7 de mayo de 1453
El infierno se desató poco después de medianoche, cuando no menos de diez mil hombres se lanzaron al asalto de las brechas. El ataque más encarnizado fue el dirigido contra la puerta de San Romano, en el sector confiado a Giustiniani, donde la gran bombarda del Sultán ha causado los mayores daños en ambas murallas. Las tropas de asalto avanzaron en buen orden y sigilosamente, protegidas por la oscuridad, y tuvieron tiempo de cegar el foso en varios puntos, antes de que sonara la alarma. Docenas de escalas se elevaron al mismo tiempo. Nuestros obreros pusieron pies en polvorosa y sólo la presencia de espíritu de Giustiniani logró salvar la comprometida situación. Mugiendo como un toro se lanzó a la refriega y su espadón hizo estragos entre los turcos que habían logrado poner pie en la cima del contrafuerte de tierra. Al mismo tiempo se encendieron innumerables antorchas y teas que lo iluminaron todo como si fuese pleno día.
Los gritos de Giustiniani taparon incluso el redoble de los tambores turcos y tan pronto como se percató de que era un ataque en toda regla, ordenó que acudiesen los reservistas. Pero al cabo de dos horas de furioso combate tuvimos que recurrir a otros refuerzos de diversos puntos de la muralla, para concentrarlos a ambos lados de la puerta de San Romano. Tras el primer ataque, los turcos volvieron en oleadas regulares, de un millar de hombres a la vez. Habían arrastrado sus piezas de campaña hasta el borde mismo del foso. Mientras las tropas de choque avanzaban, los arqueros y la artillería trataban de obligar a los defensores a resguardarse, pero los hombres de Giustiniani, protegidos por sus corazas, formaban un muro de hierro viviente a lo largo de la muralla exterior. Las escaleras de asalto fueron derribadas y los turcos que se habían hacinado bajo cobertizos móviles al pie del muro fueron rociados con pez hirviente y plomo derretido, lo que los obligó a desparramarse para pasar a ser blanco de los dardos de nuestros ballesteros.
Es difícil estimar las bajas que ha sufrido el enemigo. Giustiniani hizo correr por la ciudad el rumor de que al amanecer los montones caídos habían alcanzado la altura de la muralla exterior; pero naturalmente, eso fue una exageración destinada a levantar la moral del pueblo. Por muchos turcos que muriesen, su desaparición no compensa la de los latinos que cayeron con su armadura traspasada o derribados de la muralla por las pértigas turcas.
Comparado con este ataque, todos los anteriores han sido simple juego de niños. La pasada noche el Sultán tomó las cosas en serio y ordenó que un número considerable de sus hombres entrase en acción. Sin embargo, en el sector de Blaquernae el peligro fue mínimo. Las escaleras de asalto no alcanzaban las elevadas murallas. Por lo tanto, el bailío pudo distraer una compañía de sus soldados, diciéndome que los pusiera a disposición de Giustiniani para que los venecianos pudieran obtener parte de su gloria.
En el momento en que llegábamos, el gigantesco jenízaro ponía pie en la muralla, y con un aullido de triunfo llamaba a sus camaradas, mientras se abalanzaba sobre Giustiniani. Éste se encontraba combatiendo en la brecha, algo más abajo, y sin duda habría muerto si uno de los obreros —un griego sin armadura— no hubiese saltado valientemente desde las almenas esgrimiendo su azada, con la que segó uno de los pies del jenízaro. Fue entonces tarea fácil para el protostator enviar al turco al otro mundo. Giustiniani hizo un buen presente a su salvador, pero dijo que habría preferido enfrentarse en igualdad de condiciones con su atacante.
Fui testigo de esta escena a la luz de las antorchas y flechas incendiarias, en medio del clamoreo y el entrechocar de espadas y escudos. Luego no tuve tiempo de pensar en nada más, pues la presión del ataque era tan intenso que tuvimos que arrimarnos hombro contra hombro para poder rechazarlo. Mi espada está hoy mellada. Cuando al amanecer los turcos comenzaron a retirarse, estaba tan exhausto que a duras penas podía levantar un brazo. Me dolían todos los miembros como si estuvieran rotos y tenía el cuerpo cubierto de cardenales. Pero no había recibido herida alguna, por lo que podía felicitarme por mi suerte. Giustiniani resultó con un rasguño en la axila; su coraza lo había salvado también de una lesión fatal.
La gente cuenta que en la puerta Selymbria un griego mató a un gobernador turco.
Al ver Giustiniani el estado en que me encontraba, me dio un consejo amistoso:
—En el ardor y la excitación de la refriega no es raro que un hombre emplee sus fuerzas más allá de su capacidad normal. Pero nada es tan peligroso como descansar en exceso en una pausa del combate, pues entonces uno se expone a quedar tan exhausto que luego no puede sostenerse sobre sus rodillas. Por esta razón, un combatiente experimentado nunca emplea a fondo todas sus energías, aun en lo más arduo de la batalla, sino que deja algunas reservas. Ello puede suponer la salvación de su vida y lanzarse de nuevo a la refriega. —Me miró alegremente con sus ojos bovinos y añadió—: Por lo menos, le servirían para huir.
Estaba de buen humor y no se molestaba por tener que mezclar su vino con agua para dar ejemplo a sus hombres. Además, el vino se ha agotado casi.
—Bien, bien, Jean Ange —prosiguió—. Estamos empezando a paladear la guerra. Al Sultán se le está calentando la sangre y pronto tendremos que afrontar ataques de envergadura.
Lo miré con escepticismo.
—¿Qué se supone que es un ataque de envergadura? —pregunté—. Nunca presencié uno peor que el que acabamos de sufrir, y tampoco puedo imaginarlo. Los jenízaros combatían como bestias salvajes y cero que yo también me convertí en otro animal feroz.
—Todavía os queda mucho por ver —dijo Giustiniani afablemente—. Saludad a vuestra bellísima esposa en mi nombre. A las mujeres les gusta el perfume de la sangre en las ropas de un hombre. Nunca disfruté tanto del cuerpo de una mujer como un día que había enviado a muchos hombres al otro mundo con mi espada, y estaba lleno de magulladuras. Os envidio, Jean Ange.
Alicaído y dominado por un profundo hastío, no hice caso de sus palabras. El frío aire mañanero estaba empañado por el vaho que despedían los cadáveres. ¿Cómo podría tocar a mi esposa cuando aún tenía grabadas en la retina las horribles imágenes del combate y mis manos estaban manchadas de sangre? Tenía pavor de lo que pudiera soñar, y aun así todo lo que quería era dormir.
Pero Giustiniani estaba en lo cierto. Acepté su permiso para que me marchase a mi casa a descansar después de la batalla, y nunca antes mi contusionado cuerpo se sintió tan excitado como esa mañana. Mi sueño fue profundo como la muerte y dormí con la cabeza apoyada en el blanco y desnudo hombro de Ana Notaras.