19 de abril de 1453

¡Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de este pobre pecador!

Después de escribir tanto como lo hice ayer, suponía que por fin podría dormir un poco. Para calmar el desasosiego de mi corazón he dado vueltas de un lado a otro, o me he sentado a escribir estas vanas palabras.

Pero cuando finalmente me tendí y me hallaba con los ojos abiertos en la oscuridad de mi fría habitación en Blaquernae, gozando de mi soledad y a la vez atormentado, ella vino. ¡Ella vino! Era ella misma en persona… y por su propia voluntad. ¡Ana Notaras, mi amada!

Reconocí de inmediato sus ligeros pasos y su respiración.

—Giovanni Angelos —susurró—, ¿estás dormido?

Puso sus frías manos en las mías y se tendió a mi lado; su nariz y sus labios estaban también fríos; pero su mejilla irradiaba calor contra la mía.

—Perdóname —dijo—. Perdóname, amado mío. No sabía lo que hacía; nunca supe lo que deseaba. ¡Estás vivo!

—Claro que estoy vivo —respondí—. O al menos así me lo parece. Los muertos están en el hoyo.

—La tierra se estremeció —dijo— y las murallas se han agrietado. La muerte surgió con mil voces. Nadie sabe lo que es la guerra hasta que la ve con sus propios ojos. Cuando los turcos atacaron la noche pasada, recé por ti como nunca antes lo había hecho; juré que si volvía me tragaría mi egoísmo, mi malicia y mi orgullo.

—¿Me amas, entonces? —pregunté en tono de duda, aunque sus manos, mejillas y boca así me lo aseguraban—. Me dijiste que me odiabas.

—Te odié unos días, quizás una semana —confesó—. No alcancé a comprender hasta que el cañón comenzó a tronar y los muros del convento temblaron. Había jurado no volver a verte nunca más, y que, si por casualidad te veía, no te dirigiría la palabra, a menos que fuese para pararte los pies. Y ahora… estoy aquí. De noche, en la oscuridad… a solas contigo. Y te he besado… ¡Ay de mí y de ti!

—Yo había tomado la misma resolución —dije sacudiéndole los hombros. Eran redondos y suaves bajo su vestido. Aspiré el aroma a jacintos de sus mejillas.

Aliviada de la tensión y el miedo, comenzó a reír entre dientes, convulsivamente, como una niña, y sin poder contenerse, aunque se apretaba la boca con ambas manos.

—¿Por qué ríes? —pregunté receloso. En la congoja de mi amor pensaba que tal vez estuviese burlándose, dispuesta a humillarme una vez más.

—Porque soy feliz —rió otra vez—. Tan terriblemente feliz… No puedo contener la risa al pensar lo cómico de tu aspecto cuando huiste de mí con tu armadura bajo el brazo.

—No era de ti de quien huía —confesé—, sino de mí mismo. Pero no puedo escapar. Ni en las murallas de Blaquernae, ni despierto, ni dormido. En todo momento ha estado a mi lado tu invisible presencia.

Su boca de raso se abrió bajo la mía y lanzó un suspiro de amor. En su ardor —y también en su dolor— se apretó contra mí, acariciando mis hombros y mi espalda como si quisiera conservar para siempre en sus manos el recuerdo de mi cuerpo.

Después, descansé junto a ella, vacío, tranquilo, frío… Me había permitido que cogiera su flor. A partir de ahora era una mujer deshonrada. Pero la amaba. La amaba tal como era. La amaba a pesar de que había obrado con premeditación.

Al cabo de un largo rato, me susurró al oído:

—Giovanni Angelos, ¿no es esto lo mejor que podíamos hacer?

—Sí, lo es —respondí, tratando de vencer mi somnolencia.

—Así de simple, así de fácil, así de claro —murmuró con una sonrisa en los labios—. Eres tú el que hace que las cosas sean difíciles y complicadas. Pero ahora… soy feliz.

El sueño me vencía y, sencillamente por decir algo, le pregunté:

—¿No te arrepientes?

—¿De qué debería arrepentirme? —preguntó sorprendida—. Ahora nunca huirás de mi lado. He conocido el placer. Sé que aunque nos casásemos, eso no sería garantía de nada, puesto que ya has abandonado a una esposa. Sin embargo, estoy segura de que conmigo nunca harías lo mismo. Tu conciencia no te lo permitiría. Ahora sé tanto de ti como tú mismo. ¡Amado mío!

