28 de mayo de 1453
El enemigo ha estado hoy verificando los preparativos de su asalto. A través de la oscuridad podía percibirse un sordo e ininterrumpido murmullo cuando adelantaban sus escalas de asalto, tablones y puentes. Las hogueras de su campamento estuvieron encendidas poco tiempo, pues se apagaron cuando el Sultán concedió a sus hombres unas pocas horas de descanso antes de iniciar el ataque.
¿Cómo puedo dormir en una noche como ésta? Un hormiguero de voluntarios se ha ocupado en el último momento de transportar, desde el centro de la ciudad, piedras y tierra a las brechas. En consecuencia, Giustiniani ha concedido también descanso a sus hombres. Hoy y mañana todos necesitaremos emplear hasta la última onza de nuestro esfuerzo. Pero ¿cómo puedo dormir yo en el lecho de muerte de mi ciudad?
Hoy no ha habido restricción de leña y vituallas. El Emperador ha ordenado que se vaciaran todos los depósitos y ha sido distribuido cuanto quedaba; hasta los latinos han recibido su parte.
Es extraño sentir que ésta será mi última noche, la noche que he estado esperando, la noche para la cual toda mi vida no ha sido sino una preparación. No me conozco lo bastante, pero espero que no me falte valor. Estas últimas semanas me han servido para aprender que la muerte no es tan penosa.
Esta noche me encuentro sumiso, tranquilo, silencioso. Más feliz que nunca.
Quizás esté mal sentirse feliz en una noche como ésta, pero, en lo que a mí respecta, ni reprocho ni juzgo a nadie. Miro con indiferencia cómo los venecianos saquean los almacenes del Emperador y llevan a sus navíos barcas repletas de tapices, alfombras, plata y toda clase de objetos de valor. No reprocho al rico, al noble y al sensato que a última hora pone a salvo su vida y la de los suyos comprando un pasaje a bordo de los navíos.
Cada uno actúa según su conciencia. Lucas Notaras y Genadios también. Y el Emperador Constantino. Y Giustiniani.
Los hermanos Guacchardi echan suertes, cantan canciones de amor y beben con moderación en la única torre que aún queda en pie, junto a la puerta Kharisios.
¡Cuán bella, serena y decisiva es esta hora! Jamás fue el papel tan suave y puro bajo mis dedos; nunca la tinta brilló con tanta negrura. De esta manera contempla el moribundo por última vez la vanidad de la vida.
¿Por qué soy tan feliz? ¿Por qué le sonrío a la muerte esta noche?
Esta mañana muy temprano me dirigí a ver a Giustiniani. Aún dormía en su casamata bajo la gran muralla, aunque el lugar temblaba con el primer bombardeo del día. Estaba armado de todas las armas y a su lado se hallaba tendido un joven griego de brillante coraza. Supuse que era uno de los nobles que el Emperador había prometido a Giustiniani como refuerzo, y que se habían juramentado para ir al encuentro de la muerte en la puerta de San Romano.
El muchacho se despertó, bostezó y se restregó los ojos, luego se incorporó y se alisó el cabello. Me lanzó una mirada altanera y lo tomé por uno de los hijos de Notaras. Se parecía a su padre. Sentí algo de envidia por el favor que Giustiniani le demostraba y evité por ello su mirada. Casi al momento se despertó el genovés.
—Confiaba en que no buscaseis placer a la vieja usanza italiana, Giustiniani —dije en tono de broma—. ¿Acaso ya no quedan mujeres en la ciudad?
Giustiniani se echó a reír, revolvió el cabello del muchacho y le dio una palmada en el trasero.
—Arriba, gandul, y cumple con tu obligación —dijo.
El joven se puso en pie; mirándome de soslayo, alcanzó una jarra de vino y llenó un vaso que ofreció a Giustiniani al tiempo que doblaba la rodilla.
—Si os vierais en un aprieto —me mofé—, este muchacho no podría siquiera guardaros el trasero; es demasiado canijo. Y más parece vestido para un desfile que para la batalla. Despedidle y dejad que ocupe yo su puesto. El bailío ya no me necesita en Blaquernae.
Giustiniani sacudió su cabeza de toro y lanzó una carcajada.
—¿Estáis ciego, acaso? —preguntó—. ¿No reconocéis a este noble joven?
