15 de marzo de 1453

La primavera ha florecido en toda la ciudad. Niños descalzos venden flores en las aceras y los muchachos tocan el caramillo entre las ruinas. No hay sonido más maravilloso que esta música. Bendigo cada día que me es permitido amar.

La monja de más edad se llama Khariklea. Su padre fue zapatero y sabía leer. Pero su cara no hace juego son su nombre, según dice mi criado Manuel. En las comidas se apresura a levantarse el velo ante él, me contaba. Le gusta la carne y el vino. Sólo es una donada, de modo que usa hábito pero no ha profesado, y se siente feliz de llenar tan fácilmente el platillo de la limosna. Manuel le ha dicho que antes de que lleguen los turcos deseo renunciar a mi falsa doctrina latina y que quiero recibir el Cuerpo de Cristo mediante el pan sin levadura y rezar el único Credo verdadero sin interpolaciones. A estos fines, le ha asegurado, estoy recibiendo instrucciones de parte de la hermana Ana.

No sé lo que Khariklea pensará de nosotros, pero ha tomado a Ana bajo su protección y la considera como a una dama culta y distinguida, y piensa que no es quien para juzgar su conducta.

Giustiniani me ha enviado hoy a la Puerta de Oro para inspeccionar los ejércitos militares, y Ana y Khariklea me han traído una cesta de comida. Esto no llamó la atención, pues muchos son los que se traen consigo la comida para ahorrarse al mediodía el largo trayecto entre la ciudad y las torres de mármol de la puerta. Los monjes jóvenes tienen permiso para comer en el monasterio de San Juan Bautista; están dispensados de ayuno y el ejercicio al aire libre ha atezado sus rostros y vigorizado sus cuerpos. Atienden con toda presteza a las órdenes de sus instructores, arremangándose al punto y subiéndose los faldones de sus negros hábitos. En los intervalos de descanso cantan a coro himnos griegos. Es un espectáculo muy hermoso.

Sólo los desfiles triunfales del Emperador pueden cruzar la Puerta de Oro; no hay ciudadano que recuerde haberla visto abierta. Y ahora ha sido tapiada mientras dure el asedio.

Nos sentamos sobre la hierba y a la sombra de los bastiones. Partimos el pan y comimos y bebimos juntos. Khariklea se amodorró, y luego de alejarse unos pasos se tendió a dormir cubriéndose el rostro con el velo. Ana se quitó las sandalias —el duro cuero ha llagado sus pies— y hundió sus blancos dedos en la hierba.

—No he sido tan libre y feliz desde mi infancia —confesó.

En el azulado cielo primaveral un halcón describía lentos círculos. A veces los halconeros del Emperador sueltan sus aves para cazar palomas egipcias. Como si esto sirviera de algo. El halcón escrutaba el espacio majestuosamente.

Ana hundió su dedo índice en la hierba y dijo sin mirarme:

—He aprendido a tener compasión de los pobres. —Tras una pausa, prosiguió—: El pueblo confía en el hábito de las monjas. Me cuentan sus temores y penas, hablándome como a una igual, lo que no deja de ser una novedad para mí. «¿Qué hay de bueno en todo esto?», dicen. «Los guerreros del Sultán son incontables. Su artillería puede, de un simple disparo, desmoronar las más poderosas murallas. El Emperador Constantino es un apóstata y se ha entregado de pies y manos al Papa. Ha vendido su herencia y su ciudad por un plato de lentejas ¿y con qué fin? El Sultán respetará nuestra religión. En sus ciudades los monjes griegos pueden servir libremente a sus comunidades. Sólo ha prohibido que suenen las campanas de iglesias y monasterios. Bajo el Sultán nuestra fe estará a salvo de los herejes latinos. Los turcos jamás han molestado a los pueblos pobres, siempre y cuando paguen sus impuestos, y las tasas que imponen siempre son menos severas que las del Emperador. ¿Por qué ha de correr peligro un pueblo sólo para beneficiar al Emperador o a los latinos? Sólo los ricos y los nobles tienen motivos para temer a los turcos». Esto es lo que dice la gente.

