14 de abril de 1453
Hoy estalló uno de los grandes cañones turcos y el humo brotaba de las grietas. El bombardeo ha remitido. Los turcos han instalado fraguas junto a los emplazamientos de las baterías y se han puesto a reforzar las piezas con abrazaderas de hierro. Orban ha instalado una fundición en la ladera de la colina, inmediatamente detrás del campamento turco. Por la noche, su rojo resplandor ilumina el cielo. Durante todo el día los turcos funden estaño y cobre. Un buhonero judío proveniente de Pera asegura haber visto cientos de esclavos trabajando en torno a los grandes pozos en los que se sumergen los moldes de los cañones.
El tiempo es maravilloso y el cielo está despejado. Los griegos tienen razón en rogar a Dios que llueva pues, según ha dicho Grant, si el agua alcanzara los moldes, éstos se rajarían cuando se vertiera en ellos el metal derretido.
Ese Johann Grant es un hombre extraño y misterioso a quien el vino y las mujeres parecen tener sin cuidado. En la muralla exterior los técnicos del Emperador han dispuesto muchas balistas y catapultas antiguas, pero su alcance y capacidad ofensiva es restringida; por otra parte no resultarán de gran utilidad hasta que los turcos intenten tomar por asalto nuestras defensas. Grant ha dibujado planos para demostrar cómo esos artefactos pueden ser mejorados y aligerados, ya que, desde los tiempos de Alejandro, han sido construidos siguiendo la misma pauta. Todos sus ratos de ocio los dedica a visitar la biblioteca del Emperador para estudiar los escritos de los antiguos.
El bibliotecario del Emperador guarda sus volúmenes como oro en paño, no los presta por nada del mundo y ni siquiera permite encender velas o lámparas en el salón de lectura. Oculta los catálogos de los latinos. Cuando Grant le preguntó por las obras de Arquímedes, sacudió la cabeza con vehemencia. Dijo que no se hallaban en la biblioteca. Si Grant hubiese preguntado por los padres de la Iglesia o los filósofos griegos, a buen seguro que habría sido mejor acogido. Pero Grant sólo lee obras técnicas y de matemáticas, y manifiesta por todo lo demás un desprecio propio de los bárbaros.
Estábamos hablando de estas cuestiones cuando Grant dijo:
—Arquímedes y Pitágoras podrían haber construido ingenios capaces de cambiar la faz del mundo. Esos viejos compañeros conocían el arte de hacer que el agua y el vapor sustituyesen el trabajo del hombre, pero nadie quería estas cosas en sus días, y por esta razón no se molestaron en desarrollar sus ideas. En vez de ello, sus pensamientos se desviaron hacia el arcano y las ideas de Platón. Estimaban más válido el mundo sobrenatural que el tangible. Sin embargo, en sus inolvidables escritos es posible hallar sugerencias de las que los artífices de hoy día pueden sacar provecho.
—Si eran más sabios que nosotros —observé—, ¿por qué no creéis en ellos y seguís su ejemplo? ¿De qué puede servir a un hombre tener la naturaleza a sus pies si daña a su propia alma?
Grant me escudriñó con ojos inquietos y penetrantes. Su barba es negra como el carbón y su rostro está surcado por las arrugas de la meditación y las noches pasadas en vela. Tiene un porte mayestático que inspira temor. El trueno de la gran bombarda conmovió los muros de la biblioteca y nubecillas de polvo cayeron del techo, flotando en el rayo de sol que se filtraba por la estrecha ventana.
—¿Teméis la muerte, Giovanni Angelos? —preguntó Grant.
—Mi cuerpo la teme —respondí—. Mi cuerpo siente miedo de la desintegración. El rugido del cañón hace temblar mis rodillas, pero mi espíritu no experimenta pavor alguno.
