7 de marzo de 1453

A primeras horas de la mañana, y antes de despuntar el día, una hilera de frailes vestidos de negro, monjas y pobres mujeres, portando todos ellos cirios encendidos, iban en procesión a la iglesia del convento de Khora, emplazado cerca del palacio de Blaquernae y la puerta de Kharisios. Los cánticos que entonaban se diluían en el silencio de la ciudad y en medio de la oscuridad del alba. Me uní a la procesión. El tejado y los muros de la iglesia eran un vasto mosaico; las piedras coloreadas flameaban sobre las losas del suelo a la luz de los innumerables cirios. Se expandía el aroma del incienso. La ardiente devoción de los adoradores era un bálsamo para mi corazón.

¿Por qué fui con ellos? ¿Por qué me arrodillé a su lado? He visto muchos frailes y monjas antes de ahora; iban de casa en casa, por parejas, pidiendo limosna para los pobres refugiados que habían llegado a la ciudad huyendo de los turcos.

Todas las monjas se parecen tanto que es prácticamente imposible distinguir una de otra. Hay mujeres de todas clases entre ellas: damas aristocráticas y mujeres de humilde cuna; también las hay solitarias, de familias nobles o acomodadas, que han pagado la dote para que ingresen en algún convento, o hermanas novicias que todavía no han tomado el velo y tienen a su cargo los trabajos manuales. Las monjas de este país gozan de una mayor libertad que las de Occidente. Los griegos también permiten que sus sacerdotes contraigan matrimonio y se dejen crecer la barba.

Diríase que todas las monjas son iguales; la misma negra capa e idéntico velo que cubre su rostro hasta los ojos. Inconscientemente, sin mirar siquiera, me di cuenta de que una monja me siguió en la calle y se detuvo cuando me volví. Luego pasó por delante del portal de mi casa con su compañera, y de nuevo se detuvo un instante ante el pequeño león de piedra, y miró las ventanas del edificio. Pero no llamó a la puerta para pedir limosna…

Desde entonces, he venido examinando detenidamente a cada monja con que tropiezo. Algún detalle en el gesto de la cabeza, en la manera de caminar, y hasta en las manos que se ocultan en sus amplias mangas, haría que la reconociese entre todas.

Sueño todas las noches y veo visiones. La desesperación me ha cegado y creo en lo imposible. Una esperanza que ni siquiera me atrevo a alimentar abrasa mi cerebro como la llama de un cirio.