.

Los griegos estaban sumamente complacidos ante esta muestra de favor y acompañaron de buen grado al tesorero, conversando animadamente entre ellos y distribuyéndose ya los cargos más provechosos de la ciudad. Pero Mohamed me miró con una sonrisa, sabiendo que yo leía en su corazón. Notaras fue escoltado de nuevo hasta su palacio, con los amables votos del Sultán para el pronto restablecimiento de su esposa.

Sin dedicarme otra mirada, montó a caballo con su séquito, dirigiéndose a su campamento para la conmemoración de la victoria. Lo seguí hasta el palacio de Blaquernae. Allí se detuvo para visitar las salas que los venecianos habían devastado y saqueado a su antojo y declaró en voz alta a su séquito: «Las lechuzas ululan entre las columnas de Efrasiab. Las arañas montan guardia ante la puerta del Emperador».

Volví entonces a Kerkoporta y enterré el cuerpo de Ana Notaras en un gran boquete que una bala de cañón había abierto en la muralla. Mi desgraciada esposa no podía tener una tumba más honrosa.

En esta ciudad, entregada ahora a la embriaguez de la sangre y el pillaje, la vida humana tenía menos valor e importancia de lo que nunca había imaginado. Tan pronto como el Sultán hubo partido, los turcos comenzaron a exterminarse mutuamente, con toda naturalidad, en su lucha por las esclavas. Ignorantes derviches apresados por el frenesí religioso mutilaban con sus cuchillos a muchos esclavos que se negaban a reconocer al Profeta.

Caminaba yo a través de este espantoso caos, insensible debido a mi pesadumbre, pero nadie se me acercó. Sin rumbo fijo, dejaba que me guiase el azar, pues mi destino era ver todo cuanto tenía que acontecer. Pero hay un límite para lo que un hombre puede soportar, superado el cual todos los sentidos quedan despiadadamente embotados; los ojos ven, pero nada perciben… Del mismo modo, ya nada hería mi corazón.

Seguí adelante. De los cobertizos donde los griegos y latinos habían estado tendidos en sus yacijas de paja empapada en sangre, todos los cristianos habían sido arrastrados fuera y decapitados; sus cuerpos sin vida se amontonaban junto a las puertas. Los heridos turcos ocupaban ahora sus puestos, y sus gritos, la pestilencia que despedían y su desvalimiento eran en todo semejantes a los de los cristianos. Gemían y se lamentaban demandando agua en diversos idiomas, o imploraban a sus camaradas que pusieran fin a sus tormentos.

Los heridos estaban atendidos por un puñado de cirujanos turcos, derviches y monjas griegas que habían sido hechas esclavas y forzadas a su inmundo cometido, puesto que, debido a su edad y aspecto, carecían ya de encantos para los conquistadores. Cierto número de tsaushes guardaban el orden y evitaban que los turcos robasen a sus propios heridos.

Entre las monjas reconocí a Khariklea, con su hábito reducido a jirones y toda ella magullada. Tenía el rostro hinchado de tanto llorar. Arrodillada, sostenía entre las manos el rostro de un bello anatolio con el cuerpo cubierto de sangre.

—¡Khariklea! —exclamé—. ¡Estás viva! ¿Qué haces aquí?

Me miró como si fuese la cosa más natural del mundo el que me encontrase a su lado y replicó:

—Este turco impío me tiene cogida y no me deja que me marche. No entiendo lo que dice… —Suspirando, añadió—: ¡Es tan joven y bello que no he tenido valor de retirar mi mano de las suyas! Ya pronto morirá…

Con su mano libre secó el sudor que perlaba las sienes del herido y acarició su infantil y redonda mejilla; el rostro del muchacho, que había estado contraído por la agonía, adquirió una serena expresión.

Khariklea se echó a llorar y suspiró llena de compasión:

—El pobre muchacho ni siquiera ha participado del saqueo, aunque bien lo ha merecido. ¡Luchó con tanto valor! Está cubierto de heridas y no hay manera de detener la hemorragia. Podría haber encontrado tesoros, dinero y bellas jóvenes, pero en vez de ello su único galardón es mi vieja mano sarmentosa…

El herido abrió sus ojos, dirigió una mirada hacia nosotros y murmuró débilmente algo en turco.

—¿Qué dice? —preguntó Khariklea, impelida por su inveterada curiosidad.

—Dice que Dios es Dios —traduje, sin mencionar a Alá para no lastimar a la monja—. Pregunta si se ha hecho acreedor del paraíso.

Un derviche que pasaba, envuelto en su maloliente piel de cabra, se detuvo, se inclinó sobre el moribundo y le recitó aquellos versículos del Corán que hablan de los claros y frescos arroyos del paraíso, de los árboles de perennes frutas y de las virginales huríes. El muchacho sonrió débilmente y cuando el derviche se hubo marchado, dijo por dos veces y con quebrada voz:

—¡Madre! ¡Madre!

—¿Qué dice ahora? —preguntó Khariklea.

—Cree que tú eres su madre —le expliqué.

Khariklea lloró de nuevo y exclamó:

—Nunca tuve un hijo, pues a ningún hombre interesé. Pero si este joven moribundo cree esto, no veo la necesidad de desengañarlo y seguramente que ello no es pecado.

Besó la mano del muchacho, oprimió sus mejillas contra las de él, y en una voz sorprendentemente dulce comenzó a murmurarle acariciadoras palabras al oído, como si en medio de aquella devastación quisiera vaciar del todo la ternura que yacía enterrada en lo más hondo de su corazón. El muchacho apretó con fuerza la nudosa mano de Khariklea y, cerrando los ojos, jadeó con penosa dificultad.

Entonces recordé algo, y, sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, me encaminé directamente al monasterio de Pantocrátor. Tenía que asegurarme de algo… tenía que verlo con mis propios ojos.

Con los destrozados iconos los turcos habían encendido una hoguera en el jardín del claustro y estaban cocinando tranquilamente su comida. Pasé junto a ellos, me dirigí al estanque, cogí una redecilla y no tardé en apresar uno de los tantos peces, viscosos de limo. Al sacarlo del agua advertí que se encendía como un tizón. Las escamas lanzaban destellos bajo los rayos del sol poniente, como el monje Genadios había predicho.

Luego cayeron las sombras. Se enseñoreaba la noche de las bestias salvajes. Con la cabeza dándome vueltas, volví a casa y me senté a escribir.