5 de mayo de 1453

Cuando uno está solo, pensar y escribir resulta de lo más fácil. Sin duda alguna es también fácil morir cuando uno se encuentra solo en las almenas y el tambor de la Parca resuena por doquier. Ante las murallas, la tierra aparece negra y desgarrada por los cañonazos, hasta donde la vista puede alcanzar. Las estancias de Blaquernae tiemblan, retumban, y de sus paredes se desprenden baldosas y zócalos de mármol. Es fácil pasearse solo por las habitaciones imperiales aguardando la muerte, mientras el eco irrevocable pasado resuena en su propia vacuidad.

Pero hoy he ido de nuevo a casa. Sólo necesito una mirada de los límpidos ojos de Ana, tocarla con las yemas de mis dedos y sentir el viviente calor de su piel, su pasajero encanto, para que el fuego y el deseo de mi sangre desechen cualquier otro pensamiento y lo transformen todo.

Es fácil yacer abrazados cuando por un instante mi boca recibe el fuego de su aliento. Pero después, cuando ella abre los labios para hablar, no logramos entendernos. Sólo en la proximidad de nuestros cuerpos encontramos esta comprensión mutua. El conocimiento de la carne está lleno de belleza y temor respetuoso. Pero nuestras mentes siguen caminos diferentes. A veces basta una palabra para herirnos y nos miramos el uno al otro como si fuésemos enemigos. Aunque sus mejillas ardan de amor, me mira como si fuese un extraño.

No puede comprender por qué debo morir, cuando podría seguir viviendo si quisiera.

—¡Honor! —comentó hoy—. Es una palabra imbécil, la más odiosa de cuantas emplean los hombres. ¿Acaso Mohamed, en toda su gloria, carece de honor? ¿No acrecientan el honor del Sultán esos cristianos que han renegado de su fe y ahora combaten a su lado? ¿Qué es el honor para un hombre vencido? De todas maneras será desgraciado. El honor sólo es para el victorioso.

—Hablamos de cosas diferentes —dije—, y nunca lograremos entendernos.

Pero Ana es obstinada. Clavó sus uñas en mi brazo como para obligarme a que pensara como ella, y dijo:

—Eres griego, y puedo comprender que combatas. Pero ¿qué sentido tiene morir cuando las murallas cedan y los turcos entren en la ciudad? Sólo eres medio griego si no logras comprender que cada cual es su propio prójimo.

—No me comprendes —respondí—, porque no me conoces. Pero tienes razón: yo sólo me encuentro cerca de mí mismo, y sólo a mí mismo puedo obedecerme.

—¿Y yo? —preguntó por centésima vez—. Entonces es que no me quieres…

—Eres una tentación a la que no puedo resistir —repliqué—. Pero no me guíes a la desesperación… Mi amada, mi única amada, no hagas que me desespere…

Oprimió mis sienes con sus manos y jadeó con su boca pegada a la mía. Me miró fijamente con ojos llenos de odio y murmuró:

—Si tan sólo pudiera abrir tu frente; si pudiera descubrir los pensamientos que bullen en tu cabeza… No eres el hombre que yo me pensaba. ¿Quién eres, entonces? Todo lo que he tenido entre mis brazos ha sido tu cuerpo, nunca a ti mismo. ¡Por eso te odio…, oh cómo te odio!

—Concédeme sólo estos pocos días, estos pocos momentos —rogué—. Quizá pasen nuevas centurias antes de que vuelva a ver tus ojos y te encuentre de nuevo. ¿Qué mal te he hecho para que me atormentes tanto?

—No existe el pasado y menos aún el futuro —replicó—. No son más que sueños e imaginación, una filosofía propia de imbéciles. Me tienen sin cuidado semejantes mentiras. Es esta vida la que deseo, y a ti en ella, y es por eso que he de atormentarte hasta el fin, y nunca te perdonaré. Ni a ti ni a mí misma.

—Llevo una corona muy pesada —dije exhausto.

Pero Ana no me comprendió.