26 de febrero de 1453

En el preciso momento en que me acababa de desnudar, mi criado Manuel me anunció que un joven griego preguntaba por mí. No me levanté de la cama, pues estaba muy cansado.

El muchacho entró y, sin saludar, miró inquisitivamente en derredor, frunciendo la nariz ante el olor a cuero, papel, cera y pasta de bruñir. Reconocí a mi visitante; lo había visto a caballo en el hipódromo. Era el hermano menor de Ana Notaras.

Yo estaba de mal humor. Violentas ráfagas de viento batían las persianas.

—Fuera está oscuro y nublado —dijo el muchacho—. Apenas se puede ver a un paso de distancia.

Tiene diecisiete años y es un joven bien parecido; pero demasiado consciente de ello, así como de su rango, aunque no se le puede negar que también es muy simpático. Parecía sentir gran curiosidad por mi persona.

—Escapasteis de los turcos —dijo—. Se habla mucho de vos en la ciudad. Alguien os señaló una vez que ibais a caballo. Mi padre desea veros, si ello no os causa demasiada molestia. —Miró hacia la ventana—. Como dije, es una noche muy oscura. No se ve a un paso de distancia.

—La verdad es que no tenía intención de salir —le manifesté—; pero, naturalmente, no puedo dejar de cumplir en modo alguno una orden de vuestro padre.

—No es una orden —protestó—. ¿Cómo podría daros órdenes mi padre? Vos estáis bajo el mando de Giustiniani. No es como soldado que desea veros, sino como invitado…, quizá como amigo. Podéis darle informes valiosos. Siente gran curiosidad por vos y se pregunta por qué le habéis eludido. Sin embargo, repito que no desea ocasionaros molestia alguna…

Hablaba jovialmente y con volubilidad para ocultar el azoramiento que le embargaba por la delicada misión que le había sido confiada. Era un muchacho atractivo, cuya franqueza se advertía tanto en sus palabras como en la forma de expresarse. Tampoco parecía haberle complacido mucho el haber salido de casa en aquella noche tan oscura. ¿Por qué su padre envolvía aquella invitación de tanto misterio que no confiaba la embajada a un criado sino a su propio hijo?

Me daba la sensación de un cordero dedicado al holocausto. Un cordero bien cebado, casi inmolado en el altar de la ambición. En una palabra, se veía que Notaras estaba dispuesto a sacrificar a su hijo si fuera necesario.

Era el hermano de Ana Notaras. Le sonreí cordialmente y cuando estuve vestido le di una ligera palmada en la espalda. Se ruborizó, pero de inmediato en su rostro se dibujó una sonrisa; era evidente que no me consideraba un hombre de baja extracción.

El viento norte aullaba dejándonos sin resuello y pegándonos las vestiduras al cuerpo. La noche era negra como la pez. De tanto en tanto, por entre las nubes brillaba alguna estrella. Mi perro me seguía, a pesar de que le había ordenado que se quedara en casa. Pero consiguió escabullirse en la oscuridad. Cogí la linterna de Manuel y se la ofrecí al muchacho, quien vaciló, como si su orgullo instintivo le impidiese aceptarla, pero finalmente la cogió sin protestar. ¿Por quién me tomaba? El perro nos siguió durante todo el camino, como si, a pesar de mi deseo, quisiese custodiarme.

En el palacio de Notaras reinaba también la oscuridad. Entramos por una puerta lateral del lado de la muralla que da al mar. No distinguí la presencia de nadie, aunque la noche parecía poblada de ojos ocultos. El ululante viento me hablaba, pero no conseguía entender sus palabras. Hasta mi cabeza sentía una especie de bramido, como si el huracán hubiese confundido mis pensamientos.

En el corredor reinaba un silencio sepulcral, y hasta nosotros llegó una vaharada de aire caliente. Subimos las escaleras. Fui conducido hasta una habitación en la que había una mesa escritorio provista de plumas de ave para escribir, papel y libros maravillosamente encuadernados. Ante el icono de la Virgen ardía una lámpara de aceite perfumado.