Al momento se abrieron mis ojos en expresión de asombro al posarse sobre la cadena de mando de Giustiniani que pendía de su cuello.
—¡Santo Dios! —exclamé sintiendo una conmoción interior—. ¿Eres tú, Ana?, ¿cómo es que estás aquí?
Giustiniani respondió por ella:
—Vino ayer y se puso bajo mi protección. Los centinelas la dejaron pasar, pues llevaba mi insignia de mando. Pero a vos os toca decidir qué debemos hacer con ella.
Miré fijamente a Giustiniani, quien se persignó tres veces y juró por los clavos de Cristo que había pasado la noche castamente y que su honor no le permitiría, por nada del mundo, acercarse impúdicamente a la mujer de un amigo.
—Aunque debo admitir que la tentación fue grande —dijo—. Pero estos días he dormido poco y combatido demasiado para pensar en una mujer. Hay un tiempo para todo.
—Hablando como lo haría un soldado a otro —intervino Ana—, ahora entiendo a la Doncella de Francia; debe de usar pantalones para sentirse más a salvo entre los hombres cuando éstos pelean.
Ana rodeó mi cuello con sus manos, me besó en ambas mejillas, oprimió su cabeza contra mi pecho y dijo con un sollozo:
—¿Tan fea estoy que no me has reconocido? Me vi obligada a cortarme el cabello para ponerme el yelmo…
Descansaba en mis brazos. Estaba junto a mí y ya no me odiaba.
—¿Por qué abandonaste a tu padre? —pregunté—. ¿Eras tú quien puso su mano en la mía la noche que se iluminó la catedral?
Giustiniani carraspeó, se frotó el costado falso de la coraza y dijo:
—Debo irme a inspeccionar la guardia. Comed y bebed lo que podáis encontrar. Y si acaso queréis dar rienda suelta a vuestro afecto a pesar de los disparos de los cañones, podéis cerrar la puerta.
Se marchó, cerrando la puerta tras de sí. Por la expresión de su rostro me di cuenta de que se sentía atraído por Ana y celoso de mí. Ana me dirigió una mirada intencionada, pero a mí me faltaba el valor suficiente para cerrar la puerta. Con aire ausente, fue ella quien corrió el cerrojo.
—Amado mío —dijo— ¿puedes acaso perdonarme por haber sido tan terca y egoísta y no haberte comprendido?
—Amada mía —respondí—. Perdóname tú por no ser el hombre que esperabas que fuese. Pero no puedes permanecer aquí —añadí con el corazón angustiado—. Debes volver junto a tu padre. Allí estarás más a salvo que cualquiera en la ciudad. Cuando el Sultán tome la ciudad espero que te tome bajo su protección.
—Sin duda que lo hará —dijo—. He oído que lo primero que hará el Sultán será enviarnos tsaushes para custodiarnos. Pero también sé el porqué, y debido a ello no quiero volver.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté lleno de sombríos presentimientos.
Se acercó a mí, puso sus manos en mis hombros y me miró con la más profunda gravedad.
—No preguntes —dijo—. Soy la hija de mi padre. No puedo traicionarlo. ¿No es bastante que haya venido a ti, que haya sacrificado mi cabello y tomado la armadura de mi hermano para morir a tu lado en la muralla, puesto que tal es la voluntad de Dios?
—No morirás —dije—. No debes morir. No debes intentarlo. Tanto tu determinación como tu disfraz son ultrajantes.
—No es la primera vez en este milenio que una mujer ha empuñado una espada en defensa de nuestra ciudad. Lo sabes muy bien. Hasta una emperatriz hizo que le diesen una armadura cuando cayó su esposo.
—Tú no puedes —dije—. El primer turco con que tropezaras te cortaría la cabeza… ¿De qué serviría?
Me miró con mortal seriedad y replicó:
—¿Y de que sirve toda nuestra resistencia? El Sultán vencerá. La muralla está derrumbándose. Ellos son demasiados y nosotros demasiado pocos. Mañana, antes de que amanezca miles de seres morirán en vano. Si tú no creyeras que ha de servir para algo, no estarías aquí. ¡Déjame que piense como tú! —Me estrujó los brazos; su rostro estaba pálido bajo el corto y enmarañado cabello—. Soy tu mujer —continuó—. Puede no haber futuro para nosotros, pero al menos tengo el derecho a morir contigo. Es a ti a quien amo; ¿qué podría significar la vida para mí si tú cayeras? Prefiero ganar la corona del martirio.
