13 de mayo de 1453
El consejo de guerra comenzó en una atmósfera de tensión, y fue interrumpido casi de inmediato debido a las señales de alarma que sonaron en las murallas. Al abandonar la iglesia salió a nuestro encuentro un enviado especial, quien nos informó que el enemigo atacaba Blaquernae desde la orilla y la puerta Kaligari, pero que el ataque principal iba dirigido, al parecer, contra la brecha de la puerta Kharisios.
Las campanas tañían a rebato, se encendían las luces en las casas y la gente salía a la calle presa de terror y a medio vestir. En el puerto maniobraron los barcos tomando posiciones ante el dique, como si se esperara también un ataque por aquella parte. Ya era medianoche. A través del aire en calma, el tumulto de la batalla llegaba hasta el hipódromo. Las fogatas del campamento turco ardían trazando un brillante semicírculo en torno a la ciudad.
Espoleando sin compasión a nuestros caballos, nos lanzamos al galope a través de las calles, a la luz de las antorchas. Cuando nos aproximábamos a la puerta Kharisios topamos con un nutrido grupo de fugitivos, entre los que había hombres armados. El Emperador refrenó su corcel y les ordenó, en nombre de Cristo, que volvieran a las murallas, pero los fugitivos, aterrorizados, no lo escucharon siquiera. Nuestra escolta se vio obligada a cargar contra ellos, repartiendo mandobles e hiriendo a algunos, visto lo cual los demás se detuvieron; estaban tan estupefactos que incluso parecían ignorar dónde se encontraban, pero por fin emprendieron lentamente la marcha de regreso a las murallas.
Constantino siguió adelante y nuestra tropa llegó en el momento oportuno, pues cerca de la puerta Kharisios había sido abierto un enorme boquete que casi llegaba a la mitad de la muralla; los defensores habían cedido, permitiendo la entrada de los turcos, que se desparramaban por las calles vecinas lanzando roncos aullidos y matando y destrozando cuanto encontraban a su paso. Nuestra caballería pronto acabó con ellos y nos dimos cuenta de que eran los restos de una ola de asalto. Los defensores habían tenido tiempo de ocupar de nuevo sus puestos en las murallas antes de que la nueva ola irrumpiese. Giustiniani estaba ya en las almenas, donde lo vimos reorganizando la defensa.
Pero este incidente sirvió para demostrar que la ciudad se encuentra al borde del desastre. Sin embargo, los turcos no han conseguido el mismo éxito en otros sectores, por fortuna.
Al alba el ataque menguó. De todas formas, no había sido un ataque general, puesto que la flota turca no pudo intervenir en él. Giustiniani estimaba que unos cuarenta mil hombres habían tomado parte en la batalla.
—El Sultán sólo intenta desgastarnos —dijo—. No creáis que hemos obtenido una victoria. No quiero deciros el número de caídos que hemos tenido que lamentar. Pero debo admitir que esta noche los venecianos han logrado sacar algo de lustre a su empañado honor.
Salió el sol iluminando con sus rayos la tierra sembrada de cadáveres desde la orilla hasta la puerta de San Romano. Los cuerpos inertes de los turcos que habían conseguido infiltrarse en la ciudad fueron arrojados desde la muralla exterior, eran más de cuatrocientos.
Ahora que los marinos de Trevisano han visto y oído a sus compatriotas luchar por sus vidas, han abandonado toda resistencia. Durante el día descargaron sus navíos y al anochecer los cuatrocientos hombres en armas, con Trevisano a la cabeza, se pusieron a disposición del bailío, en Blaquernae. Se les asignó la posición más expuesta y honorable: la punta norte de la ciudad junto al puerto de Kynegion, donde se unen las murallas que dan al mar y aquellas que dan al campo. Los marineros han prometido que por la mañana expondrán sus vidas al peligro, en nombre de Cristo.
Este refuerzo era absolutamente necesario; es casi seguro que sin él, Constantinopla no podría contener otro ataque nocturno como aquél. Durante todo el día los turcos no han dejado de hostilizarnos, con el deliberado propósito de tener a la guarnición constantemente alerta, sin posibilidad alguna de descansar. Se han establecido relevos, pero cuando esta mañana el Emperador inspeccionó las murallas, encontró a muchos centinelas dormidos como troncos. Los zarandeó con sus propias manos para despertarlos y tuvo palabras de consuelo para los que lloraban, completamente agotados. Prohibió a los oficiales que castigaran a quien encontraran dormido en su puesto. Por lo demás, ¿qué castigos pueden imponerse? Las raciones no pueden ser menores, el vino toca a su fin, y permanecer en las almenas ya es suficiente castigo para cualquiera.
