15 de mayo de 1453

Hoy me han asestado una puñalada en el corazón. La presentía. El hombre pierde lo que tiene que perder y ni siquiera la mayor felicidad dura para siempre. Mirando hacia atrás, parece un milagro que hayamos podido resistir tanto. Ahora, y durante varios días, todo el mundo ha estado sujeto a las visitas de las patrullas del Emperador, que tiene derecho a entrar en las casas de los grandes, sin previo permiso, y registrar bodegas y desvanes en busca de desertores, provisiones almacenadas y plata para la Tesorería del Emperador. Si un pobre hombre ha conseguido guardar, con penas y fatigas, un puñado de harina, es confiscada tan despiadadamente como al ricacho que esconde sacos de trigo o tinajas de aceite.

Al atardecer mi criado Manuel vino a visitarme a Blaquernae. Sus ojos estaban arrasados en lágrimas y alguien debió de haberle dado fuertes tirones de la barba, pues sus mejillas estaban moteadas de sangre.

—Mi señor —jadeó, llevándose una mano al pecho—, ha ocurrido una desgracia.

Había cruzado la ciudad corriendo y aún se tambaleaba. Era tal su agitación, que no se cuidó de observar si alguien podía oírlo. Me contó que la policía militar había registrado mi casa. No encontró nada, pero uno de los hombres observó a Ana con suma atención y, evidentemente, la reconoció, pues volvieron de nuevo por la tarde, esta vez al mando de uno de los hijos de Notaras, quien reconoció al punto a su hermana. Ella lo siguió sin ofrecer la menor resistencia. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Manuel trató de protestar, argumentando que yo no me hallaba en casa, pero ellos le habían tirado de la barba, lo habían derribado y le habían propinado varios puntapiés. Hasta el hermano de Ana se olvidó de su alcurnia y le abofeteó el rostro.

Tan pronto como Manuel se hubo recobrado, los siguió a una distancia prudente y vio cómo conducían a su señora al palacio del megaduque Notaras.

—Puesto que es su hija… —dijo como cosa reconocida—. Lo supe casi desde el principio, aunque no lo dije puesto que deseabais mantener el secreto. Pero esto importa poco ahora. Lo que importa, señor, es que debéis huir, pues sin ningún género de dudas el megaduque Notaras os buscará para mataros y sus caballos son más veloces que mis piernas.

—¿Y adónde podría huir? —pregunté—. No hay paraje en la ciudad donde no pudieran encontrarme si se lo propusieran.

Manuel se olvidó de sí mismo hasta el punto de cogerme por un brazo.

—Pronto será de noche —dijo en tono conminatorio—. Hasta ahora todo está en calma en la muralla; podéis descolgaros por una cuerda y escapar al campo del Sultán. Allí estaréis tranquilo y nadie os molestará; otros lo han hecho también. Si me lo permitís, yo mismo os ayudaré a bajar y retiraré la cuerda para no dejar rastro… Sólo os pido que me recordéis cuando hagáis vuestra entrada en la ciudad con los conquistadores…

—¡No digas insensateces, viejo estúpido! —exclamé—. El Sultán clavaría mi cabeza en una estaca si me cogiera.

—Claro, claro… —balbuceó Manuel mirándome de soslayo con sus ojos ribeteados de rojo—. Esto es lo que decís y no me corresponde a mí juzgarlo… Pero, creedme, de ahora en adelante estaríais más a salvo en el campo del Sultán que en Constantinopla y acaso podríais interceder por nosotros, pobres griegos.

—Manuel… —empecé a decir, pero no pude continuar. ¿Cómo podría penetrar la coraza de sus prejuicios?

—Claro que fuisteis enviado aquí por el Sultán —dijo, e hincó su dedo en mi pecho—. ¿Acaso creísteis que engañabais a un viejo griego? Podéis hacerlo con los latinos tanto como queráis, pero no con nosotros. ¿Por qué, si no, os pensáis que todos se apartan de vuestro lado, bendiciendo vuestras huellas? No os han tocado ni un pelo siquiera. Ésta es una prueba convincente. Nadie se atreve a poner ni un dedo sobre vos, porque el Sultán es vuestro escudo. Y un hombre no debe avergonzarse de servir a su amo; hasta los emperadores se han aliado con los turcos cuando ha sido necesario; y supieron manejarlos…

—¡Contén tu lengua, imbécil! —dije, al tiempo que miraba en torno. Se había acercado un soldado veneciano, que contemplaba con aire divertido el excitado viejo. En aquel preciso momento disparó un cañón y el proyectil dio contra un muro cercano. El suelo tembló bajo nuestros pies. Manuel volvió a cogerme por el brazo y lanzó una mirada temerosa a la tierra removida y calcinada.