Mi anfitrión tenía la cabeza inclinada, como si estuviese sumido en profundos pensamientos. No sonrió, sino que se limitó a acoger mi saludo como una natural muestra de respeto. A su hijo le dijo tan sólo: «No te necesitaré más». El muchacho pareció algo ofendido por estas palabras, aunque supo ocultarlo. Sin duda quería quedarse a oír nuestra conversación, pero inclinó sumisamente la cabeza, se despidió de mí y salió.

En cuanto se hubo marchado, Lucas Notaras pareció animarse y, mirándome intensamente dijo:

—Sé todo lo que a vos se refiere, Giovanni Angelos, y, por lo tanto, os hablaré con entera franqueza.

Supuse que conocía mi origen griego; el hecho en sí no era sorprendente, aunque, a decir verdad, me impresionó de una manera sumamente desagradable.

—Me advertís que hablaréis con toda franqueza —observé—. Un hombre sólo acostumbra a decir eso cuando trata de ocultar sus pensamientos. ¿Habéis sido sincero alguna vez, aunque fuera con vos mismo?

—Fuisteis el consejero más fiel de Mohamed —dijo—. Escapasteis de su campo el pasado otoño. Un hombre que alcanzó una posición tan privilegiada no obra sin algún objetivo determinado.

—Son vuestras intenciones las que están ahora en cuestión, megaduque, no las mías —dije evasivamente—. No me habríais llamado tan secretamente a menos que pensarais que podría seros útil para llevarlas a cabo.

Hizo un gesto de impaciencia. También el sello que lucía en uno de sus dedos era del tamaño de la mano de un niño. Las mangas de su bata le llegaban hasta el codo y las de su túnica interior eran de seda color púrpura, recamada en oro, como las de los emperadores.

—Desde un principio tratasteis de entrar en contacto conmigo —dijo—. Habéis sido muy cauto. Era comprensible y atinado, tanto desde vuestro punto de vista como desde el mío. Fue muy ingenioso de vuestra parte trabar conocimiento con mi hija, como al azar. Luego la acompañasteis a casa un día que ella perdió a su sirviente. Cuando yo estaba en el mar os atrevisteis a visitar mi casa en pleno día, alegando que queríais ver a mi hija. Muy sagaz.

—Ella prometió hablaros de mí…

—Mi hija confía en vos. —Sonrió—. Ignora quién sois y no sospecha nada de vuestros propósitos. Es sensible y orgullosa; no sabe nada. Ya me comprendéis.

—Es muy bella —confesé.

De nuevo el megaduque desechó mis palabras.

—Estáis por encima de tal clase de tentación. Mi hija no es para vos.

—No quisiera estar demasiado seguro de ello, megaduque —dije.

Por vez primera y sin poder dominarse, me miró con aire sorprendido.

—Lo suficiente, tal como están las cosas —observó—. Vuestro juego es harto difícil y peligroso para que compliquéis en él a una mujer. Para cubrir las apariencias, no está mal; pero no podría admitirlo de otro modo. Estáis andando sobre el filo de una navaja, Giovanni Angelos; no podéis permitiros dar ningún traspié.

—Sabéis muchas cosas, megaduque, lo reconozco; pero no me conocéis.

—Sí; sé muchas cosas de vos —asintió—. Más de lo que suponéis. Ni la propia tienda del Sultán es un lugar seguro para conversar. También allí hay oídos. Sé que no huisteis enfadado con el Sultán; sé también que os dio un magnífico presente consistente en piedras preciosas. Por desgracia, tanto el basilio como Franzes están al tanto de estos detalles. Por consiguiente, cada uno de vuestros pasos en Constantinopla ha sido convenientemente vigilado desde vuestra llegada. Quiero ignorar cuánto habréis pagado por entrar al servicio de Giustiniani; todos los latinos pueden ser comprados. Pero ni siquiera Giustiniani podrá libraros si cometéis el menor error… —Alzó de nuevo su brazo y prosiguió—: Es ridículo. La autoridad del Sultán Mohamed es vuestra única protección aquí en Constantinopla; tan bajo ha caído la segunda Roma. No se atreven a poner la mano sobre vos porque aún no han descubierto vuestras intenciones.

—Estáis en lo cierto —dije—. Verdaderamente, es ridículo. Incluso ahora que he escapado del Sultán y lo he traicionado, es su poder el que me protege. Vivimos en un mundo bien loco.

Sonrió frunciendo los labios.

