26 de mayo de 1453

El milagro nocturno de Santa Sofía ha sumido a la ciudad en tal agitación que esta mañana temprano una muchedumbre, a la cabeza de la cual iban frailes y monjas, se dirigió a Blaquernae para buscar la milagrosa imagen de la Virgen y llevarla a las murallas.

Con su enjuto y triste rostro emergiendo entre el oro y las piedras preciosas, la Santísima Virgen miraba al pueblo. Muchos no lo pudieron resistir y se echaron a llorar desconsoladamente. Todos querían tocar la sagrada imagen y en su precipitación acabaron por derribarla. En este preciso instante las nubes bajas comenzaron a verter gotas tan grandes como huevos de paloma, y a los pocos instantes el chubasco se convirtió en una lluvia torrencial; se acentuó la oscuridad, se desencadenó el viento y el agua formó arroyos en las calles. La milagrosa imagen se empapó de tal manera que se tornó pesada como el plomo, por lo que fue necesario el esfuerzo conjunto de los monjes más corpulentos para conducirla al convento de Khora, donde estaría a salvo.

Confiábamos en que el repentino aguacero empapase también la pólvora turca y la volviese inservible, pero fue una vana esperanza. Los cañones tronaron intermitentemente incluso durante la tormenta, y cuando su ronca voz cesó, dejando el suelo humeante, fue para dar paso a un bombardeo en toda regla, como si nuestros enemigos quisieran desquitarse del tiempo perdido.

Los turcos siguen ayunando. A última hora del día pude observar, desde las almenas, que sus comandantes se reunían en asamblea junto a la tienda del Sultán. El consejo de guerra se prolongó extraordinariamente. Luego, los tsaushes montaron sobre sus caballos y se marcharon para transmitir las órdenes a todos los puntos del campamento. Los rugidos y aullidos que por doquier se lanzaban, el fragor de los instrumentos y voces, sobrepasaba cuanto hasta entonces yo había oído; al anochecer se convirtió en un bramido semejante al del mar tempestuoso. No era difícil suponer que el Sultán ya había fijado el día y la hora del asalto final.

Cuando vi que Mohamed había convocado el Gran Diván, me dirigí a la puerta de San Romano en busca de Giustiniani. Lo hallé en la muralla, dirigiendo el incesante trabajo de las barricadas.

—El palacio de Blaquernae todavía resiste —dije—. El asalto se producirá de un momento a otro. Dejadme combatir a vuestro lado en la puerta de San Romano. Hace ya nueve años, en Varna, que fui convocado a una cita aquí. Cuando el momento llegue no quiero ser como el mercader de Samaria.

Me tomó del brazo cordialmente y, alzándose la visera del yelmo, me miró con una sonrisa en sus sanguinolentos ojos bovinos. Parecía estar riendo secretamente por algo que yo desconocía.

—Muchos son los que hoy comparecen aquí —dijo—. En verdad, me siento halagado, pues ello demuestra que es el puesto de honor. Hasta el propio Sultán Mohamed me ha favorecido con su atención —explicó, al tiempo que señalaba en dirección a los terraplenes donde, del extremo de una pica, se balanceaba el cuerpo de un buhonero con la barba erizada, los pies casi tocando el suelo y el raído mandil aún puesto—. El Sultán me ha hecho saber que admira mi valor y mi arte militar. No me pedía que traicionase a nadie, pues no quería empañar mi honor, pero si yo y mis hombres nos aveníamos a retirarnos de la muralla y nos trasladábamos a las naves fondeadas en el puerto, prometía hacerme rico y darme el mando de los jenízaros. También consentiría que conservase mi religión, pues tiene cristianos a su servicio. Si yo aceptaba, debía de arriar mi estandarte en señal de conformidad. En vez de ello, icé a su mensajero. Ésta fue mi respuesta y espero que le sea posible verla, aunque en estos momentos no puedo distraer a mis hombres en la construcción de una horca más decente. —Se restregó el rostro, que tenía cubierto de polvo y sudor, y prosiguió—: Un mensaje semejante trae consigo una migaja de esperanza. El destino de la ciudad descansa sobre nuestras espadas. El Emperador está enviando aquí la flor y nata de su guardia y sus más nobles caballeros. Más de trescientos hombres están listos para la batalla. Demostraremos al Sultán que una muralla viviente de hierro es más consistente que una piedra. —Mirándome ahora con desaprobación, añadió—: Desconfío de todo y de todos. Me resulta extremadamente sospechoso que hayáis decidido venir aquí justamente hoy. Antes de exhalar el último suspiro, ese buhonero me amenazó diciendo que el Sultán tenía muchas otras maneras de desembarazarse de mí. Por lo tanto, no siento especial deseo de tener a mi espalda a un hombre que escapó del campo del Sultán…, por muy buenos amigos que podamos ser, Jean Ange.

El alborozo que reinaba en el campo de Mohamed llegaba ahora a nuestros oídos.

—Una vez que el Sultán ha decidido un plan —convine—, hará todo lo posible por llevarlo a la práctica. Y si vos os cruzáis en su camino, no vacilará en contratar un asesino para que os quite de en medio.

—Comprenderéis entonces por qué no quiero gentes extrañas a mi lado —dijo con benevolencia Giustiniani—. Pero a algunos no se les puede rechazar si se tiene corazón humano. Además, forma parte de mi deber como protostator no quitaros ojo de encima, impidiendo así que podáis hacer alguna tontería. Id con cuidado, pues, cuando el ataque comience, mi última tarea será enviaros al verdugo.