Encima de nuestras cabezas un gran proyectil fue a estrellarse en algún lugar de la muralla y oímos el crujido de la mampostería destrozada. Del techo se desprendió cal y arena.
Ana alzó su rostro hacia el mío, cruzó los brazos y dijo:
—Mi decisión está tomada. —Con manos inhábiles por la falta de costumbre, comenzó a soltar las hebillas de las correas de su arnés; luego, riendo, agregó—: Querido, ayúdame con estos terribles ganchos de la cintura. Sería extraño que no lo hubiese inventado un hombre.
Mi garganta estaba seca al decirle:
—Puedes dar gracias a tus hados que no vistas una verdadera armadura de caballero. Tienen tantos cerrojos ocultos y su acero es tan duro, que resulta imposible herir a quien la lleve aun cuando haya sido derribado de su caballo y yazga indefenso en el suelo. En Varna, ni con la ayuda de almádenas podían los turcos abrir las armaduras de algunos caballeros.
—¡Cuánto sabes! —dijo con voz acariciadora—. ¡Cuánto has visto! Pero las mujeres también tienen su armadura y ni el hombre más fuerte puede traspasarla si ella no quiere. Eso es algo que los turcos descubrirán muy pronto, aunque no creo que sean muchas las mujeres dispuestas a ello.
—Sólo tú —dije; y mi voz tembló—. Sólo tú, Ana Notaras.
Consciente de su belleza se volvió y emergió de la armadura, ágil como un muchacho.
—Con el cabello corto pareces un bello adolescente —dije—. Estás más encantadora que nunca.
—No soy un muchacho —declaró con ternura—. ¿Te convences ahora? —Una nueva descarga de artillería hizo estremecer la muralla. Ella pasó sus brazos alrededor de mi cuello y dijo—: No temo a las armas, amado mío. Mi boca es un fresco manantial; ¡bebe! Mi cuerpo es para ti; ¡come! Disfruta de mí como yo disfruto de ti. El hilo que nos ata a la vida es cada vez más delgado, y el final ya está muy cerca. La muerte es muy larga y el amor sin cuerpo apenas si es amor.
Quizá sus palabras fuesen pecaminosas, pero en ese momento en que la muerte se cernía sobre nosotros, estaban cargadas de verdad.
—Mi único manantial —susurré—. Mi único pan. El hombre necesita del agua y del pan para vivir.
Pero el amor que sentíamos el uno por el otro era como la sal; nos ardía en los labios y acrecentaba nuestra sed. Nos abrazamos estremecidos de deseo. En esa cámara de piedra llena de olor a humedad, a cuero, a aceite rancio, vino, pólvora y ropa impregnada de sudor, nos estrechamos el uno en brazos del otro mientras sobre nosotros, poco a poco, la muerte convertía en polvo las murallas. Pero nuestro amor no era solamente físico y cada vez que contemplaba su rostro o la miraba a los ojos —cándidos, puros, sinceros—, era como si pudiera ver a través de ellos y de todas las cosas temporales.
—Un día volveré, amor mío —susurré—. Un día volveré para quitar los grilletes del tiempo y el espacio y encontrarte ora vez. Por mucho que cambie en la gente, los nombres y los lugares, desde las ruinas de estos mismos muros tus ojos me mirarán un día como flores de terciopelo. Y tú, sin importarte a quién pertenezcas, te sacudirás el polvo con la mano, me tocarás a través del tiempo en la mejilla y me encontrarás de nuevo.
Ella sonrió y comenzó a acariciarme la nuca y los hombros, mientras por su rostro corrían lágrimas de pasión.
—Amado mío —dijo—. Tal vez no haya nada después de la muerte. Tal vez sólo exista esta hora. Si así fuese, sería bastante. Soy feliz. Estoy colmada de ti. Soy tú. Morir en tus brazos resulta dulce y sencillo. —Miró alrededor de la cámara apenas iluminada por la tenue luz de una lámpara, y agregó—: Cuán maravilloso. Nunca ha existido nada tan maravilloso como esto.