Ya no me miraba y yo me sentí perplejo. ¿Qué quería de mí?

¿Por qué me hablaba de esa manera?

—¿Es realmente necesario que nuestra ciudad sea saqueada o convertida en vasalla de los latinos? —preguntó—. Todas estas pobres gentes lo único que desean es vivir para trabajar, traer hijos al mundo y practicar su religión. ¿Existe alguna causa lo suficientemente importante para morir por ella? Sólo tienen una vida, esta pobre e insignificante vida mortal. Siento pena por ellos.

—Hablas como una mujer —dije.

—Soy una mujer, ¿y qué? —preguntó—. También las mujeres tienen juicio y sentido común. Ha habido épocas en que la ciudad estuvo gobernada por mujeres, y aquellos tiempos fueron mejores que muchos. Si las mujeres dominasen en la actualidad, también expulsaríamos a los latinos a pesar de sus cañones y galeras, y al Emperador con ellos.

—¿Mejor el turbante turco que la mitra papal? ¿Hablas por boca de tu padre? —sugerí maliciosamente, y al mirarla concebí una alarmante sospecha—. Ana —proseguí—, creía conocerte, pero quizá me equivocaba. ¿Es verdad que te has quedado en la ciudad sin que tu padre lo sepa? ¿Puedes jurármelo?

—¡Esto es un insulto! —gritó—. ¿Por qué habría de jurarlo? ¿No es bastante valiosa mi palabra? Si hablo por boca de mi padre es porque he llegado a comprenderlo mejor que antes. Como hombre de Estado es más grande que el propio Emperador, y ama más a su pueblo que aquellos que, a causa de los latinos, están dispuestos a convertir en ruinas la ciudad y dejar que el pueblo perezca. Es mi padre. Nadie osaba desafiar al Emperador y proclamar en voz alta sus convicciones, y él lo hizo el día de nuestro encuentro. Permíteme que me sienta orgullosa de mi padre.

Mi cara se crispó; mis labios estaban fríos y rígidos.

—No fue más que un engaño propio de demagogos —dije suavemente—. Un cebo para obtener el favor popular. No desafió a nadie. Por el contrario, trató de seguir la corriente. Ganó una ventaja temporal a expensas de su alma. No se trataba de un impulso, sino un intento deliberado para incitar al pueblo.

Ana me contempló con expresión de incredulidad.

—Entonces… ¿eres partidario de la unión? —preguntó—. ¿Eres un latino de corazón, y es mentira tu sangre griega?

—Y si así fuera —respondí—, ¿a quién escoges? ¿A tu padre o a mí?

Sus mejillas estaban blancas como la cera y su boca tan contraída que le afeaba el rostro. Por un momento pensé que me daría una bofetada, pero dejó caer la mano con gesto desmayado.

—No te creo. No eres un latino. Pero ¿qué tienes contra mi padre?

Me dejé llevar por los celos y la sospecha.

—¿Quién es el que pregunta, él o tú? —dije rudamente—. ¿Es él quien te ha enviado a mí, porque era incapaz por sí mismo de convencerme de que me pusiera de su lado?

Ana se irguió y arrancó bruscamente unas briznas de hierba, como si se arrancara a sí misma de mí. Me dirigió una mirada de desprecio que me quemó el alma. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—¡Jamás te perdonaré esto! —gritó, y se marchó corriendo; tropezó con una piedra, cayó y se echó a llorar. No me apresuré a ir a su lado; sus lágrimas no me convencían. La sospecha seguía carcomiéndome las entrañas y se agolpaba como la bilis en mi garganta. Tal vez Ana estuviera simplemente representando un papel. Quizá suponía que yo acabaría por enternecerme y me apresuraría a secar sus mentirosas lágrimas.

