31 de marzo de 1453

Es el último día de este mes. Pronto todo se habrá consumado.

El Emperador no quiso demorar el asunto por más tiempo y hoy los marineros han cavado el resto de la zanja y la prolongaron hasta el mar. Quizás los pilotes y el muro de contención de piedra nunca puedan resistir la acción del agua durante el tiempo que sea preciso.

Mientras trabajaban, los hombres lanzaban frecuentes miradas a las lomas. No se oían caramillos ni tambores, y banderas y estandartes habían desaparecido. Constantino, protegido con su armadura de plata, cabalgaba con su guardia hacia la cima de las lomas. Pero los turcos no daban la menor señal de vida. El ejército del Sultán es enorme y, por ende, su marcha es lenta.

Hoy los venecianos, presididos por el Consejo de los Doce, han ido en procesión al palacio imperial. El Emperador les ha confiado la defensa de las cuatro puertas de Blaquernae, de las cuales les ha dado las llaves. Nominalmente, el propio Constantino en persona se ha encargado de la puerta de San Romano; aunque, de hecho, es Giustiniani el responsable de ella así como del valle de Lykos, que llega hasta la puerta de Kharisios.

Hemos ultimado los preparativos de alerta y ha sido reforzado el número de centinelas y triplicadas las guardias.

No obstante, la mayor parte de la tropa se halla acuartelada en la ciudad.

Tras nuestra última entrevista, Ana Notaras estuvo tres días sin abandonar el convento. No sabría decir si lo ha hecho para imponerse a una penitencia o bien para infligirme un castigo. Al tercer día apareció Khariklea, sola, con su platillo de limosna e instalándose ante la mesa de la cocina de mi casa, comenzó a lamentarse de los caprichos y antojos de las mujeres jóvenes. Manuel fue a buscar comida a la taberna de enfrente, y después de débiles protestas la monja comió con verdadero deleite. Parecía algo azorada, como si pensase que abusaba de mi hospitalidad al venir sin Ana; para disipar su desazón y, en demostración de bienvenida, yo mismo le serví vino. Alzó los brazos como horrorizada, pero después de persignarse bebió no menos de tres vasos bien llenos.

—La hermana Ana está en oración para tratar de hallar una norma de conducta —explicó—. Tiene miedo de caer en la tentación de vuestra casa.

—Cuando uno teme ser tentado, no importa dónde se encuentre —repliqué—. Me agravia oír esto, hermana Khariklea. Decidle de mi parte que está bien lejos de mí seducir a nadie o desear que caiga en la tentación. Decidle también que, en lo que a mí concierne, acepto su decisión de no aparecer más por mi casa.

—¡Ah! —exclamó inconteniblemente la hermana Khariklea, pues al parecer no era de su gusto lo que yo acababa de decirle—. Es sólo un antojo. ¿Qué mujer sabe nunca lo que quiere? Nuestro destino es resistir en este mundo muchas clases de tentaciones y seducciones. Es mejor afrontarlas valerosamente, con la cabeza alta; rehuirlas es de cobardes.

El padre de Khariklea le relató todas las narraciones y mitos griegos que conocía. Por su parte ella tiene una imaginación vivaz y su alma se deleita enhebrando la historia de Ana y la mía. Como todas las mujeres, es una alcahueta de corazón, pero con las mejores intenciones.

No sé qué es lo que pudo haber dicho Khariklea a Ana, pero lo cierto es que ésta vino en su compañía al día siguiente. Tan pronto como entró en mi habitación, Ana se quitó el hábito, bajo el cual llevaba las vestiduras correspondientes a una mujer de su rango. Se había pintado los labios y mejillas, y también sombreado cejas y pestañas. Con aire altanero se dirigió a mí como a un extraño.

—La hermana Khariklea me contó que estabas agraviado por mi ausencia —dijo fríamente—. Me explicó que, en apenas dos días, te habías quedado delgado y pálido, y que se te notaba en los ojos la fiebre. Naturalmente, no quise que enfermases por mi causa.

—Si te dijo esto mintió —repliqué con igual frialdad—. No he echado en falta nada en absoluto. Por el contrario, he conocido la paz y la tranquilidad por primera vez en muchos días. Me he ahorrado palabras punzantes y el innecesario dolor que producen.

—Es verdad, es verdad —dijo, apretando los dientes—. Entonces, ¿qué tengo que hacer aquí? Según parece, nada te aqueja. Es mejor que me vaya; sólo quería cerciorarme de que no estabas enfermo…

—No te marches todavía —dije—. Manuel ha guardado jamón y pasteles para Khariklea. Deja que coma la pobre mujer. El régimen del convento es bastante magro; tú también tienes las mejillas hundidas y aspecto de no haber dormido.

Lanzó una rápida mirada a mi espejo veneciano.

—No veo nada de lo que dices.

—Te brillan tanto los ojos… —proseguí—. ¿No tendrás fiebre? Deja que toque tu garganta para cerciorarme.

Retrocedió exclamando:

—¡No lo harás! ¡Te abofetearé si lo intentas!

Pero aún no había terminado de decir estas palabras, que ya estaba entre mis brazos, en los que permaneció quieta y con los ojos cerrados. Cuando empecé a cansarme de seguir así, pareció despertarse, me empujó y dijo con voz vibrante de orgulloso triunfo:

—Ya lo ves; al menos puedo atormentarte.

—También te atormentas a ti misma —respondí, con los ojos húmedos de pasión.

—No lo creas —me aseguró—. Desde que sé que puedo transformar tu deleite en pena, me basta con ello para sentir placer. Ya verás cuál de los dos es el más fuerte. Al principio me encontraba aturdida, ya que era una mujer inexperta, pero he aprendido ya lo bastante de vuestros métodos occidentales. —Con manos temblorosas comenzó a alisar su vestido y arreglar su cabello ante el espejo—. No creas —continuó con desafiante sonrisa— que soy tan inocente que puedas hacer de mí lo que quieras. Cometí este error al principio y obraste conmigo como quien tañe una cítara. Pero ha llegado mi turno. Veremos cuánto tiempo eres capaz de soportarlo. Nadie puede seducirme como si fuese una prostituta de taberna.

Parecía transformada. Su voz sonaba agria y llena de desdén. Yo temblaba. No podía replicar, sino contemplarla tan sólo. Me lanzó una mirada de coquetería por encima de su hombro… ¡Ah, su grácil y níveo cuello, los azules arcos de sus cejas! Su cabeza emergía del rico corpiño como un capullo en flor. El jacinto de sus mejillas impregnaba las palmas de mis manos.

—No te reconozco —dije por fin.

—También a mí me cuesta reconocerme —admitió con momentánea ingenuidad—. Nunca imaginé que pudiera ocultar tantas facetas distintas; creo que tú me has convertido en una mujer, Giovanni Angelos.

Corrió hacia mí, me cogió con ambas manos de los cabellos, sacudió violentamente mi cabeza y me besó en la boca. De repente me soltó.

—Eres tú quien me ha hecho así —dijo en un murmullo—. Has despertado mis malas cualidades. Pero el despertar no es desagradable. Siento curiosidad por conocerme.

Tomó mi desmayada mano y comenzó a jugar distraídamente con ella, acariciándola con sus suaves dedos.

—Sé bastante de las costumbres occidentales —dijo—. Tú me contaste algunas.