—Si tuvierais más experiencia tendríais más miedo —declaró—. Si hubieseis visto más guerra y muerte, hasta vuestro espíritu temería. Sólo el guerrero bisoño está exento de temor. El verdadero heroísmo no consiste en carecer de miedo, sino en saber vencerlo. —Señaló a los miles de libros que estaban alineados en las estanterías y los grandes infolios con sus broches de plata e incrustaciones de piedras preciosas, que se hallaban sujetos por cadenas a los pupitres de lectura—. Temo la muerte —confesó—. Pero el afán de conocimiento es mayor que el miedo que pueda sentir. Mi afán se refiere a las cosas terrenas. Es por este motivo que contemplar este lugar me traspasa el corazón. Aquí se hallan enterrados los últimos e irreemplazables restos de la antigua sabiduría. Durante centurias nadie se ha molestado en establecer un inventario de cuanto aquí hay. Las ratas han roído a placer los manuscritos. Me refiero a los manuscritos que tratan de matemáticas y mecánica, pues los filósofos y los padres de la Iglesia han sido objeto de una especial atención y veneración… Y este avariento vejestorio de bibliotecario no quiere comprender que no pierde nada con dejarme explorar en los desvanes y encender una vela para tratar de encontrar la inapreciable ciencia de la cual es custodio y a la que tanto desprecia. Cuando lleguen los turcos, este edificio será pasto de las llamas, como todo lo demás, y los manuscritos servirán de combustible para las marmitas.
—Cuando lleguen los turcos, dijisteis —observé—. Luego, ¿no creéis que podamos mantenerlos a raya?
Grant sonrió.
—Mido con una vara terrenal —dijo—. Con la vara del sentido común. No me cuido de acariciar una vana esperanza, como podría hacerlo quizás un hombre más joven e inexperimentado.
—Pero —repliqué sorprendido—, en tal caso, hasta vos deberíais hallar una utilidad mayor en el conocimiento de Dios y de la realidad que se encuentra por encima de las cosas temporales, de cualquier ciencia, técnica o matemática… ¿De qué sirven los ingenios más maravillosos si habéis de morir?
—Olvidáis —replicó— que todos hemos de morir. Sin embargo, no me pesa en modo alguno que esta curiosidad me trajera a Constantinopla para ponerme al servicio del Emperador. He podido contemplar el mayor cañón jamás construido por manos humanas. Esto solo ya merecía la pena haber venido. De buena gana cambiaría todos los escritos de los padres de la Iglesia por dos páginas de algún perdido manuscrito de Arquímedes.
—Estáis loco —dije con repugnancia—. Vuestra obsesión os vuelve aún más loco que a Mohamed la suya.
Tendió su brazo al rayo del sol como si quisiera coger las partículas de polvo que danzaban en él.
—¿No veis? —dijo—. En estas partículas de polvo os miran los ojos de una encantadora doncella; una doncella cuya sonrisa la muerte ha borrado hace ya tiempo. En estas partículas danza el corazón de un filósofo, y su hígado, y su cerebro. Dentro de otros mil años yo mismo, convertido en un grano de polvo, daré la bienvenida a un extranjero en las calles de Constantinopla. En este sentido vuestra ciencia y la mía valen lo mismo. Dejadme, pues, conservar la mía y no la despreciéis. ¿Cómo sabéis que en mi corazón no desprecio la vuestra?
Yo temblaba de pies a cabeza, pero traté de dominar mi agitación y respondí con toda la tranquilidad de que fui capaz:
—¡Combatís en el campo equivocado, Johann Grant! El Sultán Mohamed os acogería con los brazos abiertos, si os conociera.
—No, no —replicó—. Pertenezco a Occidente, a Europa. Combato por la libertad del hombre, no por su esclavitud.
—¿Y qué es la libertad del hombre? —pregunté.
Me miró con ojos inquietos y, examinándome durante un instante, respondió:
—El derecho a escoger.
—Así es —murmuré—. Ésta es la terrible libertad del hombre; la libertad de Prometeo, la libertad de nuestro pecado original.
Sonrió, puso su mano sobre mi hombro y suspiró:
—¡Ah, vosotros los griegos!
Me sentía extraño a él, quería apartarme, pero, a pesar de todo, temía que nuestras almas fuesen gemelas. Él y yo enraizábamos en una base común, pisábamos el mismo terreno. Sin embargo, él había escogido el reino perecedero y yo la realidad de Dios.
Yo había nacido en la frontera que separa dos mundos. Tanto en Occidente como en Oriente echa raíces el árbol de la muerte. Que la posteridad pruebe su fruto; yo no lo quiero.
¿Es esto? ¿Es así como he escogido?
Los cañones rugían, las murallas se hendían, el poderoso redoble de la muerte hacía temblar el cielo y la tierra. Pero soy duro y frío; ¡no, soy una hoguera y sólo pienso en ti, amada mía!… ¿por qué has lacerado mi carne con espinas? ¿Por qué no me has dejado luchar y morir en paz, puesto que ésta fue mi elección?
Ahora sólo te deseo a ti. Y a través de ti todo lo sagrado que hay en mí. Soy el hijo renegado que regresa a la casa de sus padres.