—No soy tan imbécil como para pensar que vais a revelar vuestros planes —dijo—; ni siquiera a mí. Después de todo, soy griego. Y tampoco es necesario. El sentido común me dice que tras la captura de la ciudad alcanzaréis una posición aún más elevada al entrar nuevamente al servicio del Sultán; si no pública, sí secreta. Por lo tanto, una comprensión mutua, y hasta una cooperación, dentro de ciertos límites, lejos de entrañar un perjuicio, puede beneficiarnos a ambos.

—Sois vos quien lo dice —respondí cautamente.

—Sólo hay dos posibilidades —prosiguió—. O bien que el Sultán tome Constantinopla al asalto, o bien que falle en su intento, en cuyo caso pasaremos a ser, para siempre, un estado vasallo de los latinos. —Se levantó, irguióse y alzó la voz—. Ya hemos experimentado antes los resultados de un gobierno latino. Pesó sobre toda una generación, y aun cuando han pasado ya trescientos años, Constantinopla no ha conseguido recuperarse. Los latinos son unos ladrones, más despiadados incluso que los propios turcos, y han falseado la verdadera fe y nuestras tradiciones. Hasta la propia Virgen Panagia aboga por los turcos al llorar lágrimas de sangre por nuestra debilidad.

—No estáis dirigiéndoos al populacho, megaduque —le recordé.

—No me interpretéis mal —replicó—. Hagáis lo que hagáis, no me interpretéis mal. Soy griego y lucharé por mi ciudad en tanto quede una esperanza de independencia. Pero jamás dejaré que caiga en manos de los latinos, pues ello significaría una incesante carnicería durante muchos decenios. Con Constantinopla como avanzada de Europa, los restos de nuestro poderío acabarían por desmoronarse. Ya estamos hartos de Europa; hemos tenido ya más que suficiente de los latinos. Comparados a estos bárbaros, los turcos son un pueblo culto, gracias a su herencia árabe y persa. El poder del Sultán hará que Constantinopla florezca y nuestra ciudad, situada en la frontera de Oriente y Occidente, volverá a ser, una vez más, el centro del mundo. El Sultán no pide que traicionemos nuestra religión, sino tan sólo que vivamos en amistosa armonía con los turcos. ¿Por qué no hemos de conquistar el mundo codo a codo con él y dejar que nuestra antigua cultura griega reciba la savia de una civilización más robusta? ¡Que nazca la tercera Roma! ¡Una Roma del Sultán en la cual griegos y turcos estén hermanados y respeten mutuamente su fe!

—Es un inspirado sueño el vuestro —dije—. No voy a echar un jarro de agua fría sobre vuestro ardiente entusiasmo, pero los sueños sólo son sueños. Descendamos a la realidad. Vos no conocéis a Mohamed; sin embargo, esperáis que vuestra ciudad caiga en su poder.

—No es que lo espere —aclaró—. Sé que Constantinopla caerá. Por algo soy estratega… Un perro vivo es mejor que un león muerto. El Emperador Constantino ha elegido su destino; no podía obrar de otra manera. Sin duda buscará la muerte en las almenas cuando lo vea todo irremisiblemente perdido. Pero ¿cómo puede ayudar a su pueblo un patriota muerto? Si mi destino fuese caer, caería en las murallas de Constantinopla; sin embargo, prefiero preservar mi vida y trabajar por el bien de mi pueblo. La era de los Paleólogos toca a su fin; el Sultán será el único Emperador. No obstante, para controlar a los griegos y dirigir sus asuntos necesitará su ayuda. Tras la captura de la ciudad, ello será inevitable; tendrá que recabar la colaboración de quienes estén familiarizados con el ceremonial de la corte y los asuntos administrativos. Es por ello que Constantinopla necesita de patriotas que amen a sus conciudadanos y aprecien más la herencia de la antigua Grecia que su propia reputación. Si puedo servir a mi pueblo como un perro, no pido la muerte del león. Sólo he de convencer al Sultán de mis buenas intenciones, y cuando el grito de «¡La ciudad está perdida!» se oiga en torno a las murallas, habrá llegado para mí la hora de tomar en mis manos las riendas del destino de mi pueblo para guiarlo con acierto.