Se levantó al cabo de un instante, con la cabeza inclinada y secándose el rostro con la manga. Khariklea se incorporó y nos miró con el asombro pintado en el semblante.

—He olvidado mis sandalias —dijo Ana con una voz sin inflexiones. Se agachó a recogerlas, pero yo las pisaba. Sus pies sangraban y tuvo que apartar la mirada.

—Espera —dije—. Ya discutiremos esto más adelante. Tú me conoces; pero no lo sabes todo acerca de mí, ni nunca lo sabrás. Tengo el derecho de desconfiar de todo el mundo, incluida tú.

—Fui yo misma quien lo escogió —dijo con los dientes apretados y tirando de las sandalias que yo seguía pisando—. ¡Qué tonta soy! ¡Fui yo misma…! ¡Imaginé que me amabas!

Tomé su cabeza entre mis manos y la obligué a ponerse derecha ante mí, aunque se resistía. Era más fuerte de lo que había supuesto, pero a pesar de todo conseguí que volviera su cabeza hacia mí. Cerró los ojos como para no verme; tanto parecía odiarme en aquel momento. Creo que hasta me habría escupido a la cara de no habérselo impedido su educación.

—Debemos ir al fondo de esto —dije—. Veo que no confías en mí, Ana Notaras.

Apretó los dientes en un gesto de impotencia, mientras las lágrimas escapaban de sus ojos y rodaban por sus mejillas. Por fin pudo balbucear:

—¿Cómo puedo confiar en ti si tú no confías en mí? Nunca habría creído esto de ti…

—¿Por qué dijiste aquello? —repliqué—. Si no hablabas por boca de tu padre, retiro mis palabras y te pido perdón. Pero ¿crees tú también, en lo más íntimo de tu corazón, que estoy aún al servicio del Sultán… como lo cree tu padre y lo piensa todo el mundo? Todos, excepto Giustiniani, que es más listo que todos vosotros. También tú lo creías, o de lo contrario, nunca me lo habrías insinuado. Querías ponerme a prueba.

—Lo que dije fue bastante razonable —replicó, cediendo ligeramente—. Quería contrastar mis propios pensamientos, y quizá deseaba conocer los tuyos. Pensé que no había nada malo en ello. En todo caso, no es más de lo que la gente dice y eso no puedes cambiarlo.

La solté, lamentando el modo en que me había comportado. No se inclinó de nuevo para recoger sus sandalias.

—Esas habladurías deben cesar —dije con vehemencia—. Un hombre que habla de esa manera es un traidor, aunque no lo sepa. No beneficia a nadie más que al Sultán, y éste no conoce la clemencia. No tengo la menor duda acerca de su generosidad a base de insinuaciones y promesas, y permite que sus enviados y agentes las desparramen a manos llenas; pero no abriga la menor intención de cumplirlas si ello no conviene a sus planes. La única cosa que respeta es el valor. Considera la contemporización y la condescendencia como una cobardía, y en su imperio no hay lugar ni para los débiles ni para los cobardes. El hombre que habla de sumisión o deposita su fe en el Sultán, ha cavado su propia fosa… ¿Es que no puedes verlo, amada mía? —dije sacudiendo sus hombros—. Su intención es hacer de Constantinopla su capital, ¡quiere convertirla en una ciudad turca y transformar sus iglesias en mezquitas! En su Constantinopla no habrá sitio para los griegos, excepto en calidad de esclavos; así arrasará hasta los cimientos del Estado griego. Esto es lo que desea, y no se conformará con menos… ¿Y por qué habría de hacerlo? Desde aquí puede gobernar Oriente y Occidente. Por lo tanto, no nos queda otra elección que combatir; luchar hasta la última gota de nuestra sangre, hasta mucho después de que se haya desvanecido toda esperanza. Si el milenario imperio ha de derrumbarse, que sea al menos con honor. Ésta es la única verdad. Sería mejor que las madres de esta ciudad aplastaran contra las murallas las cabezas de sus hijos, antes de hablar de sumisión. Quienquiera que se inclina ante el Sultán, se inclina ante la espada del caudillo, y no importa que sea pobre o rico. ¡Créeme, amada mía! Conozco a Mohamed y prefiero hallar la muerte aquí, a tu lado, que seguirlo. No quiero sobrevivir a la Constantinopla griega.