Yo me sentía colmado de paz y tranquilidad, y sin deseo alguno de pensar. Ella se recostó en mi brazo y por primera vez en mucho tiempo quedé profundamente dormido, sin que me asaltaran sueños ni pesadillas.

Dormí hasta muy tarde y no me di cuenta cuando ella se fue de mi lado. Ni siquiera me despertó, al alba, el estampido del gran cañón turco llamando a los fieles a la plegaria matinal. Cuando abrí los ojos el sol ya estaba alto en el cielo. Había descansado; me sentía renovado y feliz.

Ana se había marchado mientras yo dormía. Así era mejor. Sabía que la vería de nuevo. Alegre y relajado como jamás me sintiera en mi vida, salí y tomé un abundante desayuno. No me puse la armadura ni me ceñí la espada, sino que dirigí mis pasos hacia el monasterio de Pantocrátor, humildemente vestido igual que un peregrino.

Tuve que esperar allí una o dos horas a que el monje Genadios acabase sus ejercicios piadosos; entretanto, me arrodillé y recé ante los santos iconos de la capilla. Oré por el perdón de mis pecados. Me sumí en la mística realidad del corazón; sabía que ante Dios nuestros pecados se pesan en otra balanza distinta a la de los hombres.

Al verme, Genadios frunció el entrecejo y me observó con sus ojos resplandecientes.

—¿Qué es lo que quieres de mí, latino? —preguntó.

—En mi juventud —respondí— me encontré en el monasterio del monte Athos con muchos hombres que habían abandonado su fe romana y vuelto a la verdadera Iglesia griega, dispuestos a dedicar sus vidas a Dios y ser partícipes de los sagrados misterios, en su estado puro y original, tal como los recogió la verdadera Iglesia de Cristo. Mi padre falleció siendo yo niño, pero por sus papeles supe que mi abuelo era un griego de Constantinopla. Abandonó su fe, se casó con una veneciana y acompañó al Papa a Avignon. Mi padre vivía en esta ciudad y hasta el día de su muerte recibió una pensión de la tesorería papal. Pero todo esto fue un error. Ahora que he venido a Constantinopla para morir en sus murallas, combatiendo por Cristo contra los turcos, deseo volver a la fe de mis mayores.

Su ardor lo cegaba, por lo que no prestó demasiada atención a mis palabras. Yo me sentí agradecido, ya que no tenía ningún deseo de responder a las suspicaces preguntas que podría haber formulado un hombre más reflexivo. Simplemente, se limitó a chillar:

—¿Así que quieres luchar con los latinos y contra los turcos? ¿Y por qué?

—No discutamos sobre ello —le rogué—. Cumplid con vuestra misión. Sed el pastor que conduce a la oveja descarriada de vuelta al rebaño. Pero recuerda que mi pecado no es mayor que los tuyos.

Levantó la mano izquierda sujetándola con la derecha, por lo que me di cuenta de que la tenía paralizada, y dijo en tono triunfal:

—Día y noche he orado para que, como señal de Su perdón, Dios marchitara la mano que puso aquella firma en Florencia. Y cuando los cañones tronaron por primera vez, el Señor oyó mi plegaria. Ahora, el Espíritu Santo mora dentro de mí.

Le pidió a un hermano lego que nos acompañara y me condujo al estanque del patio. Allí me ordenó que me desnudase. Luego me indicó que me metiera en el agua, hizo que me inclinara y, sumergiéndome la cabeza, me bautizó. Por la razón que fuese me dio el nombre de Zacarías. Cuando salí del agua me confesé, como era de rigor, delante de él y del lego, y por haber mostrado tan buena voluntad sólo me impuso una penitencia muy leve. Su rostro estaba radiante, notablemente suavizado. Recitó una oración y me bendijo.

—Ahora ya eres un verdadero griego —dijo—. Recuérdalo; éste es el tiempo del cumplimiento y el último día está próximo. Constantinopla debe perecer. Cuanto más resista, tanto mayor será la cólera de los turcos y tanto más amargos los sufrimientos que se abatirán incluso sobre los inocentes. Si es la voluntad de Dios que la ciudad caiga en manos del Sultán, ¿acaso alguien podrá impedirlo? Quienes luchan contra Mohamed, combaten, en su ceguera, contra la voluntad del Todopoderoso. Pero quien expulsa a los latinos de Constantinopla es grato ante los ojos del Señor.

—¿Quién os ha conferido autoridad para hablar así? —pregunté afligido.

