25 de mayo de 1453
Esta mañana temprano, el basilio, Constantino, convocó el Senado, con sus consejeros y representantes de la Iglesia. Lo hizo a sabiendas de que el patriarca Gregorio Mammas ha dimitido. Tampoco el cardenal Isidoro concurrirá a la asamblea, pues está muy ocupado en la torre cuya defensa le ha sido encomendada. Se trata de un último intento por reconciliar a los defensores y a los detractores de la unión. Pero también esto quedó en agua de borrajas. Hemos sido liberados de un vejestorio a quien los griegos odian y los latinos desprecian. Sin embargo, la Iglesia se encuentra sin patriarca. Desde su celda monástica de Pantocrátor, el invisible y obstinado espíritu del monje Genadios dictamina y falla, profetizando desastres. Por su parte, el Sultán ha promulgado un ayuno general en su campamento, ordenando a todos los fieles que cumplan con las abluciones y plegarias prescritas. En consecuencia, exacerbados por el hambre y la sed, los turcos no han cesado de atacar durante todo el día, aullando como rabiosa jauría cada vez que veían caer a un cristiano. De cuando en cuando clamaban a coro: «¡Alá es Dios y Mahoma es su profeta!». Sus tristes —aunque triunfales— gritos, lograban un efecto deprimente tanto sobre el ánimo de los griegos como sobre el de los latinos.
Minotto, el bailío veneciano, se ha vuelto piadoso y ha recibido los dones de la Gracia. Pretenden competir con Giustiniani y demostrar que un veneciano es igual a un genovés. Los soldados de la marina veneciana han demostrado un valor incomparable en la defensa del recodo norte de Blaquernae, la fortaleza de Pentapyrgion. Ni un solo turco ha conseguido poner pie en la muralla de este sector.
Al anochecer se encendieron hogueras en el campamento turco. Redoblaron los tambores y sonaron las trompetas con tal fogosidad e ímpetu que muchos en las murallas pensaron que había estallado un incendio. Pero todo esto forma parte del ritual de ayuno turco. Cuando cae la noche pueden comer y beber pues la abstinencia se limita a las horas de claridad «cuando un hilo blanco puede ser distinguido de otro negro». El resplandor de sus inmensas hogueras convertía la noche en día.
Cuando más se acerca la hora decisiva, mayor es la desconfianza con que efectivamente ocultan algo. Probablemente han decidido el modo de que Venecia sea quien saque provecho de la victoria en el caso de que el ataque falle y Mohamed tenga que levantar el sitio. Las ventajas son lo bastante importantes para que merezca la pena esperar lo imposible. Además, la muralla que rodea Blaquernae aún resiste, y en tanto los venecianos la defiendan los turcos no podrán irrumpir en la ciudad desde este punto.
Donde las murallas exterior y principal se unen con Blaquernae, hay un portillo semioculto que conduce a la calle. Muchas generaciones atrás fue usado como atajo para dirigirse al circo construido en el exterior de la ciudad, recibiendo por ello el nombre de Kerkoporta, aunque posteriormente fue tapiado. Ahora ha sido abierto de nuevo, al igual que las otras poternas. A través de él se puede pasar cómodamente del palacio Porfirogenetos al sector de los Guacchardi junto a la puerta Kharisios, y desde allí, por las murallas, al sector de Giustiniani.
La muralla está intacta en la Kerkoporta, donde los turcos no han intentado atacar, ya que el ángulo recto que allí se forma expone a los asaltantes al fuego cruzado. Por este conducto protegido, pues, pueden ser enviados rápidamente refuerzos a la puerta Kharisios, donde los baluartes se han desmoronado casi tan completamente como en la puerta de San Romano. Los venecianos han constituido una tropa especial de reservistas para enviarla en apoyo de los Guacchardi si fuera necesario. En esta tranquila sección de Kerkoporta, las murallas interior y exterior sólo están defendidas por un puñado de griegos. Si hemos de hacer justicia a los latinos, hay que convenir en que se han apresurado a aceptar los puestos de mayor peligro.
Poco antes de medianoche vino a verme Manuel. Estaba extremadamente asustado.
—¡La gran iglesia está ardiendo! —dijo.
Subimos a la azotea de palacio, donde ya había un buen número de espectadores. Aún podíamos ver el resplandor de las hogueras turcas, pero en el corazón de Constantinopla, sumida en la oscuridad, la cúpula de Santa Sofía aparecía iluminada por una claridad sobrenatural. Al contemplarlo, los latinos murmuraron entre sí que se trataba de un funesto augurio.
Esta extraña luminosidad, suspendida sobre la cúpula, era a intervalos más intensa y más débil. Me lancé a la ciudad en dirección a la iglesia. No fui el único; en medio de las penumbras que me rodeaban podía oír el rumor de una agitada muchedumbre que se dirigía al mismo lugar. Oí luego los sollozos de las mujeres y las salmodias de los monjes. Cerca de la iglesia la luz azulada era tan intensa que nadie osaba aproximarse. La gente caía de rodillas y rezaba. Era un anuncio divino. Lo sobrenatural tomaba forma terrenal. Ahora que lo he contemplado con mis propios ojos no me cabe ninguna duda de que la era cristiana toca a su fin para ceder paso al tiempo de la bestia.
La cúpula de Santa Sofía resplandeció de ese modo durante más de una hora. Luego disminuyó repentinamente la intensidad del fulgor, titiló durante unos instantes y se extinguió por completo. El cielo estaba tan encapotado que al instante nos envolvieron las sombras de la noche. También las fogatas turcas se apagaron y su resplandor dejó de iluminar las nubes. El aire estaba impregnado de humedad y saturado de olor a tierra y podredumbre; era como caminar por un cementerio entre tumbas recién abiertas.
En la oscuridad, una mano suave y cálida se deslizó en la mía. Quizá me engañaba al pretender reconocerla. No me atrevía a tocarla ni a hablar. Puede que sólo fuera un niño extraviado de sus padres que trataba de buscar ayuda en mí, o una mujer temerosa que imploraba la protección de un hombre. No obstante, reconocí su mano. Cálida y desvalida, era un mensaje sin palabras de reconciliación ante la muerte.
Ella no dijo nada. Suspiramos en la oscuridad y nos tomamos de la mano. Nuestros latidos se mezclaban dolorosamente como un testimonio silencioso de nuestra mutua necesidad. Todo era perfecto. Mejor así. De esta manera nos comprendíamos, en un momento en que las palabras podrían haber roto el eslabón que nos unía.
De manera tan simple, tan evidente, tan sencilla, tan compasiva y desamparada. Una mano febril en la oscuridad, a través de la muerte, estrechamos nuestras manos en señal de reconciliación. Luego, ella se fue.
Aunque fuese fantasía o ilusión, ha bastado para llevar algo de tranquilidad a mi atormentado espíritu. Reconciliado conmigo mismo regresé, como un sonámbulo, a Blaquernae.
Estaba libre por fin; las nieblas se habían disipado. Había sido testigo de un milagro y sentido una mano humana entre las mías.