Sacudió la cabeza, y de sus ojos siguieron brotando lágrimas de enfado y humillación. Sus mejillas estaban arreboladas. Tenía el aspecto de una niña que hubiese sido regañada por su profesor.

—Te creo —dijo—. Debo creerte. Pero no lo comprendo.

Apuntó con un dedo a la lejanía, hacia la gigantesca cúpula de Santa Sofía, que emergía de la aglomeración de casas grises y amarillas. La mano dibujó un círculo en el aire; más allá de las ruinas, muchas otras cúpulas dominaban el mar de edificios. Y muy cercanos a nosotros se elevaban los grandes bastiones bañados de sol, patinados de oro oscuro por el tiempo, más elevados que los mayores edificios de piedra, los cuales discurrían a través de cerros y cañadas hasta desvanecerse a lo lejos y abarcando en su protector abrazo a toda la ciudad.

—No lo comprendo —repitió—. Esta ciudad es demasiado grande, demasiado antigua y demasiado rica hasta en su pobreza y decadencia, para ser saqueada y arrasada. Cientos de miles de personas tienen aquí su hogar; no pueden ser asesinadas o reducidas a la esclavitud. Constantinopla es demasiado vasta para que los turcos puedan colmarla. Hace cien, doscientos años, no eran más que bandoleros y pastores; nos necesitan para edificar un imperio estable. El Sultán es un hombre ilustrado que habla griego y latín. ¿Por qué ha de desear nuestra perdición si consigue capturar la ciudad? ¿Por qué tendría que exterminar a sus propios súbditos? No lo comprendo. No vivimos ya en los tiempos de Gengis Khan o de Tamerlán.

—Dices esto porque no conoces a Mohamed. —No podía extenderme en consideraciones, por más fútiles que mis palabras sonaran—. Ha leído todo lo que se ha escrito sobre Alejandro el Grande, ha estudiado las historias griegas y las leyendas árabes. El nudo gordiano era demasiado complicado para deshacerlo. Constantinopla es el nudo gordiano de los turcos; una embrollada madeja de Oriente y Occidente, de griegos y latinos, de odios y recelos, de intrigas públicas y privadas, de tratados quebrantados y tratados cumplidos…, todas las tortuosas y centenarias maquinaciones políticas bizantinas. Este nudo sólo puede ser desatado por el filo de la espada. No se trata aquí de inocentes o culpables, sino de un pueblo que vive bajo la sombra de la cimitarra.

Recordé el encendido rostro de Mohamed y cómo brillaban sus ojos cuando leía la narración griega del nudo gordiano y cómo me preguntaba, de vez en cuando, por la acepción de alguna palabra cuyo significado no alcanzaba a comprender. En aquel tiempo, el Sultán Murad vivía aún; era un hombrecillo fofo y melancólico, de mejillas y labios azulados, abotagado por la bebida, y jadeante, pues apenas podía respirar. Murió alegremente, entre sus amados poetas y eruditos. Era justo y misericordioso, y en su clemencia llegaba a perdonar hasta a sus enemigos, pues estaba harto de guerra. Había conquistado Tesalónica, se había visto obligado a poner sitio a Constantinopla, y logrado la trascendental victoria de Varna, pero nunca deseó la guerra, antes bien, le repugnaba.

Pero el destino le había deparado por sucesor una bestia salvaje, y en sus últimos años tuvo conciencia de ello. Era muy duro para él mirar a su propio hijo a los ojos; tan extraño le resultaba.