—Mi arrepentimiento, mi sufrimiento, la angustia que siento por la ciudad; esto es lo que me ha conferido autoridad —replicó con vehemencia. Luego, señalando un pez gris que nadaba en el estanque, agregó—: El día de la aflicción se acerca. Cuando llegue, el temor hará que estos peces se tornen rojos como la sangre, para que hasta el más incrédulo se vea obligado a creer. ¡Ésta será la señal! Si aún estás con vida entonces lo podrás contemplar con tus propios ojos. El Espíritu de Dios, Señor de todos los mundos, ha hablado por mi boca.

Hizo esta declaración con fervor tan solemne que me vi inclinado a creerle. Luego quedó en silencio, como fatigado.

Cuando el hermano lego se hubo marchado, me vestí y dije:

—Padre, soy un pecador y he atentado contra la ley, como ya me habéis oído en confesión. He yacido con una doncella griega, robándole su inocencia. ¿Hay algún medio para mí, alguna posibilidad de expiar mi pecado casándome, por ejemplo, con ella, aunque tenga mujer en Florencia con la cual contraje matrimonio de acuerdo con las normas y ritos de la Iglesia romana?

Reflexionó y luego, con el brillo de un consumado político en los ojos, dijo:

—El Papa y su cardenal han injuriado y perseguido nuestra Iglesia, nuestros patriarcas y nuestro credo, de modo que las leyes de la Iglesia romana carecen de validez para nosotros. Este bautismo que acabas de recibir invalida tu previo matrimonio. Yo mismo lo declaro nulo, pues en nuestras actuales circunstancias no tenemos patriarca legítimo que pueda hacerlo. Sólo hay el apóstata Gregorio Mammas, a quien alcanzará el juicio que le corresponda. Trae aquí a la joven y os convertiré en marido y mujer bajo techo sagrado.

—Es una cuestión delicada que debe ser mantenida en secreto —repliqué vacilando—. Debéis comprenderlo… Si nos casáis y llega a oídos de cierta persona, su cólera pendería sobre nuestras cabezas…

—Eso está en manos de Dios —objetó—. Todo pecado requiere ser expiado, ¿y qué padre podría ser tan desnaturalizado como para impedir la reparación de la falta cometida por su hija? ¿He de temer yo a nobles o arcontes, yo que no temo al Emperador en persona?

No me cabía duda de que Genadios pensaba que yo había seducido a la hija de algún cortesano latinizado y por ello le encantaba la proposición. Prometió mantener el asunto en secreto si le llevaba la mujer al atardecer. No conozco lo bastante acerca de la Iglesia griega para saber si nuestro matrimonio sería válido. Pero a mi corazón le bastaba.

Me dirigí a toda prisa a mi casa cercana al puerto. Como había supuesto, Ana estaba allí. Había enviado a buscar su cofre de ropa al convento y dispuesto todo de tal manera que nada de lo mío estaba en su sitio. También le había ordenado a Manuel que fregase el suelo.

—Señor —me dijo mi criado sumisamente, exprimiendo una bayeta y escurriendo el agua sucia en un cubo—, precisamente estaba pensando en salir en vuestra busca. ¿Tenéis la intención de dejar que esa testaruda mujer lo resuelva todo y hago lo que le parezca? Tengo las rodillas ulceradas y me duele la espalda ¿No estábamos mucho mejor antes, sin mujeres en casa?

—Se queda —dije—. No dejes escapar ni media palabra a nadie. Si los vecinos curiosean, diles que es una mujer latina, una amiga de tu señor que va a alojarse aquí durante el asedio.

—¿Habéis reflexionado bien, señor? —preguntó cortésmente Manuel—. Es más fácil colgarse al cuello de una mujer que desprenderse de ella —añadió taimadamente—. Ha estado revisando vuestros libros y papeles…

No quise detenerme a discutir con él. Subí las escaleras con piernas temblorosas, igual que un muchacho. Ana se había vestido como una mujer del pueblo, pero su rostro, su tez y todo su porte delataban su cuna.

—¿Por qué has corrido? ¿Por qué estás sin aliento? —preguntó con fingida inquietud—. Supongo que no me querrás echar de casa, como Manuel me amenazaba que lo harías. Es un vejestorio testarudo y desagradable que ni siquiera sabe lo que le conviene. —Echando una ojeada culpable sobre el desorden que reinaba, se apresuró a añadir—: Sólo he movido unas cuantas cosas para hacer esta habitación más cómoda para ti. Y, además, estaba todo tan sucio… Compraré cortinas nuevas si me das dinero. Un hombre de tu rango no puede dormir en este viejo camastro.

