18 de mayo de 1453

El fin está próximo. Nadie es capaz de impedirlo ya. Y ninguna de nuestras anteriores experiencias puede compararse con el horror que hemos conocido.

Al despuntar del alba descubrimos ante la muralla, cerca de la puerta de San Romano, un monstruoso portento. Durante las horas de la noche, los turcos habían construido, al parecer con la ayuda de los espíritus malignos, una gigantesca torre de asalto. Se erguía al borde mismo del foso, sólo a treinta pasos de los restos de la muralla exterior, en la que los defensores han estado trabajando toda la noche. Nadie sabe cómo ha podido suceder.

Esta fortaleza, que se mueve por medio de enormes rodillos de madera, alcanza la altura de tres pisos, sobrepasando la muralla exterior. Su estructura de madera está protegida del fuego por pieles de buey y camello superpuestas. Sus muros son dobles y están rellenos de tierra prensada, por lo que la baja potencia de nuestros pequeños cañones resulta prácticamente nula. Las aspilleras de este monstruoso artefacto vomitan saetas, y de su plataforma superior una poderosa catapulta arroja macizos bloques de piedra para demoler nuestros provisionales contrafuertes de tierra.

Mientras la catapulta despide sus proyectiles, mientras las flechas incendiarias son lanzadas contra la empalizada de la muralla exterior, las puertas de la planta baja del colosal ingenio se abren y cierran, descargando tierra, piedras, haces y madera en el foso.

Espantados, observábamos cómo aquella torre se agitaba y trabajaba sin ningún hombre a la vista, como si se tratase de una milagrosa maquinaria viviente. De pronto, en la plataforma del medio se abrió un largo postigo y brotó un puente levadizo que se tendió en dirección a la muralla exterior. Por fortuna, la distancia que la separaba de ella era demasiado grande.

Hasta Grant corrió a contemplar semejante artefacto nunca visto. Midió a ojo sus dimensiones, las anotó y observó:

—Aunque la torre debe de haber sido construida por partes, y encajadas las diferentes secciones en el lugar mismo de su emplazamiento, el mero hecho de que la hayan levantado en una noche es ya una maravilla de destreza y organización. Considerada en sí misma, la torre no es una novedad, pues hace ya tiempo que tales máquinas son empleadas para tomar por asalto una ciudad. Pero las dimensiones de esta fortaleza son notables: exceden en mucho las de griegos y romanos. De no ser por el foso, los turcos podrían trasladarla inmediatamente a la muralla y emplearla como ariete.

Se quedó observando la torre por espacio de unos instantes. Luego dio media vuelta y se marchó, ya que al parecer no vio nada más de particular. Pero Giustiniani rechinó los dientes y sacudió la cabeza, herido, al parecer, en su orgullo y en su honor porque la torre hubiese podido ser alzada de manera tan sigilosa, enfrente precisamente de su sector.

—Aguardaremos a que anochezca —dijo—. Todo lo que el hombre construye puede ser destruido.

Pero esta fortaleza que vomitaba fuego, flechas, balas de cañón y bloques de piedra, es tan formidable que nadie creyó en las palabras de Giustiniani. El Emperador está anonadado; lloró al ver entre las murallas a muchos obreros griegos triturados por las rocas volantes. Mientras esta máquina domine la muralla exterior, resultará imposible efectuar cualquier trabajo de reparación.

Por la tarde, uno de los grandes cañones del enemigo logró dar de lleno en una de las torres de la gran muralla, casi enfrente de aquella máquina infernal. Con la torre se derrumbó parte de la muralla, enterrando entre sus escombros a buen número de latinos y griegos.

Mientras los oficiales superiores discutían sobre cómo hacer frente a este nuevo peligro, Giustiniani se desató en un discurso iracundo contra Notaras, pidiendo que entregase los dos cañones de grueso calibre de que dispone en la muralla que da al puerto, los cuales sólo se disparan de vez en cuando, y sin resultado alguno contra las galeras turcas del Cuerno de Oro.

