28 de abril de 1453
Todavía estaba oscuro esta mañana cuando Giustiniani vino a despertarme, como para asegurarse de que me encontraba en mi puesto de Blaquernae. Luego, con breves palabras, me ordenó que fuese con él. Cuando salimos aún no había amanecido y el aire frío de la noche me puso de mal talante. A excepción de los ladridos de los perros provenientes del campamento turco, todo estaba en calma.
Subimos a las almenas frente al fondeadero turco. Un par de horas antes de la salida del sol apareció una señal luminosa en lo alto de la torre de Pera.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Giustiniani—. ¿Por qué nací genovés? La mano derecha de esta gente no sabe lo que hace la izquierda.
La noche era espantosamente tranquila. De la orilla turca no llegaba sonido alguno. Las negras aguas del puerto reflejaron el fogonazo que brotó de la torre de Gálata. Agucé la vista y entre las sombras me pareció distinguir la silueta de navíos deslizándose por el agua. De pronto la noche estalló como un volcán. Brotó el resplandor de antorchas y el fuego griego chorreó sobre el agua en ramalazos cegadores. Ahora podía ver que los venecianos habían enviado un nutrido escuadrón para destruir las galeras turcas. Cerca de la orilla se balanceaban dos grandes navíos que aparecían informes debido a los sacos que cubrían sus amuras. Pero uno de ellos estaba a punto de hundirse. Las balas de cañón se abatían incesantemente sobre lanchones y bergantines que avanzaban a golpe de remo y a resguardo de los grandes navíos.
La flota turca parecía haber estado alerta y se dirigió a su vez al encuentro de los cristianos. Pronto unos y otros se lanzaron al abordaje en medio de una gran confusión y las frenéticas órdenes de los capitanes resonaban sobre la superficie de las aguas. De vez en cuando las densas nubes de humo lo ocultaban todo, y sólo un rojo resplandor mostraba el lugar donde se encontraba una galera ardiendo. Los cristianos avivaban el fuego de sus navíos incendiados, los dejaban a la deriva y saltaban por la borda para ganar a nado los otros barcos.
La batalla continuó hasta el alba, cuando las galeras venecianas pudieron retirarse y emprender la vuelta. Una de ellas, al mando de Trevisano, habría zozobrado si su tripulación no hubiese tapado las vías de agua con sus capotes. La primera galera, mandada por Coco, se hundió en escasos minutos, aunque algunos de sus tripulantes consiguieron alcanzar a nado la orilla de Pera.
Al despuntar el sol pudimos observar que el ataque sorpresa había sido un fracaso total. Sólo una de las galeras turcas había sido incendiada y echada a pique. Los incendios de las demás habían sido extinguidos uno por uno.
La tercera de nuestras galeras iba capitaneada por el hijo del bailío veneciano. Cuando regresaba, disparó sus cañones contra Pera y vimos caer los proyectiles, entre una nube de polvo, al pie de la muralla. La luz que se había encendido en la torre en el momento en que los venecianos zarpaban era una prueba clara y contundente de la traición genovesa, y ni el propio Giustiniani intentaba negarlo.
—Para bien o para mal, Génova es mi patria —dijo a modo de explicación—. Comparada con la genovesa la flota veneciana es demasiado poderosa. Una pequeña sangría nos beneficiará y nivelará la balanza en el puerto.
Estábamos a punto de abandonar la muralla cuando, al lanzar una última mirada hacia la humeante orilla de Pera, cogí a Giustiniani por el brazo. Allí estaba el Sultán montado en su blanco corcel; el sol naciente hacía centellear las piedras preciosas de su turbante. Había cabalgado hasta una loma cercana a la orilla. Una hilera de cautivos se dirigía hacia él, con las manos atadas a la espalda. Eran los marineros de la galera hundida que habían alcanzado la orilla. Todos los que estaban en la muralla apuntaban con la mano y gritaban, pues habían reconocido a Giacomo Coco entre los prisioneros.