—¡Dinero! —exclamé vagamente, dándome cuenta de que sólo disponía de unas pocas monedas. Hacía tiempo que ese tipo de cosas me tenían sin cuidado.

—¡Naturalmente! —repitió ella—. Según tengo entendido, los hombres han de esforzarse cuanto pueden para dar dinero a las mujeres que han seducido… ¿O acaso crees que ya has conseguido todo lo que querías?

No pude por menos de echarme a reír.

—Deberías avergonzarte por hablar de dinero en estos momentos —dije—. Ahora que precisamente iba a hacer de ti una mujer honesta… Por eso he venido corriendo.

Me miró con expresión grave durante un largo instante. Sus ojos estaban tan desnudos como el primer día de nuestro encuentro ante la iglesia de Santa Sofía. De pronto, me pareció que los conocía desde hacía siglos, como si ella y yo hubiésemos vivido muchas vidas juntos, aunque el sueño de la muerte y el despertar de nuestros renacimientos hubiesen tendido un velo entre nosotros.

—Ana —dije—, ¿querrías casarte conmigo después de lo sucedido? Es esto lo que venía a preguntarte. Deja que el sacrosanto misterio una nuestras almas como nuestros cuerpos han sido unidos ya.

Inclinó la cabeza; algunas lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.

—¿Significa eso que me amas… después de lo que ha pasado? —me preguntó.

—¿Es que acaso lo dudas? —pregunté.

Me miró.

—No lo sé —admitió francamente—. Siempre creía que si no me amabas nada tenía valor. Te ofrecí mi doncellez para saber si era todo lo que querías de mí, pues nada perdería si así fuera. En tal caso, te habría dejado para no verte nunca más. El que simulase que teníamos nuestra propia casa no era más que un juego.

Me rodeó el cuello con sus brazos y oprimió su cabeza contra mi pecho.

—Ya ves, nunca he tenido una casa propia. Nuestro palacio es simplemente el hogar de mi padre y mi madre. Nunca tuve nada de qué ocuparme, y envidiaba a una de mis sirvientas que se había casado y podía salir a la calle y hacer compras para sí misma. Envidiaba su felicidad a la gente del pueblo y creía que yo no había nacido para conocer nada semejante. Pero ahora también voy a tener mi parte de felicidad, si de veras quieres casarte conmigo.

—No —objeté—. No tenemos nada. Nada, salvo poco tiempo. Pero sé tú mi hogar terrenal durante el tiempo que me resta de vida. Y no me retengas cuando el plazo haya concluido. ¡Prométemelo! ¿Me lo quieres prometer?

No respondió, sino que alzó ligeramente la cabeza a través de sus entornadas pestañas.

—Imagínate —dijo—. ¡Yo que iba a ser la consorte del Emperador! A veces he sentido rencor contra Constantino por retractarse de su palabra, pero ahora estoy contenta de haberme librado de casarme con él, estoy contenta de contraer matrimonio con un franco que ha abandonado a su mujer. —Me miró a los ojos y dijo con una sonrisa de ingenuidad—: Verdaderamente es una suerte que no me haya convertido en la esposa del Emperador, porque supongo que si tú y yo nos hubiésemos conocido, lo habría engañado contigo, y entonces él te habría arrancado los ojos y a mí me habría metido en un convento por el resto de mi vida. Habría sido muy duro para ti.

La artillería turca tronaba intermitentemente y nuestra endeble casa de madera temblaba y crujía. Pero nosotros nos hallábamos tan entregados a la embriaguez de nuestra felicidad, que no teníamos noción del tiempo. Al atardecer envié a Manuel a alquilar una litera y los tres nos hicimos conducir al monasterio. Genadios se sobrecogió al reconocer a Ana Notaras, pero cumplió su promesa. Manuel y los monjes sostuvieron el sagrado palio sobre nuestras cabezas mientras éramos convertidos en marido y mujer. Después, Genadios bendijo nuestro enlace y nos entregó el acta sellada con el gran timbre del monasterio.

Mientras me lo entregaba, me miró de una manera extraña y dijo:

—No sé quien eres, pero el Espíritu Santo me dice que esta boda oculta algún propósito. En ese caso, que sirva para el bien de nuestra ciudad y de nuestra fe.

Al oír estas palabras me asaltó la convicción de que nada había ocurrido de acuerdo a mi voluntad. Desde que había escapado del campo del Sultán había seguido mi camino tan seguro como un sonámbulo, como si el destino guiara cada uno de mis pasos. ¿Por qué, entre todas las mujeres del mundo fui a encontrar a Ana Notaras y a reconocerla por sus ojos?