12 de abril de 1453
Me levanté al alba. No fueron muchos los que durmieron a pierna suelta la pasada noche. Los griegos rezaban. Los latinos bebían en exceso. Cuando salí al frío aire matinal, mis pies se deslizaron sobre los vómitos que cubrían las galerías de palacio.
El sol despuntaba, radiante como nunca, más allá el Bósforo. Las costas de Asia lanzaban destellos escarlata y amarillos, y una suave brisa llegaba desde el Mármara.
Subí a una almena y contemplé a los turcos entregados a sus plegarias mañaneras. Mis pensamientos siguieron a los del Sultán Mohamed; a buen seguro que tampoco él había dormido mucho aquella noche. Si la ciudad entera se hallaba expectante, así también debía de hallarse él.
Pero las primeras horas transcurrieron sin incidentes. Luego se difundió el rumor de que la flota turca había sido avistada ante las murallas. Cientos de embarcaciones, se decía, cubrían la superficie del mar. En el puerto, las campanas de los navíos dieron la señal de alarma, que se oyó hasta en Blaquernae.
Entonces vimos al Sultán en la colina que se levantaba frente a la ciudad, montado sobre su corcel blanco como la nieve y rodeado por sus oficiales de mayor graduación y un séquito de tsaushes de verdes túnicas. El viento agitaba los penachos de crin de los cascos de los visires. Mohamed se dirigía a inspeccionar la mayor de sus piezas de artillería. Se detuvo prudentemente a quinientos pasos de ella y todos los caballos fueron conducidos lejos.
Cuando los artilleros turcos se apartaron de la gran bombarda dejando ante ella sólo a un esclavo semidesnudo que sostenía la mecha con mano temblorosa, el bailío perdió su impasibilidad y ordenó la evacuación de aquella parte de la muralla que estaba siendo amenazada. Esta orden tuvo la virtud de que incluso los más fanfarrones se pusieran a salvo sin poder disimular que estaban aterrorizados.
De pronto se produjo un vivo resplandor como el de un relámpago y un bramido más horroroso aún que el del más fragoroso trueno. La muralla tembló como agitada por un terremoto; perdí la estabilidad y caí al suelo, como muchísimos otros. Una negra nube de humo ocultó la bombarda a nuestra vista. Más tarde oí decir que en las casas vecinas habían caído platos y fuentes de las mesas, y que el agua se había desbordado en las tinajas. Según parece, temblaron hasta los navíos fondeados en el puerto.
Tan pronto como el viento disipó el humo y el polvo, vi a los artilleros turcos que corrían hacia su pieza señalando en dirección a la muralla, y comentando entre sí los efectos causados por el disparo. Gesticulaban y gritaban. Sin embargo, no oí nada; la detonación me había dejado sordo. Grité, pero nadie me oyó. Sólo tirando de las mangas a dos aturdidos ballesteros conseguí que aprestaran sus artefactos. Pero estaban tan perturbados que dispararon a tontas y a locas sin conseguir herir a ningún turco. Muchos de nuestros hombres comenzaron a disparar desde sus puestos en troneras y aspilleras. Los artilleros enemigos se hallaban tan abstraídos, que sólo lanzaban unas miradas vagas a las flechas que se clavaban en tierra alrededor de ellos mientras volvían lentamente a su cañón, hablando entre ellos y sacudiendo la cabeza, al parecer poco satisfechos con lo que habían visto.
El poderoso proyectil de piedra sólo había abierto un boquete apenas más grande que una habitación pequeña y, naturalmente, se había desmenuzado en mil fragmentos. Pero los cimientos de la muralla permanecían inconmovibles.
Vi a Orban, que de pie junto a la bombarda, agitaba su vara de mando mientras vociferaba órdenes. Un grupo de soldados hormigueaba en torno a la pieza, enfundándola con gruesas mantas de lana para que el metal no se enfriase con demasiada rapidez, vertiendo aceite en un monstruoso buche para que se recuperase tras el terrorífico esfuerzo de la descarga.
Más lejos, entre la puerta Kharisios y la puerta de San Romano, se oyó otro alarmante fragor. Vi relámpagos y nubes de humo, aunque las detonaciones sonaron débilmente en mis embotados oídos.