—Vuestro discurso ha sido extenso, hermoso y persuasivo. Os hace un gran honor —dije—. Verdad es que la herencia de la antigua Grecia de que habláis incluye a Leónidas y las Termópilas, pero sé qué queréis decir. Deseáis convencer al Sultán de vuestra buena voluntad, pero ¿es que acaso no lo habéis manifestado claramente? Dirigíais a los adversarios de la unión, habéis fomentado el odio contra los latinos y creado otros conflictos en la ciudad, debilitando así su defensa. Embarcasteis e hicisteis una incursión, proporcionando de ese modo al Sultán la provocación que precisaba. Bien…, ¿por qué no escribís directamente a Mohamed ofreciéndole vuestros servicios?

—Sabéis muy bien que un hombre en la posición en que me encuentro no puede hacer tal cosa —replicó—. Soy griego. Debo combatir por mi ciudad aunque sepa que la batalla no ha de servir para nada. Pero me reservo el derecho de actuar de acuerdo con las circunstancias, por el bien de mi pueblo. ¿Por qué han de morir mis conciudadanos, o ser reducidos a la esclavitud, si está en mis manos evitar tamaño desastre?

—No conocéis a Mohamed —repetí.

Mi terquedad pareció desconcertarlo.

—No soy un traidor —declaró—. Soy un político. Tanto vos como el Sultán debéis comprenderlo así. Ante mi pueblo y mi conciencia, ante el supremo juicio de Dios, responderé de mis pensamientos y actos con la cabeza bien alta ante los calumniadores. Mi sentido político me dice que será necesario un hombre como yo en la hora decisiva. Los motivos que me animan son puros y simples. Mejor es que mis conciudadanos vivan de alguna manera a que todo se derrumbe. El espíritu de Grecia, su cultura y su fe, no significan tan sólo las murallas, el palacio del Emperador, el foro, el senado y los arcontes; éstas sólo son formas externas, y aunque las formas cambien con el tiempo, el espíritu perdura.

—La sabiduría política y la divina sabiduría no son una misma cosa, sino dos cosas diferentes —observé.

—Si Dios ha dado al hombre la facultad de pensar políticamente —me corrigió—, es seguro que su intención es que use tal poder.

—Habéis hablado con bastante franqueza, megaduque Lucas Notaras —dije con sequedad—. Cuando Constantinopla caiga habrá hombres como vos que quieran gobernar el mundo. Puedo aseguraros que el Sultán Mohamed conoce vuestros puntos de vista y estima en su justa medida vuestras altruistas razones. Sin duda alguna, en el momento oportuno os confiará sus deseos y os dirá la mejor manera en que podéis servirlo durante el asedio.

Inclinó ligeramente la cabeza como si reconociera en mí a un enviado del Sultán y mis palabras como un mensaje de éste. A tal punto puede ser esclavizado un hombre por sus propios deseos.

Se relajó, y cuando me disponía a partir hizo un gesto amistoso con ambas manos.

—No, no os vayáis aún —rogó—. Hemos tenido una conversación seria, pero también deseo ganar vuestra amistad. Servís a un dueño cuya resolución y clarividencia respeto de todo corazón, a pesar de su juventud.

Se acercó a una mesa, llenó dos copas de vino y me ofreció una. No la cogí.

—Ya bebí vuestro vino en compañía de vuestra bellísima hija —alegué—. Permitidme que mantenga la cabeza despejada. No suelo beber.

Sonrió, interpretando erróneamente mi negativa.

—Los mandamientos del Corán tienen su lado bueno —dijo con tono de condescendencia—. No dudo de que Mahoma fue un gran profeta. En nuestros días todo pensador reconoce lo bueno de otras religiones, aunque permanezca fiel a la suya. Entiendo perfectamente a los cristianos que abrazan libremente el Islam. En materia de fe, siempre he respetado las convicciones honestas.

—No me he convertido al Islam. Quiero mantener mi fe cristiana con la punta de la espada. No he sido circuncidado. Sin embargo, insisto en que prefiero no dejarme llevar por las emociones —dije. Su rostro se ensombreció de nuevo—. Además, os he asegurado, y os lo repito, que ya no estoy al servicio del Sultán. Vine a Constantinopla a morir por la ciudad. No abrigo otros deseos. Os agradezco vuestra confianza y podéis contar con que no abusaré de ella. Todo el mundo tiene derecho de hacer cálculos mentales políticos; nadie puede reprochároslo…, en tanto que no pase de ahí. No hay duda de que el Emperador Constantino y sus consejeros han tomado en cuenta la posibilidad de tales cálculos. Id, pues, con cuidado…, con tanto cuidado como habéis ido hasta ahora.

