2 de marzo de 1453

Al sol hace calor. La gente pasea por jardines y plazas. De entre las grietas del amarillento mármol asoma la hierba, y las laderas de la Acrópolis se hallan festoneadas de flores primaverales. El bullicio del puerto dura hasta altas horas de la noche, y hasta mi casa llega el sonido de cantos y música.

Nunca vi puestas de sol tan radiantes como éstas. Las cúpulas parecen incendiarse y la bahía es un manto negro como la tinta, tendido entre las lomas y los montículos. Al otro lado, las murallas y torres de Pera, de encendido carmesí, se reflejan en las oscuras aguas.

Mientras me hallaba contemplando al puesta de sol, con el corazón transido de amargura por la pérdida que había experimentado, se aproximó mi criado Manuel para descargarme el raudal de su elocuencia.

—La primavera ha llegado, señor, pero no los turcos. Los pájaros se persiguen como enloquecidos los unos a los otros, y el arrullo de los palomos perturba el sueño de los hombres. En los establos los burros lanzan tales rebuznos que nadie puede oírlos por mucho tiempo sin sentir que acabará perdiendo la razón. Señor, no es bueno que el hombre esté solo.

—¿A qué te refieres? —pregunté asombrado—. Seguro que no estás pensando en matrimonio, ¿verdad? ¿O acaso tratas de que contribuya a la dote de la hija de alguno de tus primos?

—Sólo pienso en vuestro bien, señor —dijo, al parecer dolido por mis palabras—. Os conozco. Conozco vuestra posición, y sé qué es adecuado para vos y qué no lo es. Pero la primavera puede alterar la sangre del hombre más elevado, y en esto no hay diferencia entre el Emperador y el cabrero. No quiero veros otra vez regresar con la ropa manchada de sangre y darme un susto de muerte. Creedme si os digo que en esta ciudad los pórticos oscuros y los callejones solitarios son muy peligrosos. —Se restregó las manos e hizo una pausa, como buscando las palabras—. Pero todo puede arreglarse —dijo por fin—. Estáis alicaído y anoche dormisteis mal, y eso me aflige. Por supuesto, no soy quien para meterme en vuestros asuntos; sé cuál es mi lugar. Aun así, no he podido evitar darme cuenta de que hace mucho que no recibís la visita de aquella dama que hacía que vuestro rostro se iluminara de felicidad. Por otra parte, regresáis a casa cubierto de sangre de la cabeza a los pies, de modo que deduzco que vuestra relación ha sido descubierta y que estáis padeciendo las consecuencias de una separación forzada. Pero el tiempo cura todas las heridas y para todas las heridas existe remedio, incluso para las del corazón.

—Basta ya —dije—. Si no fuera porque la puesta de sol me ha puesto melancólico, te golpearía en la boca ahora mismo.

—No quiero que me interpretéis mal, señor —se apresuró a contestar—. Pero un hombre de vuestra edad necesita una mujer, a menos que sea un monje o esté dedicado a una vida piadosa y de abstinencia. Es una ley de la naturaleza. La vida es muy corta, señor, ¿por qué no disfrutáis de ella? Tengo una sugerencia que haceros, incluso dos, pero no quiero que toméis a mal mis palabras. —Retrocedió un paso y se encogió aún más que antes—. Un primo mío —continuó— tiene una hija que ha enviudado tan joven que prácticamente todavía es virgen. En varias ocasiones os ha visto a caballo y se ha enamorado de vos hasta el punto de que siempre que me ve me pide que la traiga a casa y os la presente. Es una muchacha atractiva y decorosa; la haríais muy feliz y toda mi familia se sentiría infinitamente honrada si la aceptáseis en vuestro lecho una noche o dos. La pobre no pide más que eso; después, cuando os hayáis aburrido de ella, podéis darle lo que os parezca adecuado. De este modo, haríais una buena acción y, al mismo tiempo, daríais a vuestro cuerpo la paz que tanto necesita.

—Manuel —dije—, aprecio tus buenas intenciones, pero si tratara de complacer a cada mujer que pone sus ojos en mí, no me vería libre de ellas ni por un instante. Durante mi juventud sufrí la desgracia de que me desearan más de lo que yo deseé. Cada vez que anhelaba algo, la otra persona no ansiaba lo mismo. Ése ha sido mi castigo. Créeme, si comparto mi lecho con la hija de tu primo sin desearla, sólo le causaré pena y dolor.

