7 de abril de 1453

La noche pasada los cuerpos mutilados de los defensores de Selymbria fueron empalados delante de la puerta Selymbria. Son cuarenta estacas con otros tantos cuerpos.

Según se rumorea en Pera, durante dos días la flota del Sultán trató en vano de tomar al asalto la fortaleza de esa isla. Ayer, y por orden del almirante turco, fue apiñada leña frente a la torre, y la guarnición pereció quemada viva en una colosal hoguera.

Los griegos saben morir por la última pulgada de su tambaleante imperio.

Bárbaros por Oriente; bárbaros por Occidente. Y en la frontera de ambos mundos la última ciudad de Cristo combate por su existencia, sin esperanza de ayuda, sin apetencia de gloria. Los cadáveres desnudos y mutilados, atravesados por las estacas, infestados de enjambres de moscas…

Cubierto de hierro de pies a cabeza, pasa Giustiniani, riendo, semejante a una torre en marcha, con una expresión de fanfarronería en el rostro y una mirada dura e inflexible en los ojos. Hoy lo odié, después de haber visto a los defensores de Selymbria.

Luchamos sin esperanza ni futuro. Aunque consiguiéramos derrotar al Sultán, Constantinopla no sería más que una ciudad muerta, gobernada por la ley bárbara de los latinos.

Toda mi vida he aborrecido y evitado el rencor y el fanatismo. Ahora, sin embargo, arden en mi corazón como una brillante llama.