Pero ¿cómo podía yo explicar todo esto, que había sido una parte de mi existencia en el curso de siete años?

—El Sultán Murad no creía en el poder —proseguí—. A sus ojos un gobernante era un hombre tan insignificante como un ciego al que se confía la misión de guiar a otro ciego. Un instrumento, un medio para desarrollar fuerzas y presiones, un timón con el cual es imposible dirigir o cambiar el curso de los acontecimientos. Gozaba con la belleza de la vida y le apasionaban las mujeres, la poesía, el vino. En su vejez le placía deambular con una rosa en la mano sumido en los vahos del alcohol; y aun entonces la belleza no representaba a sus ojos más que vanidad. Creía que él no era sino polvo. Y opinaba también que el universo no era sino una partícula de polvo en el vértice del infinito. Sin embargo, cumplía con sus deberes religiosos, honraba el Islam y a sus maestros, construía mezquitas y hasta fundó una universidad en Adrianópolis. Sus contemporáneos lo consideraban un hombre piadoso y un estadista. Pero él sonreía tristemente cuando alababan sus victorias y sus dotes de hombre de Estado.

»Murad no creía en el poder —repetí—. A sus ojos la vida, incluso la vida de un gobernante no era más que una chispa que el viento diseminaba en medio de la oscuridad, donde se extinguía. Pero Mohamed cree en el poder. Cree que con su voluntad puede dirigir y hasta cambiar los acontecimientos. Es más inteligente e intuitivo que Murad. Sabe. Para él nada es acertado o erróneo, nada es verdad o mentira. Está dispuesto a vadear ríos de sangre con tal de conseguir la realización de sus proyectos… Y tiene razón. El sufrimiento y la muerte de cientos, de miles e incluso de cientos de miles de personas no supone, en realidad, más que la de una sola. Los números miden cosas finitas; son simplemente aritmética. Pero números e imágenes representativas tienen un simbolismo concreto para quien pretende gobernar el mundo finito; para un hombre así, las personas sólo son números considerados en relación con otros números, no seres humanos.

Ana irguió la cabeza.

—¿Qué estás tratando de demostrarme? —preguntó con impaciencia.

—Amada mía —dije—. Sólo trato de decirte, con débiles e inadecuadas palabras, que te quiero más que a nada en el mundo. Te quiero desesperadamente, y desconsoladamente. Tú eres mi Grecia. Tú eres mi Constantinopla. Y Constantinopla ha de caer cuando llegue su hora, de la misma manera que al cuerpo le llega la hora de volver al polvo. Es por este motivo que el amor terreno resulta tan desconsolador. Cuando amamos nos sentimos más prisioneros del tiempo y del espacio que en cualquier otro momento. En nosotros palpita el desesperado anhelo de todas las cosas temporales, el ansia de resistir… Amada mía, cuando te contemplo puedo vislumbrar la calavera a través de tus mejillas. Y a través de tu suave piel veo el esqueleto, al igual que cuando en mi juventud me despertó el ruiseñor, al alba, junto al muro del cementerio. El amor es una muerte lenta. Cuando te tomo entre mis brazos, y cuando beso tu boca, es la muerte a quien beso. Tan locamente y de tan terrible manera te amo. —Al advertir que ella no parecía comprender, agregué—: Te has herido el pie por mi culpa. No te causo sino dolor y sufrimiento. Deja que te ayude.

Recogí sus sandalias, la cogí del brazo y la conduje hacia la gran cisterna. Le costaba trabajo andar y los abrojos pinchaban las delicadas plantas de sus pies. La sostuve y ella se apoyó en mí; su cuerpo confió a pesar de que sus orgullosos y desafiantes pensamientos se rebelaban.

