20 de abril de 1453
Desperté en mi casa. Ella aún dormía, desnuda a mi lado. Era indeciblemente encantadora. Su cuerpo, de oro y marfil, era tan bello, tan virginal, que contemplándolo se me formaba un nudo en la garganta.
En aquel preciso instante comenzaron a sonar las campanas de las iglesias y su sonido ocultó el fragor de las detonaciones. Grupos de gente pasaban corriendo ante la casa y sus pisadas hacían repiquetear los vasos en la mesa. Recordé mis deberes y al punto salté de la cama. Ana se incorporó, con la alarma reflejada en su semblante.
Me vestí rápidamente. Ni siquiera me ceñí la espada. Le di a mi amada un rápido beso de despedida y corrí escaleras abajo. Manuel estaba apostado ante el león de piedra, intentando detener a algunos de los que corrían para informarse sobre lo que acontecía. Cuando llegué junto a él, advertí por la expresión de su rostro que estaba atónito.
—¡Señor! —gritó—. ¡Ha ocurrido un milagro! Hoy es un día bendito. ¡La flota papal está al llegar! ¡Ya se ven los primeros barcos!
Corrí con los demás a la Acrópolis. Allí, en lo alto de la muralla que domina el mar, me detuve entre un grupo de ciudadanos que gesticulaban y daban voces, y con ellos contemplé cuatro navíos occidentales que se dirigían a toda vela en dirección a la Acrópolis en medio de una turbamulta de galeras turcas. Tres de los navíos ostentaban la bandera genovesa, mientras que el cuarto llevaba izado el pendón imperial. No había más naves a la vista.
Los navíos se hallaban ya tan cerca que el viento nos trajo el ruido de la batalla: gritos, golpes y juramentos. La nave insignia de la flota turca se había puesto junto al mayor de los cuatro navíos latinos y su tripulación se preparaba para el abordaje. Las galeras turcas habían conseguido, por su parte, afianzar garfios y pértigas en las otras naves cristianas, que arrastraban en su estela un haz de embarcaciones ligeras.
En torno a mí, la gente comentaba a viva voz las incidencias de la batalla en alta mar. El propio Sultán había ido a caballo hasta la orilla e incluso había penetrado con su caballo en el agua, cerca de la torre de mármol, para dar órdenes a sus buques y conminar a sus capitanes a que destruyeran la flota cristiana.
La muralla que daba al mar se hallaba abarrotada de gente en toda su longitud. Los rumores y las noticias corrían de boca en boca. Se decía que el Sultán se había afilado los dientes como un perro, que lanzaba espuma por la boca. Bien podía ser verdad; yo mismo había visto a Mohamed en uno de sus ataques de furia, aunque desde aquel entonces había aprendido a dominarse.
Lentamente, pero sin pausa, el viento conducía a los navíos al puerto con las galeras turcas pegadas a ellos, como una jauría que acecha a su presa. Eran tan numerosas las embarcaciones enemigas que en ocasiones chocaban entre sí. De vez en cuando una de las galeras daba un bandazo y luego un tirón para abrir paso a la que le seguía. A lo lejos se veía una galera irse a pique.
El fragor de tambores, cuernos, aullidos espantosos y gritos de muerte saturaban el aire. En las aguas flotaban cadáveres y despojos. Desde lo alto de los puentes, los marineros cristianos, blandiendo hachas, espadas y picas, rechazaban a los turcos, que en continuas oleadas saltaban a las amuras de cubierta. El almirante turco, de pie sobre el alcázar de su galera, vociferaba sus órdenes provisto de un altavoz.
De pronto, la gente a mi alrededor comenzó a vociferar a coro: «¡Flactanellas! ¡Flactanellas!», y el grito de júbilo se extendió por toda la ciudad. Alguien había reconocido al capitán del navío que ostentaba el pendón imperial. Este barco había zarpado rumbo a Sicilia, antes del sitio, para cargar cereales. En su cubierta podía distinguirse claramente un hombre gigantesco que gesticulaba, reía, esgrimía una ensangrentada hacha de abordaje y señalaba a sus arqueros el enemigo encaramado en las jarcias de las arboladuras de las galeras.
Los genoveses habían empapado sus velas con objeto de que las flechas incendiarias no las hiciesen arden. Pero a través de la cubierta de una galera enemiga se extendió rápidamente un reguero de fuego y los aullidos de los turcos abrasados apagaron por unos instantes el estrépito de la batalla. La siniestrada embarcación se apartó del lugar de la batalla, dejando tras de sí una estela de llamas.
El espectáculo de aquellas cuatro naves cristianas que continuaban sin descanso su ruta hacia el puerto, rodeadas de cuarenta galeras de guerra turcas, era verdaderamente increíble. El júbilo de la gente era indescriptible. Una y otra vez, gritaban y aullaban que la flota papal estaba en camino y que estos cuatro navíos eran la vanguardia. ¡Constantinopla estaba salvada!
