17 de abril de 1453
Mi criado Manuel vino hoy al palacio de Blaquernae, trayéndome ropa limpia y material de repuesto para escribir.
No carezco de comida, pues los venecianos me han reservado un puesto en su hospitalaria mesa por todo el tiempo que me aloje en palacio. El cardenal Isidoro los ha dispensado de ayunos y abstinencias mientras dure el sitio. Pero el Emperador Constantino ayuna y vela tan fervorosamente que en poco tiempo ha quedado delgado y pálido.
No pude contenerme y pregunté a Manuel si alguien había ido a mi casa a preguntar por mí. Negó con la cabeza. Lo llevé al extremo de la muralla y le enseñé el gran cañón. En aquel momento los turcos estaban terminando de cargarlo. Manuel se llevó las manos a la cabeza, pero parecía satisfecho de comprobar que la muralla seguía en pie.
Sin embargo, el cañón le produjo menos impresión que lo que los venecianos le habían hecho al palacio.
—Los latinos vuelven a las andadas —dijo—. Cuando hace doscientos cincuenta años se adueñaron de Constantinopla, utilizaban como establo el santuario de Santa Sofía, encendían fogatas sobre su pavimento y apilaban la porquería en los rincones.
Los criados de los latinos tienen permiso para moverse libremente en Blaquernae, por lo que Manuel me rogó que lo llevase al palacio Porfirogeneto. Mirándome con ojos astutos, dijo:
—Ningún pie plebeyo ha pisado antes estas estancias, pero de todas maneras los míos son pies griegos y más sagrados, por lo tanto, que los de los mozos de cuadra latinos.
Subimos al piso superior por la vieja escalera de mármol y entramos en la estancia cuyas paredes son de pórfido bruñido. El lecho de oro labrado con el águila bicéfala se hallaba aún allí, pero el resto del mobiliario había sido robado. Contemplando la desnuda y saqueada habitación pensé que ningún Emperador volvería a Constantinopla.
Manuel abrió cautelosamente una estrecha puerta y salió a un balconcillo de piedra.
—Diez veces he estado de pie, allá abajo, entre el gentío, esperando las noticias del alumbramiento de la emperatriz —dijo—. El viejo Emperador Manuel tuvo diez hijos. Constantino es el octavo. Sólo quedan tres y ninguno de ellos tiene descendencia. Es la voluntad de Dios.
Me miraba de soslayo durante todo el tiempo, con sus ojos de párpados enrojecidos bajo las peladas cejas, mientras se mesaba la barba con aire de misterio.
—¿Y qué es lo que tiene que ver eso conmigo? —pregunté fríamente.
—Nunca me imaginé que alguna vez subiría aquí —prosiguió Manuel, sin darse por enterado de mis palabras—. Pero el pórfido romano no puede por sí solo hacer un Emperador. Es pura superstición. Aunque se ha oído decir de mujeres abandonadas que han arrancado un trozo de pórfido como consuelo.
Señaló en dirección a un rincón oscuro y vi que, efectivamente, en algunos lugares faltaban trozos de pórfido. Por un instante me sentí niño de nuevo, un muchachuelo en la amurallada Avignon, con el sol de Provenza cayendo a plomo sobre mi cabeza. En mis manos tenía un trozo de pórfido carmesí que me había hallado en el cofre de mi padre.
—¿Estáis viendo fantasmas, señor? —preguntó Manuel en un murmullo.
Se había arrodillado como para examinar el rincón, aunque, al mismo tiempo, parecía postrado ante mí. Me miró a los ojos y sus grises mejillas comenzaron a temblar como si estuviesen a punto de echarse a llorar.
—Estaba recordando a mi padre —dije brevemente.
Ya no me asombraba de que el autor de mis días hubiese sido cegado; quizás había sido demasiado confiado en un mundo de crueldad y horror.
—Mis ojos están húmedos porque soy viejo, señor —dijo Manuel—. Acaso es esta luz purpúrea la que los daña. Permitidme que toque vuestros pies.
Extendió la mano y tocó reverentemente mis piernas
—Las botas de púrpura —dijo—. Las botas de púrpura…
Pero era tan pavoroso el silencio que reinaba en la sala real de nacimientos, que miró alrededor con expresión de espanto, como si pensara que alguien estaba escuchando.
—Has bebido otra vez —dije con rudeza.
—La sangre nunca niega su origen —murmuró—. Siempre vuelve a él, aunque haya tenido que correr lejos, aunque haya pasado de un cuerpo a otro… Un día vuelve; sí, siempre vuelve un día…
—Manuel —dije—. Créeme, ese tiempo ya ha pasado. Mi reino no es de este mundo.
Inclinó la cabeza y besó mis pies. Tuve que apartarlo dándole un empujón con la rodilla.
—Sólo soy un pobre hombre a quien el vino hace decir tonterías —dijo Manuel sonriendo imperceptiblemente—. Mi cabeza está llena de viejas leyendas. Veo visiones. Tengo buenas intenciones…
—Ojalá que esas visiones y leyendas queden enterradas bajo las ruinas de estas murallas —dije—. Y ojalá que un día los halle algún extranjero, convertidos en polvo bajo sus pies.
Cuando Manuel se hubo marchado, me dirigí hacia las almenas en busca de Giustiniani. Resulta alarmante comprobar lo mucho que en estos días se ha agrietado la muralla exterior a ambos lados de la puerta de San Romano. Ha sido levantado un gran terraplén y formado un largo parapeto en una cima con canastas y barriles llenos de estiércol. Durante todo el día pequeñas partidas de turcos se acercan al foso para arrojar en él pedruscos, maderas y haces de arbustos, con el deliberado propósito de rellenarlo, operación que efectúan a cubierto de los disparos de su artillería, que obliga a nuestros defensores a resguardarse. Los genoveses de Giustiniani han sufrido ya pérdidas, a pesar de sus corazas protectoras, y cada uno de ellos vale por diez, qué digo, por cincuenta inexpertos griegos. Sí, cada uno de ellos es irreemplazable.