—Necesito pólvora y cañones para defender la ciudad —dijo Giustiniani—. Demasiada pólvora se ha desperdiciado hasta ahora en el puerto.

—Los cañones son míos y pagué la pólvora de mi propio bolsillo —respondió Notaras fríamente—. Ya he perdido una galera y tengo averiadas varias más. Si lo queréis, puedo ahorrar pólvora, pero los cañones son necesarios en el puerto para mantener a distancia a las naves enemigas. Sabéis muy bien que la muralla portuaria es el punto más débil de la ciudad.

Giustiniani gritó:

—Entonces, ¿para qué diablos sirven los navíos venecianos si no pueden mantener a raya a los turcos, ni siquiera en el puerto? ¡Las vuestras no son razones, sino pretextos! Lo que intentáis es debilitar la defensa en el punto más expuesto, que es éste. ¡Ya os conozco; tenéis un corazón tan negro como la barba del Sultán!

El Emperador trató de mediar entre ambos rivales.

—¡En el nombre de Cristo, queridos hermanos, no hagáis las cosas peor de lo que están! Ambos obráis con vuestra mejor voluntad. El megaduque Notaras salvó la ciudad de su destrucción cuando los turcos intentaron minar nuestras murallas, y si cree que los cañones son necesarios en el puerto, no nos toca discutir su opinión. Abrazáos, pues, como hermanos, ya que todos combatimos por una causa común.

—Aunque así lo hiciese —respondió Giustiniani ásperamente—, estoy seguro de que no dará su brazo a torcer.

Por su parte, Lucas Notaras no mostró la menor intención de abrazar a Giustiniani; se volvió, al parecer muy herido por las palabras de su rival, y dejó que el Emperador y Giustiniani continuasen solos la discusión. Pero yo, viendo que el final estaba cercano, me tragué mi orgullo y corriendo tras Lucas Notaras le detuve y le dije:

—¿No deseabais hablar conmigo a solas? ¿Lo habéis olvidado?

Para mi asombro, sonrió cordialmente y, poniendo una mano en mi hombro, respondió:

—Habéis arrastrado por el lodo el honor de mi familia, e inducido a mi hija a rebelarse contra su padre, Giovanni Angelos. Pero vivimos en turbios tiempos, por lo que no merece la pena enfadarse. Quiero mucho a mi hija y sus súplicas han ablandado mi cólera. Sólo de vos depende que pueda perdonaros.

A duras penas creí lo que mis oídos oían, y pregunté:

—¿Me concederéis, en verdad, vuestro permiso para ver a vuestra hija Ana…, a mi esposa?

Su rostro se ensombreció.

—No la llaméis todavía vuestra esposa. Pero podéis verla y hablarle. Sí, será mejor que ella os exponga mis condiciones. Es la hija de su padre y confío en su buen sentido, aunque vos fuisteis la causa de que lo perdiera durante un tiempo.

—¡Dios os bendiga, Lucas Notaras! —exclamé de todo corazón—. Me equivoqué sobre vos y vuestros propósitos. Después de todo, sois un griego verdadero.

Sonrió con cierta inquietud y replicó:

—Por supuesto. Soy un griego verdadero, y espero que vos también lo seáis.

—¿Cuándo y dónde puedo verla? —pregunté, y sólo de pensar en ello me quedé sin aliento.

—Ahora mismo podéis tomar mi caballo y trasladaros a mi casa, si lo deseáis —dijo amablemente. Rió—. Sospecho que mi hija os espera impacientemente desde hace un par de días, pero me ha parecido que un aplazamiento os haría bien a ambos, y a vos en particular os amansaría un poco.

Debería haber desconfiado de tanta buena voluntad. Pero, olvidándome al instante de cañones y turcos, de Blaquernae y de mis obligaciones, monté de un salto sobre el negro y lustroso corcel de Notaras y volé a rienda suelta a través de la ciudad en dirección al Mármara. No podía evitar lanzar gritos de alegría. El mes de mayo centelleaba a mi alrededor y sobre mi cabeza el cielo era de un límpido azul, aunque las murallas y el puerto estaban envueltos en humo negro.