En aquel momento llegó corriendo proveniente de Blaquernae un grupo de venecianos que habían abandonado sus puestos en los bastiones. Giustiniani les ordenó que regresasen de inmediato a sus puestos, a lo cual respondieron que sólo acataban órdenes del bailío, quien había ido al puerto al encuentro de su hijo y les había ordenado que lo esperaran con todas las armas dispuestas.
La disputa quedó interrumpida cuando, horrorizados y sin aliento, volvimos la vista hacia Pera. Los turcos obligaban a arrodillarse a los cautivos, mientras un verdugo blandía su alfanje. Las cabezas caían separadas del tronco y manaba la sangre; pero esto no parecía suficiente. Había una hilera de afiladas estacas empotradas en tierra y en ellas iban ensartando los descabezados cadáveres. Luego tocaba el turno a las cabezas, que eran clavadas en la punta. Muchos se taparon los ojos ante este macabro espectáculo. Los venecianos lloraban de rabia. Una mujer vomitó y abandonó la muralla dando traspiés.
Las víctimas eran tan numerosas que cuando los primeros sangrientos despojos colgaban de las estacas, las últimas esperaban aún el momento de ser ejecutadas. El Sultán no concedió gracia a ninguno.
Era ya entrado el día cuando los cuarenta cadáveres estuvieron todos empalados, con sus cabezas clamando venganza, aunque sus bocas estuviesen mudas.
Giustiniani comentó:
—No creo que queden muchos venecianos con ganas de visitar a los turcos.
De los navíos venían las barcas de remo repletas de hombres cuyas armas centelleaban a la luz del sol. Giustiniani las contempló con el entrecejo fruncido.
—¿Qué es eso? —preguntó con tono de desconfianza.
Detrás de nosotros oímos el sonido de cascos de caballo. El bailío veneciano pasó a todo galope seguido de su hijo, que blandía la espada y llevaba una armadura manchada de sangre.
—¡Seguidnos, venecianos! —gritaba—. ¡A por los prisioneros!
Giustiniani vociferó en vano pidiendo un caballo; luego se calmó y dijo:
—De todas maneras, no puedo distraer a mis hombres de la puerta de San Romano. Que caiga la vergüenza sobre la cabeza de los venecianos. Ya visteis cómo abandonaron dos de sus naves y huyeron llenos de pánico.
No pasó mucho tiempo antes de que volvieran los furiosos venecianos, tanto soldados como marineros, arrastrando a empellones a los prisioneros turcos que habían sacado de los calabozos. Algunos habían sido encarcelados al comenzar el asedio, pero en su mayoría habían sido hechos prisioneros durante las incursiones turcas de reconocimiento, cerca de la puerta de San Romano y en otros puntos. Cerca de doscientos fueron concentrados en la muralla que daba al puerto. Los venecianos se apiñaban en torno a ellos, insultándolos y escupiéndolos al tiempo que les propinaban puñetazos y puntapiés. Muchos de los prisioneros yacían en el suelo; otros intentaban rezar invocando a Alá.
Giustiniani se dirigió a los venecianos, gritando:
—Protestaré ante el Emperador. Ésos son mis prisioneros.
A lo que los venecianos replicaron también a gritos:
—Contén tu lengua, condenado genovés, pues de lo contrario también te colgaremos a ti.
Los venecianos sumaban varios cientos y estaban provistos de toda clase de armas. Giustiniani comprendió que nada podía hacer y que su propia vida corría peligro. Se aproximó al bailío y trató de negociar diciendo:
—No tengo nada que ver con lo que han hecho los genoveses de Pera. Todos nosotros combatimos en nombre de Dios y por la supervivencia de la Cristiandad. No ganaréis honor ahorcando a esos desgraciados, muchos de los cuales son valerosos guerreros que no cayeron en nuestras manos antes de haber resultado heridos. Además, sería una estupidez, pues si les hacéis algún daño ya no se rendiría ningún turco; al conocer el destino que les espera, lucharán hasta el último aliento.