—¿No opináis, señor, que estamos en una zona peligrosa? —preguntó ansiosamente.

—Tus estúpidas palabras carentes de todo sentido son más peligrosas para mí que toda la artillería turca —respondí furioso—. ¡En el nombre de Dios, Manuel, créeme! Sea lo que yo sea, viviré y moriré por esta ciudad. No tengo otro futuro. No deseo el poder ni la púrpura. El poder es muerte. Sólo ante Dios responderé de mí mismo. Métete en la cabeza y de una vez por todas, que estoy solo, absolutamente solo. Lo que se halla oculto en mi corazón morirá con mi corazón cuando los turcos lleguen.

Hablé de manera tan grave y convincente que Manuel se quedó boquiabierto. No tenía más remedio que creerme. Acto seguido rompió a llorar y dijo:

—En este caso, sois vos el demente y no yo. —Después de haber vertido unas cuantas lágrimas, se sonó ruidosamente y dijo con aire resignado—: ¡Así ha de ser! Hemos tenido emperadores locos antes de ahora y nunca nadie lo consideró una desgracia. Sólo hubo uno, Andrónico, cuya locura se manifestó de forma tan cruel que el pueblo no tuvo otro remedio que colgarlo en el hipódromo y abrirlo en canal con una espada. Pero vos no sois cruel; sois hasta comedido en vuestra locura. Por lo tanto, es mi deber seguiros en todos los pasos de vuestra insensatez, una vez que ya os he conocido… —Miró en torno a él, exhaló un profundo suspiro y añadió—: La cosa está bastante mal, pero no puedo volver a vuestra casa. Tengo demasiado miedo al megaduque Notaras. Prefiero empuñar un hacha y enfrentarme a un turco rabioso que topar con el megaduque después de haberos ayudado a robarle su hija… A menos que me equivoque de medio a medio, Ana Notaras estaba destinada hace mucho tiempo al harén del Sultán…

Una vez más me maravilló la capacidad de información que podía poseer un simple hombre del pueblo como Manuel. Por lo demás, ¿qué podría, en efecto, convenir mejor a los planes de Lucas Notaras que casar a su hija con el Sultán, reforzando así los lazos de su alianza? Quizá la única razón por la que quiso enviarla a Creta, poniéndola a salvo, no había sido otra que la de hallarse él en una posición firme para la transacción. Mohamed es insaciable en sus deseos, y en eso se asemeja a su modelo Alejandro el Grande. Una mujer perteneciente a la más destacada familia de Constantinopla halagaría su colosal orgullo.

—¿De dónde sacas todo lo que crees saber? —le pregunté sin poder evitarlo.

—Está en el aire —respondió levantando las manos—. Soy griego… Llevo la política en la sangre… Pero no me gustaría involucrarme en este asunto entre vos y vuestro suegro; prefiero verlo todo a distancia, si me lo permitís…

Me percaté de que, efectivamente, se hallaba más a salvo en la muralla que en mi propia casa. Si Lucas Notaras tenía la intención de matarme, bien fuese por su propia mano o por la de un esbirro a sus órdenes, no dudaría en reducir al silencio a los testigos de mi boda. Por lo tanto, di mi permiso a Manuel para que se uniese a los obreros griegos que los venecianos han empleado aquí recomendándole que anduviera con pies de plomo.

Mi primera idea al oír que había perdido a Ana, fue la de ir directamente a casa de su padre y pedir que me la devolviera, puesto que era mi mujer. Pero ¿de qué habría servido semejante cosa?, quizás incluso hubiese sido contraproducente para el fin que yo perseguía. Un extranjero asesinado…

Ana está ahora encerrada a cal y canto… Es mi mujer; sin embargo debo de ser precavido y desconfiar de Notaras. Lo más sencillo para él sería asesinarme, pero yo no tengo deseo alguno de morir a manos griegas.

He estado velando para escribir. De vez en cuando he cerrado los ojos y descansado mi cabeza entre las manos. Pero ahora que he terminado, el sueño no acude a mí. Aunque me pesan los párpados y se me cierran los ojos de cansancio, ante mí está presentes su cabellera, su boca, sus ojos… Siento cómo arden sus mejillas al contacto de mi mano y cómo una llama abrasadora consume mi cuerpo cuando acaricio su cuerpo desnudo.

Nunca la deseé tanto como ahora, que sé que la he perdido…