El humeante tumulto de embarcaciones pasó ante la punta de la Acrópolis y aquí tuvieron que corregir el rumbo a estribor, para poner proa al Cuerno de Oro. En esta maniobra perdieron el viento de popa y su estela. A sotavento de la colina, las velas colgaban flácidas y se veía claramente que los navíos no respondían al gobernalle. Un clamor de triunfo brotó de las galeras turcas y los espectadores en las murallas parecieron quedarse sin aliento. Desde las colinas de la orilla opuesta, tras los muros de Pera, un nuevo clamor triunfal llegó hasta nosotros traído por el viento: eran los miles de turcos que, desde allí, contemplaban la batalla e invocaban a Alá.
Combatiendo sin respiro, los buques cristianos se acercaron unos a otros, aunque el navío insignia turco casi tenía su proa sobre el casco del mayor de los cristianos, para impedir sus maniobras. Amura contra amura, los cuatro barcos se bamboleaban en el mar embravecido, formando una especie de fortaleza que despedía piedras, balas, flechas y plomo derretido sobre los turcos. Describiendo arcos silbantes, el fuego griego se desparramaba como un surtidor por las cubiertas de los buques enemigos cuyas tripulaciones se afanaban para apagar los incendios.
«¡Flactanellas! ¡Flactanellas!», gritó de nuevo a coro la gente que estaba en la muralla. Los navíos se hallaban ahora tan cerca que podían distinguirse claramente las caras de los combatientes; pero nadie podía acudir en su ayuda. Tras la barrera flotante del puerto, los venecianos se encontraban listos para intervenir, pero la gran cadena les impedía la salida.
Contemplando los fantásticos esfuerzos de los navíos genoveses, perdoné a Pera toda su chalanería y los turbios negocios a que se dedicaba. Vi la disciplina, la destreza y el valor que se necesitan para emprender acción semejante y comprendí entonces por qué durante siglos Génova había compartido con Venecia el dominio de los mares. Avanzando con una lentitud desesperante, esta fortaleza conjunta se deslizaba escupiendo fuego hacia el puerto, dificultosamente impelida por el oleaje y algunos remos gigantescos.
A lo largo de la muralla y en las colinas de la ciudad, el pueblo cayó de rodillas para rezar. La expectación era insoportable, pues la superioridad numérica de la flota turca se revelaba colosal y a cada momento acudían más galeras a la batalla. Su almirante estaba ronco de tanto gritar, y la sangre resbalaba por una de sus mejillas. Quienes se lanzaban al abordaje caían como racimos al agua con las muñecas cercenadas y dejando sus crispadas manos asidas a las barandillas de amura de los navíos cristianos.
«¡Panagia! ¡Panagia! ¡Santísima Virgen, protege a la ciudad!», imploraba el pueblo. Los griegos rezaban por los marinos latinos al ver su heroísmo y la resistencia que oponían al enemigo. Tal vez no sea heroísmo combatir por la propia vida; pero era ciertamente heroica la gesta de estos cuatro buques que se habían unido con tal estrecha lealtad y se abrían paso lentamente a través de fuerzas abrumadoras, en socorro de Constantinopla.
Y de repente fue como si una ráfaga de viento azul hubiera cruzado el cielo. En el aire ondeó como un pliegue del manto de la Virgen. Un milagro acababa de producirse: ¡el viento había cambiado! El pesado y empapado velamen de los navíos se hinchó y la masa flotante se acercó a la barrera flotante. En el último instante el almirante turco ordenó a su tripulación que soltase las pértigas. Su galera fue la única que quedó en la estela de los navíos cristianos y, finalmente, chorreando sangre de sus escotillas, giró en redondo impulsada por los remos. Renqueantes, con los remos astillados, humeantes aún por el inextinguible fuego griego, el resto de las embarcaciones turcas siguió a la de su comandante, mientras subían hasta el cielo los incesantes vítores del pueblo de Constantinopla.
Sé muy poco de milagros, pero que el viento cambiara en el momento decisivo tenía todo el aspecto de serlo. Había algo sagrado en el acontecimiento, algo que el ser humano no puede comprender con los sentidos. Ahora su maravilla estaba empañada por los lamentos de los heridos o por los juramentos y blasfemias de los marineros, que, con voz de agotamiento, pedían socorro a quienes estaban en el puerto para que abriesen la barrera sin pérdida de tiempo. Pero soltar la gran cadena es una tarea dificultosa que encierra no pocos peligros, y así Aloisio Diedo no dio la orden oportuna hasta que las embarcaciones turcas no se desvanecieron en el Bósforo. Las cuatro naves entraron entonces en el puerto y fueron recibidas por las salvas de honor del Emperador.
Esa misma tarde, las dotaciones de los barcos desfilaron con sus banderas para dirigirse al monasterio de Kola, al mando de sus oficiales y seguidas por un gentío entusiasmado, en acción de gracias a la Panagia de Constantinopla. También fueron allí todos lo que aún podían andar a pesar de sus heridas, en tanto que aquellos que no podían hacerlo por sus propios medios fueron llevados a la iglesia en angarillas, con la esperanza de una curación milagrosa. Así pues, los latinos oraron y dieron las gracias a la Santísima Virgen de los griegos, y sus ojos manifestaron su asombro ante los mosaicos de oro de la iglesia de Kola.