Cuando el disco rojo del sol mañanero colgaba sobre las colinas de Pera, vi a los hermanos Guacchardi ocupados en decapitar los cuerpos sin vida de los asaltantes que habían logrado poner el pie en su sector. Las armaduras de los tres hermanos estaban cubiertas de sangre de arriba abajo. Gritando y riendo, se lanzaban el uno al otro las cabezas de los turcos, como si estuvieran divirtiéndose con un original juego de pelota. Habían apostado sobre quién daría con la barba más larga, y éstas pendían de sus cintos como penachos de color castaño, negro y gris. El increíble deporte al que estaban entregados tenía por objeto no dejarse dominar por el cansancio después de una noche de prueba.
Unas cuantas flores amarillas habían brotado en los baluartes, entre la sangre, el hollín y la grava.
Yo no participé de lo peor de la refriega, pues mi misión principal consistía en transmitir las órdenes de Giustiniani a diferentes puntos de la muralla. A pesar de ello, desfallecía de agotamiento y me parecía estar viviendo un sueño. Una vez más comenzó a relampaguear la artillería turca y a temblar la muralla por efecto de los impactos de los proyectiles, aunque los estampidos resonaban en mis oídos como ecos lejanos. Las colinas de Pera estaban teñidas de rojo por el sol, al igual que las corazas de los hermanos Guacchardi, quienes seguían jugando a la pelota con las ensangrentadas cabezas de los turcos. Esa mañana quedará grabada por siempre en mi corazón. El cielo y la tierra en la eclosión de toda la gama de sus colores y, sobre todo, el negro y el carmín, eran de una indescriptible belleza, mientras las órbitas huecas de la muerte miraban a mi alrededor con sus inexistentes ojos puestos en el vacío.
También en otra ocasión el mundo me había parecido igualmente irreal y, a la vez, sobrenaturalmente bello. Fue en Ferrara, donde me hallaba en brazos de la peste, aunque no me diera cuenta de ello. La luz de un nuboso día de noviembre pugnaba por penetrar a través de las polícromas vidrieras de la capilla; los incensarios exhalaban su acre aroma y las bien cortadas péndolas raspaban, como siempre, el pergamino. Aunque yo me había apartado a un rincón, un rumor claro como un sonido llenaba mis oídos. Mis ojos lo veían todo con más claridad que nunca. Vi el repugnante rostro del Emperador Juan con sus cambiantes matices amarillo, azufre y verde, sentado en su trono exactamente igual al del Papa Eugenio, y con un perro blanco y negro a sus pies. Vi que el expresivo y alegre rostro de Besarion se transformaba, volviéndose insensible y frío. Y las palabras latinas y griegas que hendían la verdosa luz de la capilla parecían diluirse en un sonido tan insensato como los ladridos de jaurías perdidas en la distancia.
En aquella hora sentí en mí a Dios por primera vez, al tiempo que los síntomas de la peste.
En un centelleante resplandor de verdad sentía ahora que aquel momento había contenido también esta mañana como la corteza contiene la madera. De haber tenido más percepción, incluso podría haber experimentado y visto lo que hoy he visto. Ambas cosas ocurrían, a la vez, en mí y en la eternidad. Son instantes de clara visión que se contienen los unos a los otros, y entre ellos la concatenación del tiempo no es más que una ilusión. Semanas, meses, años, son medidas inventadas por el hombre; no tienen nada que ver con el tiempo verdadero, con el tiempo de Dios.
En esta hora supe también que yo había nacido porque ese era el inescrutable deseo de Dios. Y cuando esto ocurrió sentí que mi corazón contenía las visiones de mi nueva vida. Una vez más vi los cuerpos decapitados, las paredes en ruinas, el resplandor de los cañones, las pequeñas flores amarillas entre charcos de sangre, y los hermanos Guacchardi con sus armaduras ensangrentadas jugando con las cabezas de sus enemigos como si fuesen pelotas.
Pero este conocimiento no despertó en mí éxtasis ni gozo; por el contrario, un indecible dolor al saber que no soy ni seré otra cosa que un hombre; una chispa fugaz barrida por los vientos de Dios de una a otra oscuridad. Y con una sutilidad más aguda aún que mi dolor y mi laxitud física, percibía el anhelo de mi corazón por alcanzar el inefable reposo del olvido. Pero no hay olvido.
No; no hay olvido.