Cuando llegué ante las puertas del palacio de Notaras, me costó trabajo refrenar mi caballo. Luego, con tanta rapidez como un enamorado en su primera cita, desmonté y me lancé como una exhalación a llamar a la puerta. Sólo entonces pensé en mi aspecto; traté de sacudirme el polvo que cubría mis vestiduras y de limpiarme el hollín de las manos, escupí en ellas y di brillo a mi coraza.

Abrió la puerta un criado de librea azul y blanca, pero no lo miré siquiera. Ana Notaras venía ya hacia mí, a través del vestíbulo de entrada, grácil y maravillosamente bella, con los ojos radiantes de alegría. Lucía tan joven y encantadora que no me atreví a tomarla entre mis brazos. Me quedé contemplándola sin poder casi respirar. Llevaba una túnica escotada y se había pintado labios y cejas. La envolvía un dulce aroma a jacintos, como la primera vez que nos vimos.

—¡Por fin! —murmuró anhelante.

Tomó mi cabeza entre sus manos y me besó en la boca. Sus mejillas estaban encendidas.

Nadie la custodiaba. No podía comprenderlo, pero al parecer no había sido confinada al ala reservada a las mujeres.

Me cogió de la mano y así, entrelazados, fuimos al gran salón del piso superior. A través de los estrechos miradores rielaban las olas de plata del Mármara.

—El fin está cercano, Ana —dije—. No sabes lo que está sucediendo ahora en las murallas. Doy gracias a Dios por haberme permitido verte de nuevo y mirarte a los ojos.

—¿Te gusta mirarme a los ojos? —preguntó con una sonrisa.

No, no podía entenderlo; todo me parecía un sueño. Tal vez estuviese muerto. Tal vez una bala de cañón me había destrozado tan repentinamente que mi alma se hallaba prendida aún a la tierra.

—Bebe —murmuró mi mujer, Ana Notaras, a la vez que servía vino en una copa. Vi que había agregado un poco de ámbar, a la usanza turca. ¿Por qué me excitaba tanto? Sin duda porque la deseaba profundamente.

Sus labios eran para mí la copa más dulce, y su cuerpo el cáliz más adorado. Pero cuando la toqué se echó hacia atrás. Su mirada se ensombreció.

—No, todavía no, amado mío —dijo—. Siéntate, hemos de hablar.

—No digas nada —imploré en mi desencanto—. No digas nada, mi única amada. Hablar siempre termina en querellas y dolor. No es por medio de las palabras como mejor podemos comprendernos, hay otras maneras diferentes…

Bajó la vista y dijo en tono de reproche:

—Todo lo que quieres es irte a la cama conmigo. ¿Acaso soy algo más que un cuerpo para ti?

—Es a ti a quien deseo —respondí con voz temblorosa.

Alzó la mirada y pestañeó, mientras a sus ojos asomaban las lágrimas.

—Sé razonable —insistió—. Has visto a mi padre. Está dispuesto a perdonarme, y a ti también, a condición de que lo atiendas. Por primera vez me habló como a una persona mayor, me expuso sus ideas, esperanzas y propósitos. Por primera vez lo comprendí, y tú debes hacer lo mismo. Ha ideado un plan…

Un escalofrío corrió por mi espalda, pero Ana prosiguió, oprimiendo tiernamente mi mano tiznada entre las suyas.

—Es mi padre… Mi padre no puede equivocarse en nada. Después del Emperador, es el hombre más eminente de Constantinopla. Si Constantino traiciona a su pueblo y vende la ciudad a los latinos, es mi padre quien tiene que cargar con la responsabilidad del destino del pueblo. Es su deber y no puede rehuirlo, por más pesado y humillante que parezca. Creo que puedes comprenderlo muy bien.

—Continúa —dije amargamente—. Continúa. Creo haber oído esto antes de ahora.

Ana se irguió en su asiento.