El bailío, encolerizado, replicó:
—La sangre de nuestros hermanos y parientes aún hiede pero vos, inmundo genovés, no os avergonzáis de hablar en defensa de los turcos. ¿Tratáis acaso de conseguir rescate por ellos? ¡Bah! Un genovés vendería a su propia madre si sacara lo bastante. Ea, os compramos vuestros prisioneros al precio corriente. ¡Tomad! —Y sacando una bolsa de su cinto la arrojó a los pies de Giustiniani. Éste palideció, pero se contuvo, dio media vuelta y me instó a que lo acompañara.
Los venecianos comenzaron entonces a ahorcar uno por uno a los prisioneros turcos, colgándoles de las almenas y de la torre situada justo enfrente del lugar donde el Sultán había ejecutado a los venecianos. Ahorcaron también a los heridos. En total perdieron la vida doscientos cincuenta prisioneros, seis por cada veneciano decapitado. Los marinos no se avergonzaron de jugar a verdugos; hasta el hijo del bailío colgó a un turco con sus propias manos.
Tan pronto como perdimos de vista a los venecianos, Giustiniani apresuró el paso. Topamos con dos guardias montados, de la reserva. Giustiniani les ordenó que se apearan y les requisamos los caballos y de ese modo llegamos rápidamente al cuartel general del Emperador. Constantino se había retirado a su torre, donde lo encontramos arrodillado ante un icono. Su excusa fue que se había visto obligado a acceder a la demanda veneciana y aprobar la ejecución a fin de que no se apoderasen a la fuerza de los prisioneros, desafiando así su autoridad.
—Me lavo las manos en esto —dijo Giustiniani—. No puedo hacer nada. Me es imposible retirar de la brecha ni uno solo de mis hombres, aunque muchos venecianos han abandonado sus puestos sin permiso. Tened dispuestas las reservas, pues de lo contrario no respondo de lo que pueda suceder.
Sin embargo, después de haber regresado a su puesto, y tras haber observado durante un rato el campo turco, fue por la tarde al puerto con un puñado de hombres.
Los venecianos habían probado el sabor de la sangre al colgar a los indefensos turcos. Muchos regresaron a la muralla y el bailío se dirigió a Blaquernae para lamentarse del deshonor que había sufrido Giacomo Coco; pero los restantes vagaban en bandadas en torno al puerto, gritando: «¡Traición!» y «¡Mueran los genoveses!». Cuando alguno de éstos se cruzaba en su camino, lo arrojaban al suelo y lo pateaban sin misericordia.
Su osadía llegó al extremo de romper las puertas y las ventanas de un comercio genovés. Llegados a este punto, Giustiniani ordenó a sus hombres que avanzaran en línea para limpiar las calles de la ralea veneciana. A esto siguió un tumulto general. Pronto comenzó la refriega en todas las calles del barrio portuario; se cruzaron las espadas y corrió la sangre. Los vigías dieron la alarma y Lucas Notaras bajó de la colina a la cabeza de una tropa de jinetes griegos, quienes comenzaron a cargar contra los venecianos y genoveses sin distinción alguna, y con la mejor voluntad del mundo. Los griegos, que habían buscado refugio en las casas vecinas, sacaron fuerzas de flaqueza y empezaron a arrojar piedras desde los tejados y ventanas hostilizando a cualquier latino que se pusiese a su alcance.
La refriega duró casi dos horas. Por fin, al atardecer, el Emperador Constantino en persona bajó al puerto montado en su caballo. Vestía el manto de brocado verde imperial y túnica y botas de púrpura. La corona ceñía su cabeza. A su lado cabalgaba el bailío veneciano, llevando también los símbolos externos de su dignidad. El bailío saludó a Giustiniani y con mejillas temblorosas le pidió perdón por las duras palabras que le había dirigido por la mañana. El Emperador vertió lágrimas al conminar a los latinos que por amor de Cristo cesaran de pelear entre sí y unieran sus fuerzas contra el enemigo común. El que algunos genoveses de Pera hubiesen traicionado al pueblo de Constantinopla, no significaba que todos fuesen culpables.