Sólo el Sultán permaneció en pie cuando todo su séquito y los tsaushes fueron derribados al suelo. Sin inmutarse, Mohamed miraba fijamente los baluartes, mientras sus oficiales se sacudían el polvo que cubría sus vestiduras. Permanecía inmóvil y silencioso porque no quería traicionar sus sentimientos. Quizá también él había pensado que un arma tan potente podría, con un solo disparo, derribar una muralla de veintidós pies de anchura.
Una vez que Orban se hubo asegurado de que el gran cañón había recibido todos los cuidados necesarios, ordenó disparar los dos que lo flanqueaban. Son bastante poderosos, aunque no parecen más que lechoncitos junto a una marrana. Los artilleros les aplicaron la mecha sin ponerse a resguardo.
A pesar de ello, los dos relámpagos casi simultáneos me cegaron un momento y luego me tapó la vista la cortina de negro humo. Las balas dieron casi en el mismo blanco que la primera. Volvió a temblar la muralla y a través de la polvareda distinguí una lluvia de cascotes, algunos de los cuales hirieron a un soldado veneciano.
Cuando bajamos a inspeccionar los daños, comprobamos con satisfacción que eran menores de lo que habíamos supuesto. La muralla de Blaquernae había resistido esta prueba también.
El bailío Minotto rió aliviado y con la satisfacción dibujada en el rostro, gritó a sus hombres:
—¡Por el Espíritu Santo que ahora no tenemos nada que temer! ¡Ánimo, pues! Ya puede enviarnos el Sultán todos los guisantes que quiera, que la muralla no se indigestará por ello.
Pero mientras los turcos arropaban sus cañones como si fueran bestias enfermas, Johann Grant puso a toda la guarnición manos a la obra. Sabiendo ahora hasta qué daños podían infligirnos los cañones enemigos, y su blanco aproximado, requirió grandes sacos de cuero repletos de lana, algodón y paja a fin de proteger los boquetes abiertos en la parte exterior de la muralla. También se mostraba jovial y opinaba que los desperfectos podían ser fácilmente reparados durante la noche.
De pronto, oí nuevos estampidos, y la muralla trepidó bajo mis pies. Eran los centenares de pequeñas culebrinas y serpentinas del Emperador que habían abierto fuego, en tanto que rechonchos morteros despedían sus proyectiles en amplios círculos. Muchos de ellos volaban por encima de la muralla, yendo a caer en la ciudad y derribando algunas casas antes de que los artilleros corrigieran la carga y el ángulo de tiro. El aire estaba saturado de un incesante estrépito, y algunas dispersas partidas de turcos comenzaron a avanzar hacia las murallas, escudados por planchas de metal e invocando a Alá a voz en cuello. Pero en las murallas los defensores afinaban cada vez más la puntería, enviando al foso a muchos turcos y poniendo a los demás en retirada, durante la cual aún sufrieron más pérdidas.
Abandoné el parapeto de la muralla exterior cercano a la puerta de San Romano y me dirigí a informar a Giustiniani que el gran cañón se había revelado menos formidable de lo esperado y temido. De vez en cuando tenía que protegerme debajo de alguna almena para preservarme de las flechas y arcabuzazos.
A lo largo del sector de la muralla exterior, situado entre la puerta de Porfirogenetos y la de Kharisios, los defensores parecían de lo más malhumorados. Los primeros disparos de nuestros cuatro grandes cañones habían resquebrajado almenas enteras de la muralla y convertido a tres hombres en una pulpa sangrienta. Una docena más habían resultado heridos por los cascotes, debiendo ser trasladados a la ciudad, a través de una poterna de la gran muralla, para que fuesen atendidos. Tras ellos habían dejado un reguero de sangre. Los defensores atisbaban inquietos el cañón que los turcos habían vuelto a cargar. Los artilleros se hallaban en ese momento colocando la carga, e introduciendo luego arcilla húmeda para dejar la recámara estanca al aire antes de introducir la bala en el cañón.