—Mi padre no es un traidor. Jamás conjuró en contra de nadie. Es un hombre de Estado que debe salvar lo que pueda ser salvado de entre las ruinas de nuestra ciudad.

A través de las pestañas me miraba con ojos inquisidores.

No había ya rastro de lágrimas en sus ojos. Por el contrario, parecía extrañamente feliz.

—Después de la caída de la ciudad —prosiguió— yo estaba destinada a convertirme en esposa de Mohamed, y por medio de esta alianza el Sultán habría hecho un tratado con el pueblo griego. Mi padre, por lo tanto, enfermó al ver que un capricho mío echaba por tierra su plan. ¿Cómo podía yo haberlo sabido? Nunca habló conmigo de esta cuestión…

—¡Vaya marido que te has perdido! —no pude menos de decirle, burlón—. Primero ibas a ser la mujer del basilio, y después una de las innumerables esposas del futuro caudillo del mundo. En verdad que has sido desafortunada y puedo comprender muy bien tu arrepentimiento. Pero no lo sientas demasiado; me quedan pocos días de vida y quedarás libre de nuevo.

—¿Cómo puedes hablarme en ese tono? —exclamó iracunda—. ¡Bien sabes que te amo! Y haces mal en hablar de morir. Ambos tenemos muchos años por delante. Ya lo verás, sólo tienes que seguir el consejo de mi padre.

—Oigamos, pues, ese consejo que no se ha atrevido a darme en persona —repliqué amargamente—. Pero date prisa. Tengo que marchar de nuevo a la muralla.

Me cogió con ambas manos, como si quisiera impedir que me fuera.

—No debes regresar allá —dijo—. Esta misma noche has de ir al campo del Sultán. No necesitas darle información alguna sobre la defensa de la ciudad, si es que lo consideras deshonroso para ti. Sólo tienes que llevarle un mensaje secreto de mi padre. El Sultán te conoce y cree en ti. Cualquier otro griego le resultaría sospechoso.

—¿Y cuál es el mensaje? —pregunté.

—Mi padre no puede enviarlo por escrito —explicó Ana con vehemencia—. Aun confiando en ti y en el Sultán, sería demasiado peligroso. Entre quienes rodean a Mohamed hay personas que trabajan contra él y fomentan la resistencia griega. Pero tú has de decirle que en la ciudad hay muchos partidarios de la paz que desaprueban la conducta del Emperador y están dispuestos a colaborar con Mohamed en las condiciones que dicte. Dile: «Somos treinta hombres de rango e influencia —mi padre te dirá sus nombres— que estiman que el futuro de los griegos en Constantinopla está ligado a la comprensión y amistad del Sultán. Nuestro honor no nos permite intervenir directamente en su apoyo mientras la ciudad esté en condiciones de defenderse. Pero trabajamos en secreto por él y cuando la ciudad caiga encontrará una completa administración en la que el pueblo confía. Por lo tanto, nosotros treinta nos ponemos bajo la protección del Sultán y pedimos humildemente que cuando entre en la ciudad sean respetadas nuestras vidas, familias y haciendas». —Ana me miró fijamente antes de proseguir—: ¿Hay algo de malo en esto? ¿No es una proposición legal y honorable? Nos hallamos entre turcos y latinos como entre el martillo y el yunque. Sólo deponiendo al Emperador y bajando los brazos tan unánimemente como sea posible, podemos salvaguardar el futuro de la ciudad. Con ello no nos ponemos deliberadamente en sus manos, sino que por el contrario, su sentido político le dirá que esta solución es la mejor para él mismo. Tú no eres latino, ¿por qué, entonces, luchar por una causa latina?