Su llamamiento logró en cierto modo una reconciliación, que compartió también Lucas Notaras, quien tendió su mano al bailío y a Giustiniani, y abrazándolos después los llamó hermanos. Cualquier diferencia debía ser enterrada, dijo, ahora que todos arriesgaban su vida por igual para salvar a la ciudad de las garras de los turcos. Creo que en ese momento Notaras fue absolutamente sincero, aunque en los arrebatos de entusiasmo el espíritu griego suele mostrarse abnegado e inclinado al comportamiento noble. Pero tanto Giustiniani como Minotto, que habían mamado en las escuelas políticas de sus respectivas ciudades, pensaron que Notaras sólo consideraba que era un momento favorable para entrelazar lazos de amistad con los latinos.
De todos modos, cada cual desmontó de su caballo. Los hombres de Notaras cercaron el barrio portuario, mientras el Emperador, Giustiniani, Minotto y Notaras caminaban a través de él conminando a sus respectivos hombres a que, en nombre de Cristo, hicieran las paces y olvidasen sus diferencias. El ceremonial de esplendor que rodeaba a Constantino impedía que el más impúdico latino alzase siquiera la voz. Los marineros volvieron a embarcar en sus lanchas y pronto se hallaron de nuevo a bordo de sus naves. Los únicos hombres que quedaron en las calles fueron unos cuantos marineros venecianos que habían ahogado en vino su pena por la muerte de Coco. Tres genoveses y dos venecianos habían perdido la vida en la refriega, pero el hecho fue silenciado por orden del Emperador y los cinco hombres fueron enterrados en secreto durante la noche.
La refriega que tuvo lugar cerca de mi casa también fue violenta, pero como el orden había sido restablecido, pedí permiso a Giustiniani para marcharme. Me respondió afablemente que tampoco él tenía nada que objetar a beber una copa de vino después de un día tan agitado, aunque creo que sólo sentía curiosidad por conocer a mi esposa.
Manuel entreabrió la puerta. Con voz temblorosa, pero sin poder disimular su orgullo, nos contó que había alcanzado en pleno rostro a un carpintero veneciano con una piedra. Giustiniani, con muy buen humor, le dio una palmada en la espalda asegurándole que era un hombre honrado a carta cabal, y muy listo. Agotado por haber llevado todo el día su pesada coraza, se dejó caer en la silla; luego estiró las piernas y pidió vino.
Dejé a Manuel encargado de servirle y me apresuré a ir donde estaba Ana, que se había refugiado en la habitación más apartada. Le pregunté si quería conocer al famoso Giustiniani o prefería permanecer recluida en su habitación, según la costumbre griega.
Después de cerciorarse de que yo había salido ileso del tumulto, me lanzó una mirada de reproche y dijo:
—Si te avergüenzas de mi aspecto y no deseas presentarme a tus amigos, desde luego que me quedaré en mi habitación.
Le respondí que, por el contrario, me sentía orgulloso de ella y que me complacía el que se dejase ver. Seguramente Giustiniani no la conocía de vista y, de todos modos, no habíamos decidido mantener nuestro matrimonio en secreto. Por lo tanto, no había motivo alguno para que no saliera a conocer al visitante.
Quise cogerla de la mano, pero me rechazó y masculló:
—En otra ocasión que quieras mostrarme a tus amigos te agradeceré que me lo comuniques de antemano, para que me peine y vista convenientemente. No puedo aparecer así, por más contenta que deba estar por conocer a un hombre tan célebre como Giustiniani.
—Pero si estás maravillosa —exclamé inocentemente—. Para mí eres la mujer más bella del mundo. No comprendo cómo puedes hablar de peinados y vestidos en un día tan vergonzoso como el de hoy. Nadie piensa ahora en tales cosas.
