16 de mayo de 1453
Aunque mi cargo me permita el lujo de dormir a gusto, no puedo hacerlo. La soledad y el sueño son las dos mayores dádivas en la guerra.
Las estrellas centelleaban como agujas de plata cuando salí empujado por mi desasosiego. Faltaban pocas horas para que amaneciera y la noche era serena y el frío intenso.
Me detuve cerca de la puerta Kaligari y quedé a la escucha. No era sólo el intenso latido de mi corazón, sino que a cierta distancia me parecía oír un sonido sordo y repetido. Luego vi que era Grant, el germano, que avanzaba en dirección a mí con una antorcha en la mano. Habían alineado barricas de agua tras la muralla y él estaba inspeccionándolas, deteniéndose un instante delante de cada una. De buenas a primeras pensé que se había vuelto loco, o que practicaba algún exorcismo, pues nos hallábamos a alguna distancia de las almenas y no nos amenazaba aquí fuego alguno.
Me saludó en nombre de Cristo, alumbró con su tea el agua de una de las barricas y me pidió que mirase. El agua de la superficie se rizaba a cortos intervalos con ligeras ondas trémulas, aunque la calma de la noche era total y la artillería se mantenía en un absoluto silencio.
—La tierra tiembla —opiné—. ¿Es algún indicio de terremoto en la ciudad? —pregunté ansioso.
Grant rió, aunque la expresión de su rostro era sombría.
—¿No comprendéis lo que vuestros propios ojos os muestran, Jean Ange? —dijo—. Si supierais lo que esto significa, el sudor correría por vuestra espalda como a mí me ha ocurrido hace un momento. Ayudadme a mover las barricas, pues mis ayudantes están tan cansados que los ha vencido el sueño.
Entre ambos separamos una barrica algunos pasos y Grant introdujo una vara en el suelo, en el lugar exacto donde aquella había estado emplazada. Repetimos la operación unas cuantas veces, hasta que la superficie del agua se rizó de nuevo. Me apresó un temor supersticioso, como si fuese testigo de algún experimento de magia negra. Era evidente que Grant conocía tales misterios, o al menos así lo daba a entender su rostro.
Señaló la serpenteante línea de varas que había plantado en tierra.
—El terreno es rocoso —exclamó—. Como veis, tienen que dar vueltas como topos. Será excitante ver hasta dónde tienen que ir todavía antes de atreverse a salir a la superficie.
—¿Quiénes? —pregunté perplejo.
—Los turcos —respondió—. Están trabajando bajo nuestros pies. ¿No lo comprendéis?
—¡Cómo es posible! —exclamé.
Pero al mismo instante recordé a los minadores serbios del Sultán. En varios sitios anteriores, los turcos habían intentado perforar bajo las murallas, pero siempre habían fracasado debido a lo rocoso del terreno. En consecuencia, no habíamos previsto este peligro, aunque nuestros centinelas tenían orden de señalar los montones de tierra que parecieran sospechosos en la parte exterior de la muralla. Pero como no se había manifestado señal alguna de zapa, el asunto había sido olvidado.
Por un momento, incluso me olvidé de mis propias preocupaciones para sentirme más impaciente aún que Grant.
—¡Qué astutos son! —exclamé—. Han debido de comenzar a socavar a cubierto de ese baluarte cercano, a más de quinientos pasos. Y éste es el mejor paraje que podían haber escogido, pues frente a Blaquernae no hay contrafuerte exterior. Han traspasado ya la gran muralla… ¿Qué vamos a hacer?
—Esperar —dijo Grant con mucha calma—. Ahora que conozco la trayectoria de sus túneles, sé que no hay peligro alguno. Todavía están bastante lejos. Tendremos tiempo suficiente cuando perforen hacia arriba. —Me miró con expresión ceñuda—. En una ocasión, yo también me dediqué a abrir minas. Es una labor terrible, agotadora. Nunca se dispone de aire suficiente y el miedo es constante. Morir en una topera, bien sea por el fuego o por el agua, es, en verdad, una muerte espantosa.
Dejando sus barricas me llevó a dar un paseo por la muralla. En los lugares abovedados había dispuesto tambores, con guisantes sobre el parche, pero sólo donde vi rizarse el agua me di cuenta de algo.