En ese momento advertimos que el megaduque Notaras se aproximaba montado en su negro caballo escoltado por varios miembros de la policía militar. Desmontó junto al portillo de salida, intentando evidentemente penetrar en el sector de Giustiniani. Éste, usando sus manos a la manera de altavoz, gritó a sus hombres que no admitiesen el acceso del gran duque a los baluartes. Notaras, con una expresión de furia en el rostro, gritó:

—Tengo derecho a pasar libremente por donde me obligue mi servicio al Emperador. Entre los obreros griegos de la muralla han hallado cobijo contrabandistas y criminales.

Giustiniani se deslizó por la destrozada muralla y plantándose de un salto ante Notaras, le vociferó:

—No tenéis por qué venir a espiar a mi muralla. Aquí soy yo el rey. Será mejor que me devolváis mis dos bombardas, pues las necesito más que nunca.

Notaras lanzó una risa burlona.

—¿Pretendéis que los griegos defiendan el puerto con las manos? Allí son más necesarias que nunca para mantener a distancia a las naves turcas.

Giustiniani apretó los dientes con tal fuerza que sus mandíbulas crujieron.

—¡Ah, maldito traidor! —bramó—. ¡Vas a ver ahora lo que es mi espada!

Notaras retrocedió y llevó la mano a la espada, pero fue lo suficientemente prudente para no medirse con un hombre de la talla de Giustiniani. Retrocedió otro par de pasos para ponerse al resguardo de sus hombres, trató de sonreír y con forzada calma replicó:

—Dios ha de juzgar quién de los dos es el traidor; si el Emperador o yo. ¿No lleváis con vos una promesa escrita, provista del triple sello, en la cual se declara que recibiréis el ducado de Lemnos si lográis triunfar en la defensa de la ciudad?

—¿A qué viene eso? —preguntó Giustiniani, mirando fijamente a Notaras en busca de cualquier señal de falsía o engaño en él.

—¡Vaya condenado estúpido de latino! —dijo Notaras—. ¿Ignoráis que antes de que el sitio comenzara el Emperador prometió ceder Lemnos al rey de Cataluña, a cambio de navíos y otros auxilios? Los buques nunca llegaron, pero los catalanes ocupan Lemnos desde hace tiempo. No os quepa la menor duda de que si queréis hacer valer vuestros derechos, tendréis que mantener otra guerra, en el caso de que sobreviváis a ésta.

El corpachón de Giustiniani se contrajo y luego se sacudió con terribles risotadas.

—¡Los griegos siempre serán griegos! —exclamó—. ¿Estáis dispuesto a besar la cruz sobre lo que acabáis de decir?

Notaras desenvainó su espada, besó la cruz del pomo y dijo:

—Es cierto como que Dios ha de juzgar a cada hombre de acuerdo con sus acciones, que el Emperador Constantino confirmó por decreto el derecho de los catalanes a Lemnos. Una caperuza de tonto es lo que os está destinada, Giustiniani, y no precisamente una corona ducal.

Ni siquiera una flecha envenenada habría herido tan mortalmente el corazón de un hombre en un momento tan decisivo. Notaras montó muy satisfecho en su caballo y se alejó. Traspuse el portillo y acudí a Giustiniani, quien al verme puso su manaza sobre mi hombro como buscando un sostén, y dijo:

—La traición y el engaño acecha por doquier a los hombres. Tal vez ni siquiera mi corazón esté completamente libre de ello; puede decirse que he luchado por Génova más que por el Emperador. Pero en esta hora tan crítica, juro combatir hasta el límite en tanto quede la menor esperanza… Sólo por mi propia gloria inmortal, para que de mí y de mi ciudad natal pueda hablarse, mientras la más pequeña piedra de estas murallas no se haya convertido en polvo. —Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro, y persignándose repetidamente oró—: Dios sea misericordioso conmigo, pecador, y si tal es Su voluntad, entregue antes esta ciudad a los turcos que a los venecianos. Ojalá la carcoma consuma la madera de sus naves y sus velas cuelguen como pingajos. En cuanto a los griegos, no merece siquiera la pena maldecirlos; que los turcos se las entiendan con ellos.

Tras esta especie de plegaria ordenó a sus hombres que arriasen el pendón purpúreo del Emperador y dejaran sólo su propio estandarte flotando al viento en la cúspide del montículo de cascotes, que es lo único que queda de la gran muralla.

La noche es de nuevo oscura y las hogueras del campamento turco iluminan las nubes. No puedo por menos de maravillarme ante las reacciones del corazón humano y el espejismo llamado honor que lleva a un calculador soldado profesional como Giustiniani a desechar su propia conveniencia y exponer su vida sólo por honor. Puesto que el Emperador, acuciado por la situación en que se encuentra, ha llegado a romper su palabra por mendigar un poco de ayuda, no sería justo condenar a Giustiniani si cancelase el trato y embarcara a sus hombres. El Sultán lo cubriría de honor y regalos si decidiera entrar a su servicio.

Indudablemente, debe de haber algo más en el hombre que el egoísmo y la ambición políticos. ¿Se esconde también algo por el estilo en Lucas Notaras, tras su insaciable ansia de poder?

Mi criado Manuel está muy ocupado contando su dinero. Mira inquietamente a todos lados y vive en la más negra de las angustias, pues no sabe dónde ocultar su tesoro para que no caiga en manos de los turcos.