1 de marzo de 1453

Giustiniani ha venido a visitarme. La herida me escuece y tengo el rostro encendido por la fiebre.

Al desmontar se vio rodeado por un grupo de gente. Los griegos lo admiran, aunque sea latino. Los muchachos le sostienen respetuosamente la brida y las riendas. El Emperador le ha regalado una silla con arzón de oro y hasta un arnés ornado de piedras preciosas.

Su visita era un gran honor para mí. Tuvimos una larga conversación en el transcurso de la cual le expuse mi filosofía, las ideas de mi maestro, el doctor Cusanus, para quien lo correcto y lo erróneo, la verdad y la mentira, el bien y el mal, no se anulan mutuamente, pues todo es relativo en un mundo limitado, y se reconcilia en la atemporalidad. Pero no lo comprendió muy bien. Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua al entrar y ver mi frente lastimada y mi nariz despellejada.

—Una riña de taberna —dije.

—Daríais también lo vuestro…

—Devolví los golpes y conseguí escabullirme.

—Si esto es verdad, no merecéis castigo —dijo—. Por lo menos, nadie se ha quejado de haberos visto borracho en perjuicio del buen orden. ¿Me enseñáis la herida?

Hizo que Manuel quitase el vendaje y tocó torpemente con su dedo los hinchados bordes de la llaga.

—Una puñalada a traición —dijo—. A dos pasos de la muerte. Esto no presenta aspecto de riña de taberna, aunque sugeristeis algo por el estilo.

—No tengo muchos amigos en la ciudad —reconocí.

—Deberíais usar cota de malla —me aconsejó—. Una malla ligera basta para embotar la punta de una espada, e impide que la daga más afilada penetre demasiado en la carne.

—No la necesito —dije—. Soy lo bastante fuerte, siempre que consiga concentrarme.

—¿Sois realmente fuerte? —preguntó con expresión de curiosidad—. ¿Tenéis un talismán? ¿Algún amuleto encantado o lleváis hierba sagrada en un saquito? Todos los métodos son buenos, cuando se cree en ellos.

Cogí un largo alfiler de plata de la mesilla de noche.

—Ved —dije. Y murmurando una fórmula árabe de los derviches de Torlak, introduje rápidamente la aguja en un músculo de mi brazo, atravesándolo de parte a parte. No brotó ni una sola gota de sangre.

Giustiniani sacudió de nuevo la cabeza con aire de duda.

—Entonces, ¿cómo explicáis que la herida os haya producido fiebre? ¿Por qué no se ha cerrado por sí sola si sois tan fuerte como pretendéis?

—Porque me hallaba excitado y me olvidé de mí mismo —respondí—. No os preocupéis, que la herida sanará. Pasado mañana estaré ya en pie y dispuesto a cumplir con mi deber.

Despidióse, y a poco resonaban en el pavimento los cascos de su caballo.

Pero los cascos del corcel del Tiempo, más pesados aún, están convirtiendo en jirones mi corazón.