6 de abril de 1453

Es viernes, el día sagrado del Islam. Esta mañana el Sultán cabalgó, bajo el radiante sol, en torno a nuestras murallas seguido por una escolta de varios centenares de guerreros. Él iba delante, algo apartado del resto. No pude distinguir su rostro, pero lo reconocí por su porte altanero. También distinguí, por sus vestiduras y sus turbantes, a algunos de los eminentes miembros de su séquito.

Ni sitiadores ni sitiados arrojaron una sola flecha. Los turcos habían retirado ya para entonces los cuerpos de sus camaradas muertos en la salida que efectuamos. Después de haber cabalgado a lo largo de la muralla, Mohamed volvió su montura dirigiéndola a la colina opuesta a la puerta de San Romano, donde lo esperaba su enorme tienda de seda con sus baldaquinos, y donde innumerables hombres se hallaban ocupados en fortificar un montículo con trincheras y empalizadas.

Sin desmontar, el Sultán despachó un heraldo a nuestra puerta, portando bandera de parlamento. En voz alta, este enviado requirió al Emperador Constantino haciendo ofertas de paz. Su griego era defectuoso, pero nadie pensó en echarse a reír. El Emperador subió a una de las torres de la gran muralla, mostrándose al heraldo. Iba tocado con su corona de oro y lo acompañaba su séquito de ceremonial.

El Sultán Mohamed, de acuerdo con los preceptos del Corán, ofrecía la paz y empeñaba su palabra de que vidas y bienes serían respetados si la ciudad se rendía sin oponer resistencia. Era la última oportunidad tanto para el gran visir Khalil como para el partido de la paz, y creo que Mohamed, inmóvil sobre su montura, temía más que nadie que su oferta fuera aceptada.

Entonces el Emperador Constantino mandó a Franzes que repitiese, también en voz alta, el mensaje que enviara a Adrianópolis, dirigido al Sultán. La voz de Franzes no es precisamente potente, lo que no es de extrañar en un cortesano, y los latinos se cansaron de escuchar y comenzaron a lanzar contra el heraldo los insultos propios de la soldadesca. Los griegos también se pusieron a gritar y pronto toda la muralla se convirtió en un coro de aullidos. Los griegos se envalentonaron con el sonido de sus propias voces; sus ojos lanzaban chispas y tenían el rostro congestionado, mientras que algunos alabarderos comenzaron a blandir sus armas. El Emperador Constantino alzó la mano y prohibió enérgicamente que se disparase contra el mensajero del Sultán, que había venido bajo bandera blanca.

Volvióse el heraldo a su campo y el sol se hallaba ya alto en el cielo cuando llegó donde estaba el Sultán, su señor. Era la hora de la oración del mediodía. Mohamed descabalgó, tendieron ante él la esterilla de las oraciones y a su lado clavaron una lanza apuntando en dirección a La Meca. El Sultán se cogió la muñeca izquierda con la mano derecha, se arrodilló y apoyó la frente contra el suelo. Omitió las acostumbradas abluciones, puesto que se hallaba en campaña no habría habido bastante agua para tantos guerreros. Todo su ejército, desde las orillas del Mármara hasta el más recóndito rincón del Cuerno de Oro, oraba postrado al mismo tiempo que su señor. Era como una inmensa alfombra que cubriese la tierra hasta el horizonte.

Como respuesta, fueron lanzadas a rebato las campanas de todos los conventos e iglesias de la ciudad. El sonoro tañido infundió confianza al pueblo, que con gritos y gesticulaciones se burlaba de los turcos y la devoción religiosa que manifestaban.

Después de haber recitado varios versículos del Corán, Mohamed extendió las manos y proclamó el sitio a Constantinopla. Los que se encontraban más cerca de él oyeron sus palabras, las repitieron en voz alta y al cabo de un momento el grito se expandió por todas las filas como el bramido del mar.

«¡El sitio ha comenzado!», gritaban los turcos, y al instante el ejército entero cargó en dirección a las murallas como si quisieran tomarlas al punto por asalto. Los brillantes batallones llegaron lo bastante cerca para mostrarnos un mar de rostros aulladores. El espectáculo era tan terrorífico que los bisoños griegos retrocedieron y hasta los latinos requirieron sus ballestas y desenvainaron sus espadas.

Pero los turcos se mantenían en buen orden a una distancia de unos mil pasos de nosotros, fuera del alcance de nuestra artillería, donde comenzaron a cavar una trinchera, acarreando piedras y clavando empalizadas para proteger su campo. Unos cuantos jenízaros se destacaron hasta nuestro foso, retaron a los griegos a combate singular. Los oficiales de la guardia del Emperador solicitaron de éste, con insistencia formal, que los dejase salir para desplegar su habilidad en el manejo de las armas, y entre los hombres de Giustiniani hubo también algunos que ardían en deseos de poner a prueba sus espadones occidentales contra las cortas y curvas hojas de los jenízaros; pero Giustiniani prohibió de manera tajante semejantes muestras de temeridad.