Dejó a un lado su copa, sin haberla probado.

—No confiáis en mí —se lamentó—. Naturalmente, vos tenéis vuestra propia misión y tareas que no me conciernen. Id, pues, también con cuidado. Nos volveremos a encontrar cuando la fruta esté madura. Ya conocéis mis puntos de vista. Sabéis qué podéis esperar de mí y qué no. Soy griego. Lucharé por mi ciudad.

—Al igual que yo —respondí—. Por lo menos, tenemos esto en común. Ambos combatiremos aunque consideremos irremediable la caída de Constantinopla; ya no esperamos milagros.

—Ha llegado la hora —replicó—. La era de los milagros pasó a la historia. Dios ya no interviene. Pero, de todas maneras, Él es testigo de nuestros pensamientos y acciones. —Se volvió hacia el icono, levantó una mano y pronunció este juramento—: ¡Por Dios nuestro Señor y su único Hijo, por la Madre de Dios y todos los Santos, juro que las razones que abrigo son puras y que sólo deseo el bien de mi pueblo! No me guía el ansia de poder. Es un duro camino el que he emprendido; ¡mas para el futuro de mi linaje, por mis deudos y mi ciudad, debo obrar como he resuelto hacerlo!

Pronunció estas palabras con tan solemne convicción que me vi forzado a creer en su sinceridad. No es sólo un político calculador, sino que cree realmente que obra con rectitud. Ha soportado agravios, su sensible orgullo ha sido herido, odia a los latinos y se ha visto arrinconado; sin embargo, ha concebido una idea y cree en ella.

—Con respecto a vuestra hija Ana Notaras —dije—, ¿me permitiréis que siga viéndola?

—¿A qué viene eso ahora? —preguntó sorprendido—. Sólo serviría para llamar una innecesaria atención. ¿Cómo puede mostrarse en compañía de un hombre de quien todos sospechan que es un enviado secreto del Sultán?

—Aún no estoy en la torre de mármol —dije—. Si Giustiniani se divierte con las damas del palacio de Blaquernae, ¿por qué no puedo yo presentar mis respetos a la hija del megaduque?

—Mi hija debe velar por su reputación —objetó con cierta frialdad.

—Los tiempos cambian —insistí—. Con los latinos van imponiéndose las costumbres más libres de Occidente. Vuestra hija ya es toda una mujer y puede opinar por sí misma. ¿Por qué no habríais de permitir que la entretuviesen cantores y músicos? ¿Por qué no podría yo cabalgar tras su litera cuando va a la iglesia, o invitarla a un paseo en barca cualquier día soleado? Vuestra casa es lóbrega. ¿Por qué escatimar a Ana Notaras un poco de alegría y risa antes de que comience el tiempo de la aflicción?… ¿Qué tenéis contra ello, megaduque?

Alzó una mano.

—Es demasiado tarde —dijo—. He dispuesto que mi hija salga de la ciudad.

Miré al suelo para que no adivinase la expresión de mi rostro. La noticia no me sorprendía, pero la comprobación de la pérdida me resultaba insoportable.

—Como gustéis —dije—. Sin embargo, me placería ver a vuestra hija una vez tan sólo antes de que parta.

Me lanzó una rápida mirada, y sus grandes y brillantes ojos adoptaron una expresión ausente, como si por un instante considerase posibilidades que antes no había tomado en cuenta. Luego movió su mano como si las rechazara y su vista se dirigió hacia el mirador, cual si intentara penetrar en el negro mar a través del cristal y las contraventanas.

—Es demasiado tarde —repitió—. Lo siento; pero creo que el navío ha zarpado ya. El viento de esta noche es muy favorable. Esta misma tarde se trasladó secretamente en una barca, con su equipaje y criadas, al navío cretense que ha de conducirla.