Con la cabeza apoyada sobre su tibio y desnudo hombro, me pregunté cómo podría confesarle mi secreto. Aun cuando parecía inútil e irrelevante, decidí que no podía ocultarlo por más tiempo, y dije:
—Amada mía. Cuando vine al mundo, mi madre aferraba un trozo de pórfido en su mano. Nací, pues, con botas de púrpura. Quiero contártelo ahora, que ya no tiene importancia alguna.
Se recostó sobre un codo y me miró atentamente a los ojos.
—Sí —repetí—. Nací con botas de púrpura. Mi padre era hermanastro del viejo Emperador Manuel. El Emperador Juan era mi abuelo. Ya sabes, el hombre que fue a Roma y Avignon, abjuró de su antigua religión y reconoció al Papa, aunque sin comprender ni a su pueblo ni a su Iglesia. Lo hizo así para inducir al Papa a casarlo secretamente con una dama veneciana a la que amaba. Tenía entonces cuarenta años. La Señoría pagó sus deudas y le devolvió la corona bizantina de brillantes que él había empeñado. El Papa y Venecia le prometieron también el apoyo de Occidente y una cruzada. Pero su hijo Andrónico, así como el hijo de éste, lo traicionaron y se rebelaron.
»Cuando las naciones de Occidente lo abandonaron se vio forzado a pactar con el Sultán y reconocer a su hijo Manuel como heredero, aunque, de hecho, mi padre era el único sucesor legal. En consecuencia, Manuel envió a sus esbirros para dejarlo ciego. Después de esto, mi padre ya no deseaba vivir. Se arrojó al precipicio que hay detrás del palacio papal de Avignon. El orfebre a quien había confiado sus documentos y dinero me engañó tras su muerte. No volví a Avignon hasta que emprendí la cruzada, y fue para hundir mi daga en el cuello de aquel trapacero. Aún tenía los papeles que probaban que yo era hijo legítimo. Según tengo entendido, tanto la Curia como la Señoría de Venecia han perdido mi rastro. Soy el basilio, pero no deseo el poder. El poder no es para mí, pero tengo derecho a morir en las murallas de mi ciudad. ¿Comprendes ahora por qué debo cumplir con mi destino?
Seguía mirándome con infinito asombro y dejó resbalar las yemas de sus dedos por mi rostro. Últimamente no había cuidado de afeitarme para no ser reconocido, y a decir verdad mi barba había crecido bastante.
—¿Crees ahora que cada cosa tiene su designio? —continué—. Debía encontrarte, y también a tu padre, para rechazar la tentación final. Tan pronto como Constantinopla proclamó la unión, habría podido darme a conocer y encabezar una revuelta con la ayuda de tu padre, entregando la ciudad al Sultán y reinando aquí como Emperador-vasallo. Pero ¿habría sido esto digno de mi nacimiento?
—Si lo que dices es verdad —dijo acongojada—, entonces te reconocí por el retrato del Emperador Manuel. También te pareces a Constantino. Ahora que me lo has dicho, resulta extraño que nadie más se haya dado cuenta del parecido.
—Mi criado Manuel lo advirtió en seguida —dije—. La sangre es una cosa misteriosa; vuelve a su cuna… Cuando me reintegré a la Iglesia de mis padres, fue también el apóstata Juan quien, en mí, obtuvo su parte en los sagrados misterios. Mi destino comporta una múltiple reconciliación.
—El basilio Giovanni Angelos —dijo Ana—, del linaje de los Paleólogos. Y Ana Notaras, la hija del megaduque Notaras… En verdad que es mucho lo que acabará reconciliándose cuando nuestros destinos se cumplan… No creo en nada. No creo que tú vuelvas, ni creo que nada permanezca. Creo en el parecido que me atrajo hacia ti sin yo darme cuenta. Era la sangre imperial que corría por tus venas lo que reconocí y no el hombre a quien había encontrado en una vida anterior, por lo que al mirarlo a los ojos lo reconocí en seguida. ¡Ah! ¿Por qué me contaste lo que me has contado? ¿Por qué has arrancado de mí una fe que podría haberme servido de consuelo en la muerte?
—Pensé que ello halagaría tu vanidad femenina —dije aturdido por la aflicción—. Nuestras familias son iguales por cuna. Al escogerme no te rebajaste en absoluto.