—La era de los torneos ha pasado —dijo—. Un intrépido soldado no sirve a ninguna buena causa arriesgando su vida en un estúpido lance. He sido requerido aquí para hacer la guerra, no para entretenerme en juegos.

Ordenó a sus mejores tiradores que ejercitasen su puntería con arcabuces y ballestas, y cinco jenízaros fueron a visitar a las huríes. Los demás, ante este quebrantamiento de pacto, lanzaron espumarajos de rabia y se desataron en maldiciones contra griegos y latinos, tachándoles de cobardes miserables, que no se atrevían a salir del abrigo de sus murallas para combatir como los hombres. Cayeron dos más y los restantes parecieron entrar en razón, por lo que trataron de retirar los cuerpos sin vida de sus camaradas. Pero el fuego se había generalizado ya a lo largo de toda la muralla y muchos otros cayeron. Nuevas oleadas de jenízaros acudieron sucesivamente a recoger los cadáveres sin que, al parecer, les importara la lluvia de proyectiles, hasta que por fin no quedó ningún cuerpo tendido ante el foso y todo lo que se veía eran unos cuantos charcos de sangre.

Mientras los turcos se hallaban cavando y hundiendo estacas, Giustiniani recorrió la muralla exterior tratando de estimar el número y el poderío de las fuerzas enemigas. Los jenízaros, que acampaban en torno a la tienda del Sultán, frente a la puerta de San Romano, eran doce mil. A otros tantos ascendían los spahis de la caballería regular. Giustiniani calcula que la relativamente bien equipada infantería, que dispone de media armadura, puede elevarse a unos cien mil hombres. A esto debe añadirse un número similar de irregulares, pobres almas harapientas armadas con espadas y hondas que, a la proclama del Sultán, se unieron al ejército por celo religioso y ansia de botín. Sólo unos pocos de entre ellos llevan escudos de madera. Por lo demás, apenas la cuarta parte de los hombres del Sultán llevan petos de cuero.

La cifra total de turcos es alarmantemente alta, pero Giustiniani opina que las tropas ligeras son de escasa efectividad. Aunque no parecía descorazonado tras su examen, se preguntaba dónde había ido a parar la tan cacareada artillería del Emperador.

Para animar a los defensores, el Emperador Constantino dispuso que Aloisio Diedo formase en parada desplegando sus galeras de un extremo a otro de la muralla exterior. Los multicolores gallardetes tremolaron, sonaron trompetas y tambores, y la bandera del león de San Marcos ondeó al viento. Era sin duda un hábil golpe de efecto diplomático, como para demostrar al Sultán que también se hallaba en guerra con Venecia.

Antes de que anocheciese, se puso en evidencia a qué precio había hecho el Emperador su demostración. Constantino se trasladó con su escolta del palacio de Blaquernae hacia el centro de la muralla, en la linde del emplazamiento de Giustiniani. El desierto palacio fue ocupado por el bailío veneciano a la cabeza de su guarnición de voluntarios. Al caer la tarde, el estandarte del león de San Marcos ondeaba junto a la bandera imperial. Así pues, todo el sector fortificado de Blaquernae se halla en manos de los venecianos. Si después de todo la ciudad conseguía rechazar a los turcos, la ocupación veneciana del palacio podría adquirir un significado siniestro.

Pero Giustiniani y sus hombres acorazados mantienen el puesto de honor, frente a los jenízaros, junto a la puerta de San Romano. En este lugar ha agrupado no menos de tres mil de sus mejores soldados.

Pero ¿cuál es el número total de defensores? Sólo el Emperador y Giustiniani lo saben. Este último ha dejado entrever que la mitad de la guarnición se halla estacionada ante las puertas de San Romano y Kharisios, de lo cual se desprende que nuestra fuerza total, incluyendo monjes y artesanos, no supera los seis mil hombres. Me resisto a creerlo. Los marineros venecianos suman por sí solos unos dos mil, aunque de éstos hay que descontar aquellos que han sido destinados a vigilar el puerto y las naves. Por tanto, estimo que debemos de ser, por lo menos, diez mil hombres en las murallas, aunque sólo un millar —aparte de los seiscientos de Giustiniani— están equipados por completo.

Pongamos diez mil contra doscientos mil. Y hasta ahora no ha llegado la artillería del Sultán, ni ha sido avistada su flota.

Por la tarde se oyó, en dirección de Selymbria, un ronco fragor como de trueno, aunque el cielo estaba despejado, y de las azules islas del Mármara se elevó una espesa columna de humo.