Manuel asintió al instante.

—Eso mismo traté de meterle a la muchacha en la cabeza —dijo—, pero ya sabéis lo obstinadas que son las mujeres. Sin embargo, tengo otra propuesta que haceros. Una de mis tías tiene un conocido (hombre honorable y absolutamente discreto) que estaría encantado de ayudaros. Cerca del palacio de Blaquernae ha hecho construir una casa muy modesta por fuera, pero espléndidamente amueblada y decorada por dentro. En esa casa hay muchas esclavas jóvenes provenientes de distintos países, que se especializan en dar baños calientes y masajes a quien lo requiera. Hasta viejos arcontes impotentes han asistido a esta casa y han quedado muy satisfechos con la atención recibida, y han mostrado su gratitud a su benefactor de diferentes maneras. Esta casa de que os hablo es apropiada para vuestro rango y no perderíais nada asistiendo a ella para disfrutar de los servicios que ofrece. —Al advertir la expresión de mi rostro, Manuel se apresuró a aclarar—: Ni por un momento he querido decir que vos sois viejo o impotente, señor. Por el contrario, estáis en la flor de la vida. En esta casa uno puede citarse, en un ambiente discreto y secreto, con damas distinguidas que quieren introducir un cambio en sus vidas o que, a causa de un marido mezquino, necesitan algo de dinero para gastos menores. Tal vez no me creáis, pero incluso damas del palacio de Blaquernae han visitado este establecimiento y no han sufrido consecuencias desagradables. El honorable amigo de mi tía tiene un conocimiento amplio y profundo de los hombres y es sumamente comprensivo, además de muy estricto a la hora de seleccionar la clientela.

—No pienso hacer nada que deteriore aún más, si cabe, la moral de esta ciudad condenada —repliqué—. Veo, Manuel, que no me entiendes.

Mi sirviente parecía extremadamente consternado.

—Señor, ¿cómo podéis hablar de deterioro de la moral cuando sólo se trata de frecuentar, libremente, la compañía de personas sensibles y cultas de vuestra misma posición social? Diríase que para vos es más natural, y menos decadente, escalar muros amparado por las sombras de la noche o dirigirse sigilosamente a damas refinadas para hacerles propuestas indecentes. Si uno ha de pecar, ¿por qué no hacerlo alegremente, aristocráticamente y con la conciencia tranquila? Debéis de ser muy latino para no entender esto.

—No es el pecado lo que echo de menos —dije—, sino el amor que he perdido.

Manuel sacudió la cabeza y en su rostro se dibujó una expresión de melancolía.

—El pecado siempre es el pecado —dijo—, y no importa el modo en que se manifieste. Por mucho que unos lo llamen amor y otros placer, el resultado es el mismo. Pero hacéis mal en inflamar vuestros propios sentimientos, pues terminaréis agotado. El peor de los pecados es negarse a uno mismo aquello que necesita. Me decepcionáis, señor; pensaba que teníais más sentido común. Pero el sentido común no es algo que uno reciba como regalo de bautismo, aunque haya nacido con botas de púrpura.

Ante aquellas palabras, lo cogí por la nuca y lo obligué a hincarse de rodillas en el suelo. Saqué la daga, cuya hoja brilló al sol poniente; pero me controlé a tiempo.

—¡Repite lo que has dicho si te atreves! —demandé, furioso.

Manuel estaba aterrorizado y yo podía sentir cómo temblaba su nuca entre mis dedos. Sin embargo, advertí que, después de la primera impresión, aceptaba mi violencia como un honor. Con un tono de voz que denotaba prudencia y obstinación dijo:

—No pretendía ofenderos, señor. Era sólo una broma, y ni por un instante se me ocurrió que pudiera desagradaros tanto.

Su taimería hacía que me resultase imposible creerle. De pronto se me ocurrió que, en realidad, me había tendido una trampa para ver si caía en ella. ¿Adónde había ido a parar mi autocontrol? ¿Dónde estaba mi calma? Guardé la daga en su vaina.

