17 de mayo de 1453

La flota turca se aproximó hoy a la cadena del puerto, aunque se mantuvo a cierta distancia. Nuestros navíos dispararon no menos de un centenar de cañonazos, pero sin causar daño apreciable al enemigo. Los marinos venecianos se jactaban, sin embargo, de su victoria. «Si cada cual cumpliese con su deber en las murallas tan valientemente como nosotros, Constantinopla no estaría en peligro», decían.

Lo que resulta claro es que el único objetivo del Sultán es de mantener ocupados a nuestros barcos de forma que no puedan distraerse de ellos más refuerzos para destinarlos a la protección de las murallas.

Muchos son los que han pedido vigilar el agua de las barricas de Grant, pero éste ha escogido para tal labor, y muy juiciosamente por cierto, sólo a los viejos y enfermos, siempre que gocen de buena vista. Quise buscar un empleo parecido para mi criado Manuel, a causa de lo avanzado de su edad y lo debilitado de sus piernas, y lo hallé, pero al mismo tiempo me encontré también con que ya se había liberado del trabajo en las murallas por el favor de los venecianos. Manuel está familiarizado con la ciudad, conoce el emplazamiento de los mejores burdeles y puede encontrar mujeres que de buen grado se presten a cambiar su castidad por las frutas en conserva y el pan tierno de los venecianos. Hasta las menores de edad hacen cola a las puertas de Blaquernae.

Tropecé con mi criado que iba a Constantinopla, doblado en dos bajo el peso de un saco repleto de vituallas de las que están prohibidas. Ha obtenido un salvoconducto veneciano para las patrullas de policía, y se jactó de que si el sitio durase un poco más conseguiría hacerse rico.

Se lo reproché y, muy ofendido al parecer, me replicó:

—Cada cual ha de mirar primero por sí mismo. El comercio privado se efectúa en toda la ciudad con la ayuda de los salvoconductos venecianos y genoveses. A pocos les ha costado caro, y muchos se han hecho ricos. Donde hay demanda debe haber oferta; éste es el sistema por el que se rige el mundo. Y si yo no procuro ir en busca de los beneficios, otro lo hará en mi lugar. Creo, además, que es mejor que las golosinas de los venecianos vayan a parar a bocas griegas que a sus propias panzas repletas. ¿Es acaso culpa mía si los jóvenes se dejan llevar por sus bajos instintos y entre batalla y batalla quieren solazarse con mujeres o niños? Los venecianos son nuestros amigos. Vierten su sangre y sacrifican sus vidas por nuestra ciudad. ¿Acaso está mal, entonces, que una pobre muchacha venda su virginidad para complacerlos y de paso obtener un poco de pan para sus padres? ¿Está mal, incluso para una mujer casada, que se eche de espaldas un momento por un pote de jalea de cuyo dulzor se ha visto privada durante tanto tiempo? Según los venecianos, todo esto se hace para mayor gloria de Dios y la Cristiandad. Señor, no deberíais entrometeros con el sistema del mundo, pues nada podéis hacer para cambiarlo. En definitiva, todos no somos más que pobres pecadores.

¿Por qué no había de tener razón? ¿Quién soy yo para juzgarlo? Cada uno de nosotros debe colmar su destino de acuerdo con las circunstancias. Pensaba que Lucas Notaras vendría a buscarme de nuevo, pero no ha sido así. Hasta hoy no le he vuelto a ver; me lanzó una mirada de encono cuando pasé a su lado. De Ana no he recibido ninguna noticia.

En el febril aturdimiento en que ahora vivo, he resuelto llevar a cabo, por lo menos, una buena acción. Acaso Johann Grant esté destinado a ser un esclavo de la nueva Era, bajo el signo de la bestia, pero aun así lo estimo, con su inquieta mirada y su ceño. ¿Por qué no ha de ser también feliz a su manera? En consecuencia, fue a la biblioteca a hablar con el desdentado y sordo bibliotecario, quien, indiferente al tumulto del asedio, viste cada día su traje de ceremonia, luciendo su cadena y demás insignias.

Apunté en dirección al túnel turco y logré convencerlo, a gritos, de que el enemigo intentaba abrirse paso hasta los sótanos de la biblioteca, a través de los cuales penetraría en la ciudad. Se cree tan importante que me creyó a pies juntillas.

—¡Qué horror! —exclamó espantado—. ¡Eso es imposible! Estropearían los libros e incluso podrían incendiar todo el edificio con sus antorchas, por descuido. ¡Sería una pérdida irreparable para el mundo!

Le aconsejé que solicitara la ayuda de Grant para conjurar el peligro inminente. El pobre hombre estaba tan asustado que dejó su orgullo aparte y condujo a Grant a los sótanos, mostrándole cada escondrijo. Grant colocó aquí y allá sus barricas y prometió echar un vistazo cada vez que dispusiera de tiempo. El bibliotecario le permitió que encendiese una lámpara a fin de observar la superficie del agua, tras lo cual desenvainó una polvorienta espada y juró sobre ella que los turcos no conseguirían llegar a sus anaqueles sin pasar antes sobre su cadáver.

Por fortuna aún no ha descubierto que los venecianos hace ya tiempo que utilizan los libros sagrados del palacio para alimentar el fuego o para hacer con ellos tacos para sus arcabuces.

Pero Grant no tuvo mucho tiempo para dedicarlo a sus estudios. Poco después de que anocheciera fue llamado a la puerta Kaligari, donde esta vez parecía que los turcos trabajaban bajo la gran muralla. Grant ya había ordenado abrir una contramina y nuestros enemigos cayeron en la trampa, pereciendo asfixiados por las emanaciones sulfurosas. Sólo un par de hombres lograron escapar con vida. Grant dispuso los barrenos en los puntos requeridos y las entibas de las minas turcas fueron pronto pasto de las llamas, derrumbándose fragorosamente todo el pasadizo. Esta deflagración no afectó en absoluto a la muralla, pues el túnel era aún demasiado profundo. Quinientos pasos más lejos, tras la colina, la tierra vomitó una negra columna de humo que continuó emanando durante largo tiempo antes de que los turcos pudieran tapar la entrada.