15 de abril de 1453

Otro domingo más. Las campanas de las iglesias tañen jubilosas en el límpido aire matinal, pero el verdor de la primavera se halla cubierto de polvo y hollín. Semejantes a hormigas, fatigados obreros reparan la muralla al resguardo de barricadas. Durante la noche los boquetes abiertos en la muralla fueron apuntalados y rellenados con barro y paja.

Los ciudadanos se ven obligados a entregar sus colchones con los cuales se recubre el muro a fin de amortiguar el impacto de los proyectiles. Sobre ellos se han dispuesto pellejos de buey constantemente empapados en agua como protección contra las flechas incendiarias.

Sé, y siento —en gran medida por mi propia experiencia—, cómo una guerra de desesperación como ésta nos transforma y nos sume en nuestras verdaderas profundidades.

La fatiga, el miedo y la falta de sueño enardecen a un hombre como si estuviese bebido, y ya no es responsable de sus acciones o pensamientos. Da crédito a los rumores más absurdos. Hombres silenciosos se transforman en volubles; personas de carácter amable y bondadoso bailan de alegría al ver caer a un turco al que una flecha le ha traspasado el cuello. La guerra es una peligrosa intoxicación. Cambia el modo de ser; sus saltos de esperanza a la desesperación son violentos y súbitos. Sólo un endurecido guerrero puede conservar la cabeza fría, y la mayoría de los defensores de Constantinopla son bisoños, pacíficos ciudadanos, personas sin experiencia alguna. Por esta razón, Giustiniani cree necesario extender rumores esperanzadores, aunque la mayor parte de ellos carezcan de fundamento.

El ejército del Sultán cuenta en sus filas con el doble de cristianos que hombres en armas hay en la ciudad: auxiliares de Serbia, Macedonia y Bulgaria, así como griegos del Asia Menor. En la puerta Kharisios ha aparecido cosida a una flecha una nota escrita por un caballero serbio, la cual decía: «Mientras de nosotros dependa, Constantinopla nunca caerá en manos turcas».

El gran visir Khalil también trabaja secretamente contra el Sultán. Por el momento es poco lo que puede hacer, pero su hora llegará en cuanto Mohamed sufra algún revés importante.

Por las noches hace frío. Es tan numeroso el ejército del Sultán que muchos de los soldados no disponen de tiendas y duermen al raso. Al contrario que los jenízaros, no están acostumbrados a ello, por lo que durante las horas de silencio llega del campamento turco un concierto de toses y estornudos.

Pero nuestra gente también tose cuando trabaja, al amparo de la oscuridad, en la reparación de las averiadas murallas. Torres y bóvedas rezuman humedad y toda la madera que se encuentra es destinada a las obras de defensa. La leña y las zarzas sólo pueden usarse para la cocina o para calentar los calderos donde se funde el plomo e hierve la pez. Muchos de los latinos tiritan aunque debajo de sus frías armaduras llevan gruesas prendas de abrigo.