4 de abril de 1453
El lunes quedó terminada la cadena flotante que obstruye la bocana del puerto desde la torre Eugenios hasta la de Galata, en Pera. Serpea de orilla a orilla como una enorme culebra, impidiendo la salida de cualquier navío.
Al anochecer, un vivo resplandor en el horizonte, hacia el nordeste, señaló la posición de los campamentos turcos.
Al salir de casa me dirigí hacia los cuarteles de Giustiniani, junto a la puerta de San Romano. Los latinos holgazaneaban en torreones y garitas, guisando cordero en sus calderos, jugando a las cartas y bebiendo vino. Los griegos cantaban salmos a coro y rezaban. De cuando en cuando alguien creía ver una sombra moviéndose en la oscuridad y lanzaba una andanada de flechas a través del foso. Pero más allá de las murallas no había más que el vacío.
Bien pronto los calderos se destinaron a otro uso que el de la cocina y fueron llenados con plomo fundido y pez hirviente.
En las almenas han sido emplazadas numerosas culebrinas y también algunas bombardas pesadas, que vomitan sus gruesas balas de piedra describiendo un elevado arco. Pero las bombardas todavía no han sido probadas, pues se ha reservado la pólvora para los mosquetes y morteros giratorios que cargan balas de plomo. Los técnicos del Emperador también han emplazado anticuadas balistas y catapultas. Estos artefactos lanzan grandes bloques a mucha distancia más allá del foso, aunque los proyectiles son menos veloces que los arrojados por las bombardas.
Cuando hay que escoger entre un mosquete de mano y una ballesta, sólo un hombre entre cincuenta escoge el primero. La ballesta es, a la vez, más segura y fiable.
Por el noroeste el cielo está arrebolado y los latinos cruzan entre sí apuestas sobre si mañana por la mañana los turcos se presentarán ante las puertas de la ciudad. La incertidumbre ha puesto a todos en guardia, privándolos del sueño. Los soldados profesionales juran y blasfeman sin descanso, lo cual ofende a los griegos, que se mantienen apartados de los latinos.
La amargura y la duda asaeteaban mi mente mientras velaba con los demás; me resultaba imposible dejar de pensar en Ana Notaras. No puedo remediarlo. A buen seguro que no es sólo el destino el que me conduce tan inexorablemente por esta senda. ¿Por qué causa está ella tan decidida a unirse a mí con ataduras legales? Tendría que comprender que debo de tener alguna razón de peso para rehusarme. ¡La tengo!
Si yo ignorase la unión y me aviniese a contraer matrimonio con Ana Notaras, ello sería simplemente un paso hacia la tentación.
¿Por qué se cruzó de nuevo en mi camino? ¿Puede haber sido planeado deliberadamente? ¿Ignora en verdad su padre que Ana se encuentra en la ciudad? ¿O bien actúan de común acuerdo, padre e hija, en un pacto secreto? Pero Lucas Notaras no puede saber quién soy yo.
¿Por qué, por qué se cruzó en mi camino delante de la iglesia de Santa Sofía? La senda que entonces se ofrecía a mi vista era de lo más sencilla. Ahora mi espíritu está excitado y nuboso, y mis pensamientos bullen. ¿Podría mi espíritu caer en la tentación de la carne? Pero mi amor es tan espiritual como físico. O al menos eso creo.
Soy un hombre, no un ángel. Aunque la rodilla de Manuel sanara cuando puse mi mano en su cuello.
Todo esto porque, por una mujer, puedo precipitarme en la ardiente fosa de mi anhelo.
¿Podría no odiarla? Pues la amo.