—¿Qué me importan la cuna y la alcurnia? —respondió con vehemencia—. Eres tú quien me importa. Pero te agradezco tu regalo de boda. Te agradezco la invisible corona. Soy, pues, la emperatriz, si ello te place. Soy todo lo que pueda complacerte.
Se incorporó de repente, alzó orgullosamente la cabeza y gritó:
¡Sé, pues, ángel o basilio, lo que prefieras! ¡Adórnate con tu invisible e inexistente gloria! ¡Yo soy una mujer y sólo una mujer! Y tú no tienes nada que ofrecerme…, ni hogar, ni hijos, ni una noche en la cual, cuando mis cabellos ya sean blancos, pueda oír tu respiración tranquila a mi lado. Entonces podría tocarte, besar tu boca con mis labios arrugados y con eso me bastaría para ser feliz. Pero tu anhelo de honor y gloria me niega esa posibilidad. ¿Qué sentido tiene morir por una causa perdida? ¿Quién va a agradecértelo? ¿Quién recordará siquiera que yacías en medio de tu propia sangre con el rostro mordiendo el polvo? Tu sacrificio es tan inútil que haría llorar a cualquier mujer.
Los sollozos la sacudían mientras hablaba y alzaba la voz; luego rompió en amargo llanto, y abalanzándose sobre mí me abrazó y besó apasionadamente.
—¡Perdóname! —suplicó—. Me había prometido a mí misma que no te atormentaría, pero soy débil. ¡Es a ti a quien quiero! Aunque fueras un mendigo o un traidor, o despreciado por todo el mundo, te amaría igualmente, pues podría vivir contigo. Tal vez estuviese descontenta y te hiriera a menudo, pero aun así no dejaría de amarte. Perdóname.
Nuestras lágrimas se mezclaron y bebí la sal de sus mejillas y boca. La futilidad de todas las cosas abrasaba mi corazón como un hierro candente. En ese momento dudaba de mí mismo y vacilaba. Era mi última tentación, más penosa aún de soportar, más difícil de vencer que la que había sentido en la Columna de Constantino. Los navíos de Giustiniani están en el puerto dispuestos a zarpar en cuanto sea necesario. Ni los centenares de barcos turcos podrían impedir que rompiesen el cerco si mañana el viento fuese favorable.
Antes del crepúsculo, Giustiniani llamó a la puerta. Descorrí el cerrojo y entró procurando contener cualquier mirada indiscreta.
—Todo está en calma entre los turcos —dijo—. Su silencio es más horrible que el estrépito y los bombardeos. El Sultán los ha dividido en compañías de mil y ha designado a cada una su hora de ataque. Habló a los hombres, pero no del Islam, sino del botín más colosal de todos los tiempos. De los tesoros que guardan nuestros palacios, de los recipientes y ornamentos sagrados de las iglesias, las perlas y piedras preciosas. Les ha dicho que pueden saquearlo todo a discreción. Para él sólo reclama las murallas y los edificios públicos. Los turcos han cortado una enorme cantidad de tela para banderolas de sus lanzas, de forma que cada uno pueda plantar su insignia de propiedad en una casa. Los derviches que saben escribir han cubierto estos estandartes con todos los caracteres y monogramas del Islam, lo cual les ha dado más trabajo que afilar los alfanjes y construir las escalas de asalto.
Giustiniani se ha hecho arreglar la barba, tiñéndola y adornándola con trencillas de hilo de oro. Su coraza reluce y ha recompuesto sus abolladuras. Olía a ungüentos fragantes y su aspecto era espléndido e impresionante.
—¿No venís todos a la iglesia, hijitos míos? —preguntó—. Los turcos están disfrutando de su primer sueño antes del asalto. Todo cuanto su artillería pueda derribar hasta entonces lo repararán mis hombres, de modo que daos prisa y vestíos decentemente, para que podáis hacer vuestra última comunión como las demás personas honestas.
Cabalgamos juntos hacia la iglesia. El día se desvanecía tras el campamento turco derramando el último destello sangriento sobre las verdes cúpulas de las iglesias. El Emperador Constantino llegó al gran edificio en compañía de todos sus cortesanos, senadores y arcontes, en el orden prescrito por el ceremonial, y cada uno ataviado con las galas acordes a su respectivo rango y cargo. Sin que nadie me lo dijese, supe que era la última vez que una sentenciada Bizancio se congregaba para ofrecerse a la muerte.