Como yo permanecía en silencio a causa de la amargura que me embargaba, Ana pensó que me hallaba meditando la cuestión, y prosiguió:

—Dice mi padre que la caída de la ciudad sólo es cuestión de días. Así pues, debes darte prisa. Cuando el Sultán haya aniquilado la resistencia latina, tú entrarás con los victoriosos y me llevarás a tu casa como tu mujer. Entonces estarás para siempre vinculado a Notaras, e imagino que comprendes lo que eso significa. —Señaló en dirección a las paredes de mármol, a las alfombras y tapices y al rico mobiliario que nos rodeaba, y añadió con creciente vehemencia—: ¿No es esto mejor que la casucha de madera donde me llevaste? ¡Quién sabe si acaso no terminaremos viviendo en el palacio de Blaquernae! Si ayudas a mi padre, pertenecerás a la sociedad más distinguida de Constantinopla.

Guardó silencio. El entusiasmo había arrebolado sus mejillas. Yo tenía que decir algo.

—Ana, eres la hija de tu padre y esto es como debía ser, pero no pienso ir al Sultán con recados de Lucas Notaras. Deja que utilice para ello a alguien que tenga mejor sentido político que yo.

Su rostro se crispó.

—¿Tienes miedo? —preguntó fríamente.

Cogí el yelmo que había puesto sobre mis rodillas y lo arrojé al suelo con violencia.

—¡Por una buena causa iría a ver al Sultán, aun a sabiendas de que me empalaría! —grité—. Pero vuestra causa es innoble. Créeme, Ana, el ansia de poder de tu padre lo ha cegado. Confiando en el Sultán cava su propia fosa. No conoce a Mohamed como yo… Si fuera en otros tiempos, tal vez habría algún sentido en sus planes. Pero la gran bombarda del Sultán nos ha proyectado a una nueva era. Una era en la cual nadie puede confiar en su prójimo y en la que el hombre es un instrumento indefenso del poder. Aunque el Sultán jurase por su profeta y todos los ángeles, y con una mano sobre el Corán, en su fuero interno estaría riéndose; no cree en el Profeta ni en los ángeles. Pero prevenir a Notaras es pura pérdida de tiempo. Nunca me creería… Y aun si se pudiera confiar en el Sultán, jamás iría a su encuentro, aunque me lo pidieras de rodillas. Ésta es mi ciudad y cuando combato lo hago con ella. Y cuando las murallas se derrumben, yo pereceré con ellas. Ésta es mi última palabra, Ana. No me atormentes más. Y tampoco te atormentes a ti misma.

Ana me miraba pálida de rabia y de desencanto.

—Entonces, es que no me quieres —dijo.

—No, no te quiero —exclamé—. Sólo fue error y quimera. Pensé que eras algo diferente. Pero perdóname, ya que pronto te verás libre de mí. Si se lo pides gentilmente, quizás el Sultán aún te acepte en su harén. Sigue el consejo de tu padre; él lo arreglará todo de la mejor manera posible.

Me puse en pie y levanté del suelo el yelmo. Las olas del Mármara rielaban como plata derretida. El bruñido mármol de las paredes reflejaba mi imagen. Acababa de perder a Ana de manera tan irrevocable que en aquel momento me sentí como de hielo.

—Ana —dije, pero mi voz se quebró—. Si quieres volver a verme, me encontrarás en la muralla. Adiós.

No respondió. La dejé y seguí mi camino. Pero, asomada a la barandilla de la escalera, me espetó con voz llena de indignación:

—¡Adiós, pues, maldito latino! ¡Nunca más volveremos a vernos! Rezaré a Dios día y noche para que te mate cuanto antes y me vea libre de ti. ¡Y si veo tu cuerpo muerto, te daré un puntapié en plena cara!

Con sus insultos y maldiciones resonando en mis oídos, salí con paso vacilante y labios temblorosos. Mientras me ponía el yelmo, el negro caballo de Notaras alzó la cabeza y relinchó. Monté en él y clavé con fuerza las espuelas en sus ijares.

Ahora es medianoche. Hoy ansío morir, como nunca antes ansié cosa alguna. Sin embargo, Giustiniani me ha impedido que corteje la muerte, pues como conozco el idioma turco puedo serle útil en otra tarea.

¡Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí!

A causa de mi amor. A causa de que amo a Ana insensatamente, sin esperanza alguna. ¡Adiós, Ana Notaras, mi única amada!