La defensa de esta parte de la muralla corre a cargo de los tres hermanos Guacchardi, jóvenes aventureros venecianos que pagan de su bolsillo a sus hombres y se han puesto al servicio del Emperador. Andaban de un lado al otro de la muralla, animando a los bisoños y asegurándoles que el peligro no era tan grande como en un principio se había temido. Sentían curiosidad por oír un informe sobre el daño causado por la gran bombarda, y permanecí con ellos un rato para observar el efecto del cañoneo en esta parte de la muralla. Me ofrecieron vino en la torre en que tenían instalado su cuartel, ricamente decorada con alfombras, tapices y suaves cojines provenientes del palacio de Blaquernae.
Mientras aguardábamos el próximo disparo, comenzaron a hablar de sus experiencias en Constantinopla con las muchachas griegas y me preguntaron acerca de las costumbres de las mujeres turcas. Los tres tienen menos de treinta años y, por la manera que se expresan, es evidente que son simplemente unos muchachos sedientos de aventuras, gloria y botín. Parece no preocuparles en absoluto que si Dios los llama ante Su presencia —cosa que puede ocurrir en cualquier momento—, se presentarán con la cabeza llena de vino y el corazón arrebatado por el recuerdo de bellas mujeres. Sin duda, han sido absueltos de todos sus pecados, pasados y futuros. No deseo juzgarlos; por el contrario, en su compañía tuve conciencia de sentir un poco de envidia de su brillante juventud, que ninguna filosofía ha amargado aún.
Mientras tanto, los turcos habían aligerado las cuñas de sus piezas y corregido el punto de mira, que ahora se dirigía al pie de la muralla. Desde lo alto de las almenas, los hombres apostados en ellas gritaron que los artilleros turcos aprestaban ya las mechas, y los hermanos Guacchardi arrojaron los dados para echar a suertes a cuál de los tres correspondería el honor de apostarse en la muralla como ejemplo para los defensores. El más joven sacó tres seis y, feliz por su buena suerte, se dirigió a las almenas con los ojos brillando de ardor y de vino. Se asomó a una tronera directamente opuesta al cañón, agitó los brazos para atraer la atención de los sitiadores y comenzó a lanzar, a voz en cuello, un torrente tal de insultos en turco que hasta yo sentí vergüenza. Pero cuando las mechas fueron aplicadas, se resguardó convenientemente tras una almena.
Las tres piezas dispararon casi simultáneamente, ensordeciéndonos por un momento y haciendo temblar el piso bajo nuestros pies. Cuando el humo y el polvo se disiparon, vimos al joven Guacchardi todavía en pie, bien asentado sobre sus piernas separadas, e ileso. Pero las balas habían pasado rozando el foso, barriendo parte de las fortificaciones exteriores. Estaba bien claro que, con el tiempo, este bombardeo causaría graves desperfectos y carcomería lenta, pero indefectiblemente, la muralla.
Gritos y lamentos provenientes de los cañones llegaron hasta nosotros, y al asomarnos vimos que la pieza de la izquierda se había agrietado y salido de su lecho; la cureña construida a base de piedras y maderos había salido despedida y al menos dos artilleros resultaron muertos. Los demás no hicieron gran caso de sus camaradas, sino que se apresuraron a arropar de nuevo los cañones y darles a beber el correspondiente aceite de oliva, pues eran más valiosos que la vida de cualquier hombre.
Mientras proseguía mi camino a lo largo de la muralla, los turcos abrieron fuego graneado de cañón y arcabuces; golpearon címbalos, sonaron trompetas y batieron tambores, mientras que pequeñas partidas se lanzaban hacia el foso esperando alcanzar con sus flechas a algunos defensores. Los hombres de Giustiniani no se molestaban en resguardarse, sino que dejaban que las flechas se quebrasen contra sus corazas.
En el momento en que llegaba al sector de Giustiniani comenzaron a disparar las grandes piezas emplazadas delante mismo de la puerta de San Romano; parte de los bastiones de la muralla exterior resultaron averiados y numerosos cascotes volaron por los aires. Me envolvió un torbellino de polvo de cal y el humo me ennegreció las manos y el rostro. Frente a mí oí maldiciones, gritos y voces griegas invocando a la Santísima Madre de Dios. A mi lado cayó de bruces, con una horrible herida en el costado, un obrero que acarreaba piedra para las murallas.