—Un túnel sólo es peligroso si se descubre demasiado tarde —explicó Grant—. Por fortuna, los turcos han intentado penetrar en la ciudad misma. Si sólo se hubieran contentado con minar una superficie determinada debajo de la muralla y después de apuntalarla hubiesen pegado fuego a las vigas, acaso habrían conseguido derrumbar una buena parte de ella. Pero, a no dudarlo, el terreno no se presta para una operación así.
Mientras palidecían las estrellas me contó cómo se disponía una contramina de verja movible, y cómo se introducían en las minas enemigas vaharadas de azufre en combustión.
—Existen muchos métodos —dijo—. También podemos emplear el agua, ahogándolos como si fuesen ratas. Un túnel inundado no sirve para nada. Aunque casi mejor asarlos con el fuego griego, pues al mismo tiempo incendiaríamos los puntales y el túnel se derrumbaría. Pero es más apasionante abrir una contramina y estar a la espera tras un delgado muro para caer sobre los minadores. Por medio de la tortura se les puede obligar a que digan dónde han sido abiertas otras minas…, y así sucesivamente…
La frialdad con que pronunciaba tan sanguinarias palabras me horrorizó. Pensé en los hombres que trabajaban bajo nuestros pies: jadeantes, sudorosos, cegados por el polvo, afanándose como bestias de carga e ignorantes de que cada golpe de pico que daban podía acercarlos a una muerte despiadada. Si verdaderamente se trataba de serbios, eran hermanos míos, cristianos como yo, a pesar de que, debido al tratado que su déspota actuante tenía firmado con el Sultán, se veían obligados a servir a este último. Pero Grant me escudriñaba con sus oscuros e inquietos ojos.
—La crueldad es ajena a mi naturaleza —dijo como si adivinara mis pensamientos—. Para mí todo se reduce a un absorbente problema matemático que ofrece la oportunidad de hacer varios cálculos diferentes.
El cielo palideció sobre nuestras cabezas. Las colinas de Pera estaban teñidas de rojo. La gran bombarda tronó llamando a los turcos a la plegaria matinal. De los edificios de Blaquernae y de los subterráneos de la muralla comenzaron a brotar hombres en armas, soñolientos aún y desperezándose. Algunos nos miraban, para de inmediato posar la vista en las barricas de Grant. Se abrocharon, con aire de fastidio, los cinchos de sus atalajes y se encaminaban silenciosos y bostezando, a las almenas a relevar a la guardia.
Ataviado con su manto verde imperial apareció seguidamente el megaduque Lucas Notaras. Lo seguían sus dos hijos con expresión seria en el rostro y la mano sobre el puño de la espada. No llevaba más compañía. Di un paso atrás, quedando junto a Grant y con la barrica frente a mí. Notaras se detuvo. Su dignidad no le permitía jugar al gato y al ratón conmigo alrededor de un tonel, ni tampoco podía ordenar a los miembros de la guardia que me apresaran, puesto que Blaquernae está bajo el mando veneciano.
—Quiero hablar con vos, Giovanni Angelos —dijo—. A solas.
—No tengo secretos —respondí.
Su enigmático y orgulloso rostro era inescrutable y no sentí la menor inclinación a seguirlo como un cordero al matadero.
Abrió la boca con intención, sin duda, de replicar agriamente, pero en el mismo instante se fijó en la superficie del agua de la barrica, que seguía rizándose a intervalos. Miró con fijeza primero, luego frunció el entrecejo y por fin lanzó una ojeada de soslayo a Johann Grant. Su aguda mente había captado de inmediato la situación y al instante también se había puesto en funciones su instinto político. Sin decir palabra se volvió y se marchó por donde había venido. Sus hijos me miraron azorados, pero, obedientes, siguieron a su padre.
La mina había sido descubierta. Notaras no perjudicaba a los turcos informando de ello al Emperador y al mismo tiempo, obrando como lo hacía, se arrogaba el honor del descubrimiento y obtenía con ello la confianza de su soberano.
No pasó mucho tiempo antes de que Constantino apareciese a caballo y en compañía de sus consejeros más íntimos.
—El megaduque os ha robado la gloria… —dije a Grant en voz baja.
—No vine aquí en busca de gloria —me respondió el germano en el mismo tono—. Todo cuanto deseaba era aumentar el caudal de mis conocimientos.
Notaras, que venía en compañía del Emperador, se apresuró a ir junto a Grant, poniéndole la mano en el hombro en muestra de su favor, mientras se dirigía al Emperador alabando los innumerables recursos e intuición de Grant, a quien definió como un hombre cabal y un honrado germano.