—¿Ah sí? —respondió con vehemencia—. Conoces poco del mundo. Al menos de esto sé más que tú, puesto que soy mujer. Permíteme serlo, por favor. Supongo que es por ello que te casaste conmigo, ¿verdad?
Su comportamiento me desconcertó; ¿qué mosca le había picado para mostrarse tan quisquillosa? Me encogí de hombros y dije:
—Haz como te parezca. Quédate en tu habitación si lo crees mejor; ya saldré del paso con Giustiniani.
—No seas ridículo —me dijo cogiéndome de un brazo—. Estaré lista en un momento. Baja y entretenlo mientras tanto, para que no se marche.
La dejé alisándose los cabellos con su peine de marfil. Estaba tan azorado que, aunque no solía hacerlo, me bebí de un trago una copa de vino. Giustiniani siguió mi ejemplo. Sin duda, Ana tenía razón: las mujeres se diferencian de los hombres en muchos aspectos y conceden importancia a diferentes cosas. Empecé a darme cuenta de lo poco que la conocía, aun cuando creía que estaba muy unida a mí. Incluso en los momentos en que descansa entre mis brazos, sus pensamientos siguen otros caminos distintos de los míos y nunca puedo alcanzarlos.
Afortunadamente, a Giustiniani le pareció muy natural el retraso, pues no hizo objeción alguna. En la casa reinaba una gran tranquilidad. A través de la ventana percibíamos, de cuando en cuando, el resplandor rojizo de los disparos del cañón que se reflejaba sobre las aguas del puerto, y después nos alcanzaba el estampido que hacía temblar el vino en la jarra. Pero era muy diferente a cuando uno está en las almenas. Exhaustos, descansábamos repantingados en las sillas, y el vino burbujeaba de una manera tan agradable en mi cabeza que pronto olvidé mi disgusto por los caprichos de Ana.
De pronto se abrió la puerta. Giustiniani lanzó una mirada indiferente hacia ella; pero al instante su rostro se transfiguró y se puso en pie como impulsado por un resorte, con un estrépito de sus arreos militares, a la vez que inclinaba la cabeza en señal de respeto.
Ana estaba en el umbral. Lucía lo que parecía una sencilla túnica de color plata, prendida en el hombro con un broche de diamantes. Un ceñidor montado en oro y con incrustaciones de brillantes recogía su grácil figura, y sus brazos y piernas estaban desnudos. Calzaba unas sandalias de raso blanco y se había pintado las uñas de rojo. En su cabeza llevaba un bonete escarlata que centelleaba de piedras preciosas semejantes a las del broche y el ceñidor. Había dejado caer un transparente velo en torno al cuello y lo sostenía contra su mentón, mientras sonreía tímidamente. Su tez era más pálida, más grana su boca y sus ojos más grandes que nunca. Indescriptiblemente bella, parecía indecisa entre entrar o permanecer allí, de pie, con una expresión de sorpresa en el rostro.
—¡Oh! —exclamó—. No sabía que tuvieses visita…
Fingiendo una encantadora confusión tendió sus dedos y Giustiniani inclinó su cuello de toro y besó su mano, que mantuvo aún entre la suya mientras miraba a Ana como arrobado.
—Jean Ange —dijo cuando se hubo recobrado de su asombro—, ya comprendo por qué teníais tanta prisa. Si no se tratara de vuestra esposa legítima, os disputaría su favor. Pero, tal como están las cosas, no puedo hacer más que rogar al Cielo que tenga una hermana gemela para que algún día me la presentéis.