—¡Jesucristo, Hijo de Dios, apiádate de mí! —murmuró antes de entregar su alma al Señor.
Giustiniani vino corriendo para comprobar los daños. Se alzó la visera del yelmo y contemplándome como si nunca me hubiese visto, gritó:
—¡La batalla ha comenzado! ¿Habéis conocido jamás un día tan glorioso?
Aspiró profundamente, como si quisiera saturarse del olor de pólvora y sangre; el peto de su coraza crujió. Estaba transformado, era un ser muy diferente del estólido y cauto comandante que yo había conocido. Era como si hasta ahora no hubiese entrado en su elemento y comenzara a recrearse con el acre sabor de la batalla.
De nuevo temblaron las murallas bajo nuestros pies; un bramido rasgó el cielo y la tierra y el aire se ensombreció. La bombarda de la puerta de Kaligari había disparado por segunda vez. No había ruido que pudiera compararse a su estruendo. El sol asomaba como un disco rojo entre una nube de polvo y humo. Calculé que enfriar, escobillar, calzar y cargar de nuevo semejante cañón debió de llevar no menos de dos horas.
—¿Alguien ha oído decir que ha llegado la flota turca? —preguntó Giustiniani—. Al parecer son más de trescientas embarcaciones, aunque en su mayor parte son mercantes, y las galeras de guerra son ligeras y estrechas comparadas con los navíos latinos. Los venecianos las esperaban ante la barrera protectora con el corazón en la boca, pero pasaron de largo y anclaron en el Bósforo, en el puerto de los Pilotes, detrás mismo de Pera.
Hablaba con alegría, como si todas sus preocupaciones se hubieran esfumado, y al parecer ya no le importaba que las piezas pesadas turcas hubiesen demolido los contrafuertes y averiado la muralla exterior, que en un par de lugares estaba agrietada de arriba abajo. Lanzó unos cuantos gritos a los obreros para que retirasen el cadáver de su camarada. Estos pacíficos artesanos, que no habían sido contratados para luchar por los latinos, se agolpaban entre las murallas exterior y principal, clamando que se les abriese paso a la ciudad a través de la poterna. Por fin, dos de ellos consiguieron trepar y se arrodillaron ante el cuerpo de su compañero, llorando al ver las heridas que le habían causado los cascotes. Con manos sucias y torpes retiraron el polvo de cal que cubría el rostro del muerto y palparon sus fríos miembros como si no creyesen que un hombre pudiese morir tan repentinamente. Luego pidieron a Giustiniani una moneda de plata para transportar el cuerpo a la ciudad. Giustiniani lanzó un juramento y me dijo:
—Jean Ange, ¿es para tales despojos humanos que estoy defendiendo la Cristiandad?
Mi sangre griega protestó al contemplar aquellos viejos desvalidos, que ni siquiera contaban con la protección de un yelmo o un peto de cuero; sólo disponían de sus mugrientos harapos de trabajo.
—Es su ciudad —repliqué—. Vos os encargasteis de la defensa de esta zona de la muralla. El Emperador os paga por ello, y vos debéis pagar a los obreros griegos, a menos que prefiráis destinar vuestros hombres a reparar la muralla. Éste fue el acuerdo. ¿Es que vais a obligar a esos hombres indefensos a que trabajen inútilmente? Tienen que comer y alimentar a sus familias. El Emperador no hace nada por ellos… —Y añadí—: Una pequeña moneda de plata significa para estos hombres tanto como una corona ducal para vos. No sois mejor que ellos. También os habéis vendido al Emperador por hambre y ansia de gloria.
Giustiniani, intoxicado por la batalla que comenzaba, no se enfadó por mis palabras.
—Cualquiera pensaría que también sois griego, por la manera en que interpretáis los hechos verdaderos —gruñó; pero sacó una pieza de plata y la arrojó a los obreros, quienes levantaron diligentemente el cuerpo inerte de su camarada y lo bajaron de la muralla. La sangre del desgraciado dejaba un reguero en los gastados peldaños.