Me volví y salí sin esperar a más; descolgué mi linterna, que estaba en la entrada suspendida de un garfio, tanteé la puerta para abrirla y me hundí en la oscuridad de la noche. El viento seguía gimiendo; el mar bramaba tras la muralla, y las olas rompían contra el malecón. El vendaval me azotaba con furia, dejándome hasta tal punto sin aliento que, harto ya, acabé por arrojar la linterna que me estorbaba para caminar. Describió un círculo luminoso. De inmediato oí que rebotaba contra el suelo, hasta que por fin se apagó.

Este movimiento impulsivo me salvó la vida. Mi ángel de la guarda velaba… y mi perro también. Un cuchillo que alguien esgrimió tras de mí se clavó bajo mi brazo izquierdo y resbaló en mis costillas. Luego, mi asaltante tropezó con mi perro, lanzó un chillido al sentirse mordido y acuchilló al animal. Un quejido lastimero me indicó que el pobre can había recibido una herida mortal. Ciego de furia, cogí a mi agresor y le apliqué una llave que había aprendido de los luchadores turcos. Hasta mí llegó su aliento a ajo y el hedor característico que despiden los andrajos. Lo derribé, oprimí su cuello contra el suelo y clavé mi daga en una masa que se debatía bajo mis manos. El hombre lanzó un grito espantoso y quedó inmóvil. En seguida me arrodillé junto al perro, que trataba de lamerme la mano. Su cabeza se inclinaba a un lado.

—Ya te ordené que no me siguieras —murmuré—. No fuiste tú, sino mi ángel de la guarda, quien me salvó. Has muerto en vano por mí, fiel amigo.

Había sido un perro vagabundo. Se unió a mí por su propia voluntad y trabó conmigo una amistad que ahora acababa de pagar con la vida.

Una luz brilló en una de las ventanas del palacio y se oyó el ruidoso chirriar de los barrotes de la puerta. Eché a correr, pero, cegado por las lágrimas, tropecé contra un muro y me abrí la cabeza. Intenté detener la hemorragia y comencé a andar a tientas en dirección al hipódromo. Notaba el lado izquierdo de mi cuerpo húmedo por la sangre que manaba de la herida que me habían asestado. Las estrellas titilaban intermitentemente entre las nubes y, poco a poco, mis ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad. En mi mente aturdida martilleaba un pensamiento: «Ha sido Franzes, y no Constantino. Ha sido Franzes y no Constantino».

¿Me consideraban un hombre tan peligroso que preferían asesinarme en lugar de encerrarme en la torre de mármol? Franzes me había puesto en guardia sobre cualquier relación con Notaras.

Deseché estas conjeturas que de nada servían ya, y, bordeando el hipódromo, llegué a lo alto de la colina. Pasé ante la gigantesca cúpula de Santa Sofía, tambaleándome y con la mano en el costado, y descendí hasta el puerto. Mi pulso latía desacompasadamente. «¡Ella se ha ido! ¡Ella se ha ido!».

Ana Notaras había abandonado la ciudad. Esto es lo que había escogido. Era una hija que obedecía las órdenes de su padre. ¿Qué otra cosa podía yo haber imaginado? Pero se había marchado sin despedirse, sin dejar un mensaje siquiera.

Mi criado Manuel me esperaba despierto y mantenía encendida la lámpara de mi cuarto. No se sorprendió en absoluto al ver mi cara desencajada y la sangre que manaba de mis vestiduras. En un instante dispuso agua limpia, vendas y ungüento. Me ayudó a desnudarme y lavó la herida que tenía en el omóplato izquierdo. Me dolía, pero este dolor me reconfortaba el alma.

Di a mi criado una aguja de cirujano e hilo de seda y le indiqué cómo tenía que hacer la sutura. Le ordené que la empapara bien con vino fuerte y pusiera, finalmente, un emplasto para prevenir la infección. No fue hasta que me hubo vendado y ayudado a acostarme que empecé a temblar, y tan intensamente que hasta la cama crujía.

—Perro… —dije con temblorosa voz—, perrito vagabundo, ¿de dónde viniste?

Permanecí despierto durante largo rato. De nuevo me hallaba solo. Sin embargo, no pedía compasión. Ana Notaras había escogido… ¿Quién era yo para juzgarla?

Pero hasta el día de mi muerte, cuando el último sueño me invada, seguiré aspirando el aroma a jacintos de tus mejillas. Esto no puedes impedírmelo.