18 de abril de 1453

Nadie hubiese sospechado que los turcos lanzarían su primer ataque la noche pasada. Quedó claro que su objetivo era tomar la muralla exterior frente a la puerta de San Romano. Acometieron por sorpresa dos horas después de la puesta del sol. Amparados en la oscuridad, los turcos se arrastraron hasta el foso y tendieron sobre él sus escaleras de asalto. Si la guarnición no hubiese estado reparando los daños sufridos durante el día, lo más probable es que el ataque hubiese sido un éxito. Pero la alarma cundió a tiempo; sonaron las trompetas en las murallas, se prendieron las antorchas y las campanas de la ciudad tocaron a rebato.

Tras el fracaso de su ataque por sorpresa, miles de tambores comenzaron a resonar en las líneas turcas y los asaltantes lanzaron tales aullidos que se oyeron en toda la ciudad. Provistos de largos garfios comenzaron a derribar los parapetos y a destruir cuanto estaba a su alcance, a la vez que intentaban pegar fuego a los sacos de forraje y lana que colgaban a lo largo de la muralla. La batalla duró cuatro larguísimas horas, sin momento de respiro. Los turcos se acercaron también a otros puntos de la muralla, pero el ataque principal iba dirigido contra el sector de Giustiniani.

Entre las sombras de la noche, el ruido y el tumulto parecían doblemente terribles, y la gente de la ciudad salía semidesnuda de su casa huyendo sin rumbo. Yo salí también apresuradamente de Blaquernae para acudir al lado de Giustiniani. Vi al Emperador Constantino. Estaba aterrorizado y lloraba porque pensaba que ya había perdido su ciudad.

Sin embargo, apenas unos pocos turcos consiguieron llegar a la cima de la muralla exterior, donde de inmediato fueron aniquilados por los hombres de Giustiniani, quienes les salieron al paso como si de un muro de hierro se tratase. Las escaleras de asalto eran derribadas con pértigas tan pronto como se apoyaban en el muro, mientras que una lluvia de plomo derretido y pez hirviente caía sobre los asaltantes. El enemigo sufrió severas pérdidas, y al amanecer sus muertos yacían frente a la muralla. Entre ellos había muy pocos jenízaros, lo que demostraba que en su intento el Sultán había empleado lo menos eficiente de sus tropas ligeras.

Cuando los turcos se retiraron, muchos de los hombres de Giustiniani estaban tan exhaustos que se desplomaron en el mismo lugar en que se encontraban y allí se quedaron dormidos. El Emperador Constantino, que inspeccionaba la muralla poco después de la refriega, tuvo que sacudir con sus propias manos a muchos centinelas para espabilarlos. Giustiniani obligó a los obreros griegos a descender al foso para limpiarlo de todo el material que los turcos habían arrojado a él con el decidido propósito de rellenarlo. Muchos encontraron la muerte, cuando el enemigo, en venganza a su fracaso, disparó sus cañones en medio de la noche.

Por la mañana, treinta galeras turcas se dirigieron del puerto de los Pilotes a la barrera flotante. Pero no entraron en combate con los navíos venecianos, sino que sólo intercambiaron unos cuantos cañonazos y los turcos regresaron a su puerto. Durante el curso de la jornada, el Sultán ha emplazado un par de bombardas pesadas en la colina situada detrás de Pera; su primer disparo fue a dar en un navío genovés fondeado junto al muelle, hundiéndolo junto con su cargamento, evaluado en quince mil ducados. Los genoveses de Pera protestaron enérgicamente contra esta violación de su neutralidad. Las bombardas se hallan en su territorio y uno o dos proyectiles más descalabraron algunos tejados y mataron a una mujer en la ciudad. El Sultán prometió que, una vez el sitio hubiese terminado, pagaría una indemnización por todas las pérdidas, desperfectos y daños que pudiesen experimentar los genoveses, y, al mismo tiempo, les reafirmó su amistad.