—Me enorgullece conocer al gran Giustiniani —dijo Ana—, cuya gloriosa fama es el orgullo de la Cristiandad. Perdonadme por mi sencillo atavío. Si hubiera sospechado vuestra visita me habría vestido más convenientemente. —Inclinando hacia un lado la cabeza miró de soslayo a Giustiniani a través de sus pestañas entornadas—. Oh —dijo suavemente—, quizá me apresuré demasiado al casarme con Giovanni Angelos. Si os hubiera conocido antes…
—No creas nada de lo que te diga, Ana —me apresuré a decir—. Tiene una mujer en Génova y otra en Kaffa, aparte de un amor en cada puerto de Grecia.
—¡Qué barba! —murmuró Ana, acariciando con la yema de los dedos la teñida barba de Giustiniani, como incapaz de resistir la tentación. Vertió luego vino en un cubilete, lo rozó con sus labios y lo tendió a Giustiniani, al par que lo miraba fijamente a los ojos, con una encantadora sonrisa. Me sentí enfermo de rabia y orgullo herido.
—Si estoy de más aquí, creo que saldré al patio —dije sofocado—. Me parece oír en las murallas más ruido del acostumbrado.
Ana me lanzó una mirada tan traviesa que mi corazón se volvió agua y comprendí que sus zalamerías no tenían otro objeto que cautivar a Giustiniani y ganar su buena voluntad. Tranquilizado, sonreí también. Mientras seguían con su animada conversación, no podía apartar los ojos de Ana, y la pasión me cegaba al advertir cuán fácilmente podía engañarme.
Comimos juntos, y cuando Giustiniani se levantó, me pareció que a regañadientes, para despedirse, me miró y con rápido movimiento se quitó de los hombros la pesada cadena de protostator con su placa de esmalte.
—Permitidme que os haga mi regalo de boda —dijo. Colocó la cadena en torno al cuello de Ana—. Mis hombres me llaman invencible, pero ante vos estoy vencido. Esta cadena con su placa os abrirá las puertas que ningún cañón o espada serían capaces de forzar.
Siendo, como era, un presuntuoso que poseía toda una colección de tales adornos, Giustiniani podía permitirse tener ese gesto; pero no me gustaba nada la insinuación de que Ana sería bienvenida en el puesto de mando cuando quisiera acudir. Ella, sin embargo, se lo agradeció muy complacida.
Giustiniani, conmovido por su propia generosidad, se secó una lágrima y manifestó:
—De buena gana cedería a vuestro marido mi cargo de protostator si con ello pudiese teneros a mi lado. Pero como semejante cosa es imposible, le doy permiso para esta noche, y en el futuro me haré el desentendido cuando se ausente de su puesto… siempre que la batalla siga estacionaria. Hay tentaciones a las que un hombre puede resistirse, pero vuestro esposo no sería hombre si se resistiera a una tentación como vos.
Se marchó y lo acompañé cortésmente fuera. Advirtiendo mi impaciencia, se entretuvo sin duda para fastidiarme, charlando de esto y aquello, aunque yo no prestaba la menor atención a lo que me decía. Cuando, por fin, montó en su caballo me lancé escaleras arriba, tomé a Ana entre mis brazos y la besé con pasión. Ella ardía de deseo, sonreía y reía abrazada a mí, y estaba más hermosa que nunca. Una vez en el lecho no quiso quitarse el presente de Giustiniani, ni siquiera cuando intenté quitárselo a la fuerza.
Después, permaneció en silencio, mirando fijamente el techo con una mirada opaca que yo no llegaba a comprender, pues nunca antes la había visto.
—¿En qué piensas, amada mía? —le pregunté.
Movió ligeramente la cabeza.
—Vivo; existo —respondió—. Eso es todo.
Cansado, colmado, contemplé su encantadora belleza y entonces recordé los hombres cuyos cadáveres estaban empalados en la orilla de Pera y también a los turcos que colgaban a lo largo de las murallas con sus caras renegridas y sus cuellos rotos. Las estrellas nos miraban con indiferencia. La belleza terrestre vivía y alentaba a mi lado, con un oscuro fulgor en la mirada. Cada vez que respiraba, los grilletes del tiempo y del espacio penetraban más hondamente en mi carne.