—No sabes lo que dices, Manuel —le advertí—. Por un momento el ángel de la muerte estuvo de pie detrás de ti.

Se volvió de rodillas hacia mí como si estuviera disfrutando de una postura tan humillante.

—¡Señor! —exclamó. Le brillaban los ojos y sus mejillas se encendieron—. En el instante en que pusisteis vuestra mano en mi nuca, mi dolor de oídos desapareció. Las rodillas ya no me duelen, a pesar del duro suelo en que están hincadas. Señor, ¿no es esto prueba suficiente de quién eres en realidad?

—Estas desvariando —dije—. Es el miedo a mi daga lo que te hace hablar así. Un susto repentino puede hacer que los dolores desaparezcan.

Inclinó la cabeza, cogió un puñado de polvo y lo dejó caer. Comenzó a hablar en voz tan baja que apenas si podía comprender sus palabras.

—Cuando no era más que un niño —dijo—, vi al Emperador Manuel en muchas ocasiones… Señor, nunca os decepcionaré. —Extendió la mano como si quisiera tocarme la cadera y miró mis pies como si estuvieran hechizados—. Botas de púrpura —murmuró para sí—. Pusisteis vuestra mano en mi cabeza y los sufrimientos de la decrepitud desaparecieron…

Se desvanecía su último resplandor al sol y se cernía la noche portadora de la oscuridad y el frío. Ya casi no podía distinguir el rostro de mi criado Manuel. No dije nada. Me sentía demasiado solo. Me volví y entré en la casa, en busca del calor del hogar.

Tinta y papel. Antes me gustaba el olor de la tinta y el seco crujido del papel; pero ahora los odio. Las palabras sólo son símiles, como todas las cosas temporales; burdos símbolos que cada cual interpreta a su manera, de acuerdo con su entendimiento y la inclinación de su naturaleza. No existen palabras que puedan expresar el infinito.

Aún quedan navíos fondeados en el puerto, y, con la ayuda de la suerte, un barco puede navegar sin ser molestado a través de los Dardanelos y hasta el mar Egeo. No hay latino que no pueda ser comprado. Pero fue la fiebre de mi corazón la que hizo que arrojase mis joyas a los pies de Giustiniani, y ella también la que, una vez más, me incitó a despojarme de mi riqueza, como si se tratase de una prenda usada. Ahora soy demasiado pobre para sobornar a un capitán y lanzarme tras Ana. ¿Acaso era esto lo que temía? ¿Fue ésta la razón por la que me desprendí de mis piedras preciosas? Nada sucede por simple azar; absolutamente nada. Todas las cosas siguen una norma determinada y ninguna puede eludir su destino. El hombre forja ese destino y una vez que ha hecho su elección, camina hacia él con tanta seguridad como un sonámbulo.

¿Acaso me temía a mí mismo? ¿Me conocía Mohamed mejor de lo que yo me conozco cuando, al despedirnos, puso en mis manos, como si de un cebo se tratase, el saquito de cuero? ¿Era debido a esto que sentía yo la necesidad de librarme de tan valioso presente?

¡El Sultán Mohamed, el conquistador! Si quiero, sólo tengo que tomar una barca para trasladarme a Pera y allí entrar en una casa que tiene un palomar en su patio, y traicionar… traicionar de nuevo.

Jamás había experimentado una desesperación tan insondable como la que sufría en aquellos momentos. Y es que la desesperación siempre se presenta de improviso y cuando uno tiene menos fuerzas para sobrellevarla. Existe una puerta que siempre permanece abierta de par en par: la de la huida, la traición y la decepción íntima.

Junto al pantano de Varna, el ángel de la muerte me dijo: «Nos volveremos a encontrar en la puerta de San Romano». Hasta hoy estas palabras habían sido mi consuelo… Pero no dijo en qué lado de la puerta nos encontraríamos. No lo dijo.

Ni tampoco necesitaba decirlo. Toda mi vida la he pasado entrando y saliendo por puertas de prisiones. Pero no quiero evadirme de esta última, cuyos muros son las murallas de Constantinopla.

Pues soy el hijo de mi padre, y esta cárcel es mi único hogar.