21 de febrero de 1453

En el monasterio de Pantocrátor acontecen milagros. En las mañanas húmedas, la niebla se condensa en los sagrados iconos y los monjes dicen que los santos sudan angustia. Una monja asegura haber visto la imagen de la Virgen María llorar lágrimas de sangre. La gente, por supuesto, le cree, y hasta el propio Emperador ha pedido al cardenal Isidoro y al patriarca Gregorio —y también a algunos sabios filósofos— que examinen la figura. No encontraron señal alguna de sangre. Pero la gente no creerá en la palabra de un puñado de apóstatas, y su adhesión ignorante y fanática al credo original parece más firme que nunca.

Jóvenes monjes, artesanos, burgueses y mercaderes, que hasta hace poco no sabían distinguir la hoja de una espada de su mango hacen ahora la instrucción en pelotones de diez y cien, bajo la dirección de los veteranos guerreros de Giustiniani. Quieren luchar por su fe; arden de impaciencia para demostrar que son iguales a los latinos, si preciso fuera. Piensan defender su ciudad.

Saben tender el arco, pero las flechas vuelan al azar. Empuñan las lanzas y cargan con entusiasmo sobre sacos suspendidos y rellenos de heno, pero su desmañamiento muestra bien a las claras que carecen de práctica. Uno o dos incluso se han acuchillado sus propias piernas al tropezar con los faldones de sus túnicas. Sin embargo, como hay hombres vigorosos entre ellos, serán más útiles arrojando piedras desde lo alto de las murallas, cuando los turcos se lancen al asalto.

No todos los voluntarios ni los hombres incorporados a las armas por orden del Emperador quieren usar el yelmo, y ni siquiera cotas de cuero. Aquellos que han recibido yelmos se los quitan a la primera oportunidad, quejándose de que les oprimen la cabeza y les producen escoriaciones. Alegan también que las tiras y tablillas de sus arneses les aprietan demasiado y que apenas pueden moverse.

No les hago el menor reproche. Hacen todo cuanto pueden. Están acostumbrados a ocupaciones pacíficas y siempre tuvieron una confianza ilimitada en las murallas de su ciudad y en los mercenarios del Emperador. Y el caso es que en el transcurso de una batalla un solo jenízaro puede, en un abrir y cerrar de ojos, despachar cómodamente una docena de esos voluntarios.

He contemplado delicadas y blancas manos capaces de cincelar exquisitamente una pieza de marfil; he visto ojos que se han aguzado en el trabajo de esculpir imágenes de santos de cornalina; hombres que saben leer y escribir; hombres de cabelleras enmarañadas que iluminan en bermellón y oro las iniciales de los manuscritos litúrgicos. Pero ahora deben aprender a hundir la espada en las junturas de cotas y petos, a arrojar sus lanzas al rostro y dirigir sus flechas contra ojos que contemplan el cielo y la tierra.

¡Qué mundo tan loco y qué época tan desquiciada!

Procedentes del arsenal han traído a las murallas unas culebrinas giratorias, y también un cañón pesado, de hierro, pues el Emperador no dispone de medios económicos suficientes para hacerlos fundir en bronce.

Los reclutas bisoños temen casi más a los cañones que a los turcos, y se tapan los oídos cuando disparan. Se quejan de que el ruido los deja sordos y que el fogonazo los ciega. Más lamentable aún es que el primer día estalló uno de los cañoncitos y mutiló a dos hombres.