El bailío veneciano, el Consejo de los Doce y los nobles venecianos se hallaban vestidos también de ceremonial. Los que vinieron de los baluartes llevaban reluciente coraza en vez de las sedas y rasos. Los oficiales de Giustiniani se agrupaban alrededor de éste. Luego vinieron los griegos de Constantinopla en masa para colmar la santa iglesia de Justiniano. En esta hora póstuma acudieron también varios centenares de sacerdotes y monjes, desafiando la interdicción. En presencia de la muerte, toda querella, recelo y odio desaparecía. Todos por igual inclinaban la cabeza ante el inescrutable misterio y de acuerdo con su propia conciencia.
Cientos de velas ardían produciendo una luz tan brillante como la del día. Dulces, aunque poderosas e inefablemente tristes, las efigies de mosaico tendían su mirada desde la áurea paredes. Cuando los himnos sagrados se elevaron al cielo en inmaculada y angélica armonía, hasta los abotargados ojos de Giustiniani se llenaron de lágrimas, que él procedió a secar con ambas manos. Muchos hombres sollozaban.
En presencia de todos nosotros, el Emperador confesó sus pecados con palabras que los siglos han santificado. Los latinos se unieron a él en sus plegarias. El Credo fue recitado por el Metropolitano griego, quien omitió las ofensivas palabras «en su único Hijo». El obispo Leonardo repitió el Credo para los latinos. Los griegos en ningún momento mencionaron al Papa en sus oraciones. Los latinos, por el contrario, lo incluyeron en ellas. Pero esa noche a nadie parecía molestarle tales diferencias. Todos procedían como por acuerdo tácito.
Había tanta gente en el templo que el pan no alcanzaba para todos. Pero cada uno impartió con su vecino el trozo recibido, de forma que todos pudieron conseguir al menos una migaja del sagrado cuerpo de Cristo. Que el pan tuviese o no tuviese levadura, poco importaba ahora.
Durante el oficio, que duró varias horas, todos nos hallábamos embargados por un éxtasis intenso, el más maravilloso de cuantos conocí en iglesia alguna. Ana y yo permanecimos juntos, con las manos entrelazadas. Sentía el corazón y el cuerpo tan ligeros que por un instante creí que podría flotar. Sus ojos, sus pardos ojos, estaban fijos en mí, irradiando un fulgor que parecía sagrado. Ausentes del calor humano y la presencia corporal, su esplendor se me antojaba el de la luz de la eternidad, tan cándida y entrañablemente conocida, tal como un día volvería a verla de nuevo.
Terminado el oficio religioso, el Emperador dirigió la palabra a su pueblo con temblorosa voz:
—Los turcos disponen de sus cañones y de su gran ejército, pero nosotros tenemos a Dios y a nuestro Redentor. No perdamos, pues la esperanza.
Abrazó a cada uno de sus amigos, pidiéndoles perdón por cualquier agravio que les hubiese podido inferir. Abrazó también a los que estaban más cerca, aunque pertenecieran al pueblo llano, los besó y les pidió igualmente perdón. Su ejemplo indujo incluso a los latinos a abrazarse y hasta el bailío veneciano, con lágrimas en los ojos, imploró a Giustiniani que le perdonase sus ruines pensamientos. Venecianos y genoveses se abrazaron, prometiéndose unos a otros que combatirían valientemente y sólo rivalizarían en la búsqueda de gloria. Creo que en esta ocasión eran sinceros. Cuando abandonamos la iglesia había anochecido; en todas las casas ardían velas y la calle principal se hallaba iluminada con antorchas y lámparas desde Santa Sofía hasta Blaquernae y la puerta Kharisios. Tañían las campanas de iglesias y conventos, de modo que por un instante creí hallarme en medio de alguna fiesta grande y jubilosa.
Cuando llegamos frente a la iglesia de los Apóstoles abandonamos el séquito del Emperador. Una vez más, Constantino abrazó a Giustiniani e imploró su perdón. La mayoría de los griegos fueron a sus hogares para quitarse su vestido de fiesta, despedirse de sus mujeres e hijos y ponerse la armadura antes de apresurarse a volver a las murallas.