El Emperador tuvo también palabras amables para Grant y le prometió un presente en metálico, pidiéndole que, bajo la dirección de Notaras, localizara y destruyera todas las minas turcas, para lo cual pondría a su disposición los obreros y técnicos que fuesen necesarios.
Vi que Giustiniani podía decir también algo acerca del descubrimiento, y no tardó en llegar montado en su caballo para tomar parte en el regocijo general. Afortunadamente, Grant había dado de inmediato, y por su propia cuenta, los pasos oportunos para hallar a quienes, tanto en la ciudad como en las murallas, supieran algo de minería. Al mismo tiempo escogió hombres para la vigilancia de las barricas y tambores; pero tales vigilantes dieron muchas falsas alarmas antes de familiarizarse con la misión que les había sido encomendada. Cada vez que los cañones más cercanos disparaban, el agua se rizaba y los guisantes bailaban, con lo cual los vigilantes echaban a correr con los pelos de punta a informar que los turcos salían ya a la superficie.
Una vez que Grant hubo dispuesto a sus hombres, se volvió al Emperador y dijo:
—No entré a vuestro servicio por afán de honores y dinero, sino para estudiar la ciencia de los griegos. Os pido, pues, permiso para ojear los catálogos de vuestra biblioteca y poder leer los manuscritos que se guardan en sus sótanos, o para copiar los escritos de los pitagóricos. Me consta que se conservan allí obras de Pitágoras y de Arquímedes, pero vuestro bibliotecario las guarda como un cancerbero y no permite que nadie encienda una vela o una lámpara en todo el edificio.
Al Emperador no pareció sentarle nada bien esta demanda. Una expresión de hastío e inquietud asomó a sus ojos, al par que evitaba los de Grant al responder:
—Mi bibliotecario sólo cumple con su deber. Su cargo es hereditario y sus obligaciones se hallan estrictamente determinadas, de forma que no puede modificarlas en absoluto. Por lo demás, no seríais grato a Dios si en esta hora en que la ciudad tanto os necesita os ocuparais en la búsqueda de escritos filosóficos paganos. Sólo uno es indispensable, y debéis saberlo. Ni Pitágoras ni Arquímedes pueden ayudaros, sino Jesucristo, quien dio su vida a fin de que nuestros pecados fueran perdonados y resucitó de entre los muertos para nuestra redención.
Grant se atrevió a farfullar:
—Si sólo uno es indispensable, no tiene sentido alguno que dilapide mis descubrimientos y cálculos en mantener a raya a los turcos.
El Emperador acentuó su grado de hastío, esta vez con un movimiento de su mano, y dijo:
—La filosofía griega es nuestra herencia a perpetuidad y no debemos prestar sus preciosos escritos poniéndolos en manos de bárbaros.
Giustiniani tosió con fuerza y hasta los ojos sanguinolentos del bailío, que acababa de llegar, se movieron en sus órbitas llenos de resentimiento. Pero tan pronto como Grant se hubo marchado, el Emperador explicó, sencillamente, que la palabra «bárbaros» no iba dirigida a los latinos. Grant era germano; por lo tanto, un bárbaro de nacimiento.
El bombardeo se desencadenaba diariamente en la forma acostumbrada, o quizá con más violencia aún. La gran muralla ha resultado también dañada en varios puntos. Mujeres, niños y ancianos se han ofrecido voluntarios para ayudar a los trabajos de reparación. El miedo les proporciona energías sobrehumanas; juntos acarrean piedras y cestones que un hombre habituado y fuerte hallaría demasiado pesados.
«Preferimos morir con nuestros maridos, padres e hijos, antes que ser esclavos de los turcos», decía esta pobre gente.
Una horrible inercia ha embotado el miedo de los defensores, por lo que muchos se exponen a las flechas enemigas aunque puedan evitarlas con sólo dar unos pasos. Hombres sin protección alguna y con los ojos hinchados por la falta de sueño, van hasta el foso para pescar con sus pértigas lo que pueden de la madera, los arbustos y las malezas arrojados a él por nuestros enemigos. Desde la muralla no se divisa el menor árbol o matorral; los turcos los han talado todos para emplearlos en cegar el foso. También las colinas de Pera y la costa adriática en la margen opuesta del Bósforo han quedado desnudas por completo.