Pero consiguió su objetivo: las galeras venecianas se vieron obligadas a separarse de la barrera, echando anclas algunas junto al muelle y situándose otras al amparo de los bastiones y la muralla portuaria de Pera, donde no pudieran ser alcanzadas por los proyectiles. Acudió mucha gente a contemplar este extraño bombardeo. La mayor parte de las balas caían en el puerto, levantando grandes columnas de agua.

A pesar de todo esto, el pueblo estaba tan esperanzado como entusiasmado, pues el éxito obtenido nos ha reanimado a todos. Giustiniani se ha encargado de aumentar exageradamente las pérdidas experimentadas por los enemigos turcos. Pero a mí me dijo lisa y llanamente:

—No debemos dar tanto bombo por una victoria que no ha sido tal. El ataque no fue más que un vulgar reconocimiento para tantear la fortaleza y la capacidad de resistencia de la muralla. Según he podido saber por los prisioneros que se han hecho, sólo mil hombres tomaron parte en él. Pero la costumbre requiere que yo, en mi calidad de protostator, redacte un parte. Así, cuando declare en él que hemos rechazado un poderoso ataque en el cual los turcos han perdido diez mil hombres y han tenido que lamentar otros tantos heridos, en tanto que nuestras pérdidas se reducen a un hombre muerto y un tobillo dislocado, todo soldado experimentado sabrá lo que quiero decir con ello. Pero al menos ha servido para levantarle la moral a la gente. —Me miró, sonrió y añadió—: Habéis combatido valerosamente, Jean Ange.

—¿De verdad lo creéis? Había tal confusión que apenas si me daba cuenta de lo que hacía.

No mentía. Esta mañana he visto que mi espada estaba manchada de sangre, pero, en cuanto a los acontecimientos de la noche, sólo los recordaba como una borrosa pesadilla.

A lo largo del día el Sultán envió cincuenta yuntas de bueyes al lugar donde está emplazada la gran bombarda, que fue arrastrada por las bestias, con la ayuda de centenares de hombres, a una nueva posición, enfrente justo de la puerta de San Romano. Por lo que parece, la muralla de Blaquernae ha resultado ser demasiado resistente y el Sultán toma sus medidas para un asedio que promete ser prolongado.

He visitado a los heridos, que yacen sobre los lechos de paja en establos y cobertizos cerca de la muralla. Los experimentados guerreros latinos han contratado cirujanos a los que pagan de su propio bolsillo, por lo que están bien atendidos; pero los griegos sólo cuentan con la asistencia de unas pobres monjas por pura caridad. Entre ellas reconocí, atónito, a Khariklea, quien, con el rostro descubierto y el hábito arremangado lavaba y vendaba hábilmente las peores heridas. Me saludó calurosamente y no pude resistir decirle que estaba residiendo en Blaquernae. Así de débil era yo; y creo que ella leyó mis pensamientos. Se apresuró a decir, aunque no se lo pregunté, que llevaba muchos días sin ver a la hermana Ana.

Los heridos aseguran a quien quiera oírlos que los turcos, atentando contra toda decencia, emplean flechas envenenadas, pues, por regla general, la más leve herida se infecta a los pocos días y el herido muere entre convulsiones. Contemplé en un rincón un cadáver que formaba un rígido arco y cuyo rostro tenía una mueca tan espantosa que tuve que apartar la vista de él. Sus músculos estaban tan endurecidos como la madera. Muchos de los heridos piden ser trasladados a sus casas o al menos puestos al aire libre. Intercedí por ellos ante Giustiniani, pero no quiere permitir que ninguno de sus hombres abandone las murallas para atender los deseos de los heridos.

Al reprocharle su falta de caridad hacia el prójimo, me replicó:

—La experiencia me ha enseñado que el restablecimiento de un enfermo se halla en manos de Dios. Un hombre recibe los cuidados de un cirujano y se muere; otro sana sin que se le prodigue asistencia alguna. Uno se hace un rasguño en un dedo y muere por envenenamiento de la sangre, mientras que otro pierde un brazo entero y sigue viviendo tan campante. La comida abundante y el lecho mullido sólo sirven para ablandar aún más al hombre enfermo. Ésta ha sido mi experiencia. No os inmiscuyáis, pues, en asuntos que no comprendéis.