Durante este intervalo me encontré con el germano Johann Grant y desmonté para abrazarlo y agradecerle su amistad. Su cara estaba salpicada de pólvora, parecía fatigado y tenía los ojos irritados. Incluso esa última noche se había entregado por entero a su insaciable deseo de conocimiento. Señaló a dos viejos calvos y desdentados que caminaban con paso vacilante, conducidos por un joven con uniforme de técnico imperial en el que destacaba una cruz escarlata de honor, que nunca antes había visto.
—¿Sabéis quiénes son esos hombres? —preguntó Grant. Negué con la cabeza, y dijo—: Proceden de la cámara subterránea más secreta del arsenal, en la que se elabora el fuego griego. ¿Os fijáis en lo amarilla que está la cara del muchacho y cuán ralo tiene el cabello? Los viejos han perdido toda la dentadura y su piel está despellejada. Me gustaría hablarles, pero van con custodia y cualquier persona que trate de dirigirse a ellos es muerta en el acto… Su provisión de materias primas está agotada —prosiguió—. Las últimas onzas de combustible han sido ya llevadas a la muralla y a las naves. Conozco algunos de los ingredientes, pero no todos ni la proporción de la mezcla. El aspecto más notable es la manera en que el líquido se inflama por sí mismo tan pronto como sale. No es por efecto del aire, sino por algún combustible que los mismos recipientes tienen; debe de haber algún artilugio en la boca del mortero que produce la ignición. Hay una gran proporción de nafta en el combustible, pues flota sobre el agua, y ésta no puede apagarlo. Sólo la arena y el vinagre logran extinguirlo. Los marineros venecianos dicen que en caso de apuro pueden apagar con orina las pequeñas llamas esparcidas. Esos viejos son los últimos que conocen el secreto preservado durante milenios. A nadie le ha sido permitido escribir la fórmula y en el pasado incluso se cortaba la lengua a todos cuantos trabajaban en las cámaras subterráneas. Si mañana los turcos capturan la ciudad, el último deber de los guardias del arsenal será matar a estos viejos para que se lleven el secreto a la tumba. Por eso se les ha permitido venir hoy a la iglesia por primera vez en no se sabe cuántos años. —Se encogió de hombros—. Muchos secretos perecerán con esta ciudad, mucha sabiduría inapreciable, y sin necesidad alguna. ¡No hay nada más detestable que la guerra, Giovanni Angelos! Lo afirmo después de haber destruido diecinueve túneles turcos y empleado mi habilidad y mi arte ayudando a los técnicos del Emperador a matar más turcos que nunca antes.
—No perdamos la esperanza —dije, aunque sabía que toda esperanza se había desvanecido ya.
Escupió y dijo amargamente:
—Mi única esperanza es la de un navío veneciano, suponiendo que consiga llegar a tiempo al puerto. No tengo otra. —Se rió para sí mismo, frunció su chamuscada frente y añadió—: Si yo fuese un individuo resuelto, correría a la biblioteca en cuanto caiga la ciudad y, espada en mano, me haría con los manuscritos que codicio, para llevármelos conmigo a bordo. Pero soy un germano, espejo de lealtad, y no puedo hacer semejante cosa. Si fuese italiano sería distinto, pues ellos son más libres y más sensibles que nosotros, los hombres del norte. Pero no puedo y me desprecio a mí mismo por reconocerme incapaz.
—Os compadezco, Johann Grant —dije—, por vuestra avasalladora pasión.
Antes de separarnos me abrazó y me dijo:
—Vos no sois un santurrón y jamás intentáis imponer vuestra fe a los demás. Es por ello que os he tomado cariño, Giovanni Angelos.
Cuando nos aproximábamos a la puerta de San Romano, caminando a través de la helada noche, nos salió al encuentro el espantoso hedor de la carroña; un hedor del que apenas nos dábamos cuenta debido a su presencia constante en la muralla.
Ana Notaras temblaba; pero cuando desmontamos, Giustiniani dijo:
—Descansad, hijitos, y dormid un rato. Tenemos aún por delante una hora o dos, o quizás hasta tres. En cuanto haya hecho mi ronda vendré también a dormir un poco, aprovechando que ahora tengo la conciencia limpia. He sido traicionado, pero por la gracia de Dios, que no por mi propio mérito, no he tenido que traicionar. —Guardó silencio unos instantes y luego añadió—: Más tarde, cuando todos estén en sus puestos para defender lo que resta de la muralla exterior, se cerrarán las poternas de salida y se entregarán las llaves al Emperador. Así ha sido acordado. Como todo el mundo está enterado de esto, nadie se sentirá tentado de escapar. Los de la muralla exterior deberán combatir o morir. Por tal motivo hemos comulgado y debemos pasar la noche sin pecar.