La ayudé a sentarse. Lavé sus pies desnudos hasta que, repentinamente, se puso pálida como si la apresara una congoja interior y se separó de mi lado con un movimiento brusco.

—No hagas eso —dijo—. No…, no puedo soportarlo…

La tenía en mi poder. Hasta nosotros llegaron las notas de un caramillo, que me rasgaron el corazón. El sol se ponía en el horizonte. Ana me miró confiadamente a los ojos.

—Levántate —dije—. Apóyate en mí mientras te calzo las sandalias.

—Me arde la cara —confesó—. Será porque me he quitado el velo ante ti. Mis pies están lacerados de tanto ir descalza.

Bendigo cada día que me está permitido vivir.

Cuando se marchó Ana y prosiguieron los ejercicios de adiestramiento, disparamos un cañón pesado emplazado en la cima de la muralla. Giustiniani pretendía acostumbrar a los reclutas al estampido, al fogonazo y al humo, para demostrarles que los cañonazos son más alarmantes que peligrosos; cosa de la que él estaba absolutamente convencido, por otra parte. Uno de los técnicos del Emperador fue quien montó allí el cañón; éste funcionó de acuerdo con los cálculos previstos y lanzó una bala de piedra del tamaño de la cabeza de un hombre, la cual, describiendo un amplio círculo sobre la muralla exterior y el foso que la rodeaba, cayó sobre la tierra, dejando un gran agujero. Pero la gran muralla se estremeció con una violencia inusitada. Se abrió en ella una larga fisura y gruesas piedras se desprendieron rodando al suelo. Aunque nadie resultó herido, el incidente confirmó lo que Giustiniani había dicho: que los cañones resultan más peligrosos para quien los emplea que para el enemigo. El efecto producido fue deprimente; monjes y artesanos miraban la grieta sin poder dar crédito a sus ojos, pues acababan de comprobar lo ilusos que habían sido al creer que la maciza muralla era inexpugnable.

Más allá de los bastiones se extiende el campo hasta donde puede alcanzar la vista. Los árboles han sido talados para de ese modo ver mejor cuando se aproxima el enemigo. Ni siquiera se han salvado los árboles frutales, y todas las fincas y caseríos han sido reducidos a escombros para no facilitar a los sitiadores material alguno. En la lejanía, aún se recorta un negro penacho de humo de algún edificio devorado por las llamas; en medio de tanta desolación, ésa es la única señal de vida que existe.

Como sea que el puente levadizo no ha sido destruido aún, ordené que abriesen el portón semitapiado y envié unos cuantos hombres a recoger la bala del cañón. Hasta los más hábiles albañiles necesitan por lo menos un día para modelar las piedras de un diámetro dado. Situé arqueros en las torretas y tras las almenas de la muralla exterior, como si fuésemos a efectuar una salida en toda regla. Los hombres a los que confié esta misión se sintieron desprotegidos y tan pronto como abandonaron el abrigo de los baluartes, miraron a ambos lados llenos de temor. Pero pronto cobraron valor y siguieron adelante hasta donde había ido a parar la bala, trayéndola de nuevo.

Algunos se dieron un chapuzón en el foso, que ha quedado terminado recientemente, por lo que el agua aún se conserva bastante limpia. Esta zanja tiene una anchura de unos treinta pasos, y una profundidad igual. Está abastecida por conductos subterráneos que llegan desde el mar y por grandes depósitos situados en diferentes puntos de la ciudad. De trecho en trecho se han construido represas, gracias a lo cual no puede secarse, y semeja una hilera de albercas entre la ciudad y el campo que la rodea. Termina ante las mismas puertas del palacio de Blaquernae, pues aquí se forma un acentuado declive hacia la bahía. Las murallas y los bastiones son más resistentes en este punto, y los edificios se hallan incorporados al recinto, formando una fortaleza continua hasta la misma orilla.

Pero la poderosa muralla resultó hoy agrietada por un simple cañonazo disparado desde las almenas.