Pero para los ciudadanos más reflexivos, el regocijo general perdió algo de su lustre cuando se supo que estos tres navíos genoveses no formaban parte de ninguna flota cristiana, sino que transportaban simplemente un cargamento de armas que el Emperador había encargado y pagado el otoño anterior. El ataque por parte del Sultán fue, en realidad, un quebrantamiento de la neutralidad, puesto que, de hecho, estos navíos dependían de Pera. Si los capitanes resistieron, sólo fue porque su cargamento era considerado como contrabando de guerra y temían que sus naves fuesen requisadas. Ahora que han logrado llegar a buen puerto, tanto los capitanes como los armadores se han enriquecido. Cómo se las arreglarán para conservar sus barcos y su riqueza dentro de los términos de la neutralidad de Pera, es otra cuestión.
Mi entusiasmo se desvaneció. Tenía que volver a Blaquernae e informar a Giustiniani. Con mis pensamientos en otra parte, me despedí de mi esposa con un beso y le prohibí que fuese a la ciudad, pues podía ser reconocida. Ordené también a Manuel que obedeciera en todo a su señora y prometí regresar tan pronto como terminase con mis obligaciones.
En la puerta de San Romano, tanto la muralla exterior como la muralla propiamente dicha han resultado afectadas por los bombardeos. Cuando anocheció, la muralla exterior fue reforzada con tierra, gavillas y pellejos. Todo el mundo puede trasladarse de la gran muralla a la muralla exterior, pero volver ya es más difícil. Giustiniani ha apostado centinelas que detienen a todos a su regreso y obligan a los visitantes a pasar toda la noche trabajando. Los latinos de Giustiniani están exhaustos por el cañoneo, que ha durado todo el día de manera ininterrumpida, y por los esporádicos intentos de asalto por parte de los turcos, destinados a dificultar e impedir las tareas de reparación. La mayoría de los defensores no se han quitado la armadura durante muchos días con sus correspondientes noches.
Cuando describí el combate naval a Giustiniani, éste comentó:
—Los venecianos de Blaquernae están furiosos por la victoria genovesa, en tanto que sus navíos han conseguido tan poco honor situándose al amparo del dique o fuera del alcance de las bombardas del Sultán… ¡Victoria! —prosiguió Giustiniani poniéndose repentinamente serio—. Nuestra única victoria ha consistido en contener el asedio de la ciudad por espacio de casi dos semanas. La llegada de estas naves significa un verdadero revés para nosotros. Antes podíamos al menos abrigar la esperanza de que la flota cruzada del Papa llegase a tiempo de socorrernos. Pero ahora sabemos que el mar Egeo está desierto y que ni siquiera hay barcos reunidos en los puertos italianos. La Cristiandad nos ha abandonado.
—Pero una empresa de esta envergadura debe ser mantenida en secreto hasta el último instante posible —protesté.
—¡Tonterías! —dijo—. Nadie puede disponer de una flota sin que los capitanes genoveses no acaben por enterarse de un modo u otro. —Me miró con una expresión amenazadora y preguntó—: ¿Dónde habéis estado? Durante las últimas veinticuatro horas no os he visto en Blaquernae.
—Fue un día de calma —respondí—, y tenía algunos asuntos personales que atender. ¿No confiáis en mí?
—Estáis a mi servicio y debo saber qué hacéis —dijo secamente. De pronto acercó su cara hasta casi tocar la mía; sus mejillas se congestionaron y sus ojos despidieron un fulgor verdoso al decir—: ¡Habéis estado en el campo de los turcos!
—¿Os habéis vuelto loco? —grité—. Es una infame calumnia que ha lanzado alguien para buscar mi pérdida. ¿Cómo puedo estar aquí y allá al mismo tiempo?
—Como bien sabéis, las barcas de Pera van y vienen cada noche —replicó—. No hay más que sobornar al podestá con una gratificación; para no hablar de los guardianes de la puerta, que son unos pobres hombres incapaces de rechazar una propina. No creáis que no sé cómo andan las cosas alrededor del Sultán. Tengo ojos allí, tanto como los tengo aquí.
—Giustiniani —dije—, por nuestra amistad os pido que confiéis en mí. El de ayer fue un día tranquilo y lo aproveché para casarme con una mujer griega. Pero, por amor de Dios, no se lo digáis a nadie, o la perderé.
Giustiniani lanzó una sonora carcajada y me dio una fuerte palmada en la espalda con su manaza semejante a una garra.
—Nunca oí una chifladura semejante —dijo—. ¿Os parece éste el momento adecuado para pensar en el matrimonio?
Me creía. Quizá sólo había querido intimidarme un poco para que le dijese en qué me ocupaba cuando no me veía. Pero yo me sentía deprimido y lleno de presentimientos.
Nuevas fogatas se han encendido en el campamento turco y el cañón no ha dejado de tronar. Hasta la fecha, el enemigo se había contentado con hacerlo sólo una vez en el curso de la noche.