—¿Cuál será mi puesto? —preguntó Ana Notaras.
Giustiniani rió amablemente y respondió:
—Creo que deberéis contentaros con la gran muralla. Estaremos demasiado ocupados en la línea de combate para poder velar por vos. Para seros franco, ya deberíais estar partiendo adonde os he indicado.
—Vete a Kerkoporta —dije rápidamente—. Allí estarás con tus compatriotas y entre los Guacchardi y los venecianos; en caso necesario puedes retirarte a Blaquernae… Si caes, será la voluntad de dios, pero no sería pecado el que huyeras en una de las naves venecianas. Así no estaríamos ansiosos el uno por el otro.
Mientras yo hablaba, ella palideció y me cogió del brazo con expresión de espanto en el rostro.
—¿Qué sucede? ¿No te encuentras bien? —pregunté.
—¿Por qué mencionaste la Kerkoporta? —murmuró Ana—. ¿Querías significar algo especial con ello?
—Tan sólo lo que dije —respondí, aunque eso no correspondía exactamente a la verdad. Pero ¿qué otra cosa podría decir?
—Quizá el hedor me ha enfermado —dijo con voz temblorosa—. A fe que sirvo bien poco como soldado y no quiero ser un estorbo para ti. Iré a la Kerkoporta y así no nos sentiremos ansiosos el uno por el otro. Pero hasta medianoche podemos permanecer juntos. Te lo ruego.
Me alegré de que hubiese aceptado mi sugerencia, pues yo había ideado un plan y temí que tuviese que persuadirla contra su voluntad. La Kerkoporta es el punto más seguro en caso de un ataque y no quería que tuviera que verse obligada a defenderse de la cimitarra de un jenízaro.
Se ha quedado dormida de nuevo, pero ¿cómo podría dormir yo, cuando puedo gozar por última vez de su presencia? He estado escribiendo mientras tanto, a pesar de que desde esta bóveda se pueden percibir el sordo rumor de cien mil turcos que en su campamento se afanan en preparar y arrastrar las escaleras de asalto y en amontonar las flechas para sus arqueros.
Pronto será medianoche y Manuel vendrá a buscar mis papeles. He escrito rápidamente; no en vano fui amanuense en el sínodo por espacio de dos años. Giustiniani ha vaciado ya su cofre y quemado todos los documentos que no deben caer en manos del enemigo. De la gran chimenea del palacio de Blaquernae brotaron también chispas y carbonizados fragmentos de papel han sido aventados en el aire de la noche. El viento sopla del norte, lo que puede significar la salvación para cientos de latinos.
Esta tarde acudieron a Giustiniani más de cuarenta jóvenes de Pera para pedirle que les reserve un puesto en el combate al lado de sus compatriotas. Su honor no les permitía permanecer en campo neutral, aunque el Sultán había intimidado al podestá y amenazado con la muerte a quienquiera que atentase contra la neutralidad de Pera. Ha cerrado las puertas de esa ciudad; pero los muchachos treparon por la muralla cercana a la orilla mientras los centinelas hacían la vista gorda.
Esta noche nadie denuncia ni acusa a nadie; cualquier pecado es perdonado y todos permiten a su prójimo que obedezca tan sólo la voz de su conciencia. Si alguien escapara a un navío veneciano y sobornara al capitán, su acto sería considerado como asunto estrictamente personal. Si alguien se escabullera de la muralla en el último minuto para ocultarse en la ciudad, no sería responsable más que ante su propia conciencia. Pero son pocos, increíblemente pocos, aquellos dispuestos a hacer algo así, teniendo en cuenta todos los lisiados, ancianos y mozalbetes de diez años que durante el día vinieron a la muralla a morir por su ciudad.
Ésta es la noche de los griegos. He visto sus tristes ojos sumidos en la melancolía de centurias. Fuera tañen las campanas doblando a muerto por la última Roma.
Manuel pronto estará aquí. Él es de esos que nunca se van a pique.