13 de febrero de 1453

La flota del Emperador aún no ha regresado. En el palacio Notaras, emplazado a la orilla del mar, todos guardan celosamente el secreto. No puedo soportar por más tiempo esta incertidumbre; más de dos semanas han transcurrido desde que viera a Ana por última vez y ni siquiera sé si está en la ciudad.

En vano he cabalgado por las calles y a lo largo de las murallas. En vano he intentado ahogar mi ansiedad en un trabajo febril. No puedo liberarme de ella. Sus radiantes ojos me desvelan y su orgullo desafiante corroe mi corazón.

¿Qué importa que ella sea la hija de un gran duque y de una princesa serbia? ¿Qué importa el que su abolengo sea incluso más antiguo que el del propio Emperador? Yo soy el hijo de mi padre.

Cuarenta años… Y pienso que he llegado al otoño de la vida.

¿Por qué no he de tratar de verla? Sólo llevamos perdidas estas pocas fechas; la carrera del tiempo pasa y se desvanece. Con la rutina de las inspecciones, el establecimiento de listas de pertrechos, y su vacuidad, los días transcurren tan velozmente como saetas.

Esta mañana salí de mi oscura casa a la radiante claridad. El sol brillaba en todo su esplendor. El firmamento era un palio azul sobre Constantinopla, y una profunda embriaguez inundaba mi ser cuando, tras dejar mi caballo, fui andando, como el más pobre de los peregrinos. Lejos muy lejos, las torres de mármol de la Puerta de Oro reverberaban entre la neblina.

Tenía de nuevo ante mí las tersas paredes de piedra de sillería, los angostos miradores del piso superior y el blasón esculpido sobre la entrada. Llamé a la puerta.

—Mi nombre es Jean Ange, ayudante de campo del protostator Giovanni Giustiniani —anuncié al criado.

—El megaduque se halla en el mar y sus dos hijos están con él. La señora se encuentra en sus aposentos, indispuesta.

—Desearía hablar con su hija, Ana Notaras…

Escoltada por un viejo eunuco, ella apareció proveniente del ala de la casa reservada a las mujeres. Es de cuna imperial; es una griega libre. El eunuco era un individuo gris, arrugado como una vieja manzana, desdentado y duro de oído. Pero iba ricamente vestido.

Ella estaba ante mí, más encantadora que nunca, y sin velo. Sonrió.

—He estado esperándoos —dijo—. He estado esperándoos durante tiempo. Pero ya no me envanece que hayáis venido. Sentaos, Jean Ange.

El eunuco sacudió la cabeza en señal de desaprobación, alzó los brazos en señal de protesta y, ocultando el rostro entre las manos, se retiró a un rincón de la estancia, como si declinara toda responsabilidad.

Una sirvienta trajo una copa de oro en bandeja de plata. La copa era antigua, labrada por algún maestro artesano, quien había cincelado en ella un sátiro persiguiendo a unas ninfas. Era un copa frívola. Ana rozó el borde con sus labios y me la ofreció.

—Por nuestra amistad —dijo—. No podéis haber venido aquí con aviesas intenciones.

Bebí el vino de su padre.

—¡Por la desesperación! —brindé—. Por el olvido y las tinieblas; por el tiempo y el espacio. Por nuestros grilletes, dulces grilletes a causa de que existís, Ana Notaras.

El embaldosado de pórfido estaba cubierto de numerosas alfombras de Oriente, de colores diversos. A través de los estrechos miradores se divisaba el centellante Mármara… Los pardos ojos relucían también, y su tez era una sinfonía en marfil y oro. Seguía sonriendo.

—Hablad —me alentó—. Decid cuanto os plazca. Incluso podéis alzar la voz si tenéis algo importante que decir. El eunuco no puede oírnos; pero cuanto más habléis, más tranquilo estará.

No obstante, me resultaba difícil hablar; prefería contemplarla.

—El aroma de jacinto de vuestras mejillas —dije—. El aroma de jacinto de vuestras mejillas… —repetí.

—¿Vais a comenzar de nuevo? —preguntó en tono zumbón.

—Sí, de nuevo —respondí—. Vuestro corpiño recamado en oro es magnífico; pero vos sois mucho más maravillosa. Vuestras ropas reguardan celosamente vuestra belleza. ¿Acaso lo han confeccionado los monjes? Las modas han cambiado desde mi juventud. En Francia, las damas descubren sus senos para que los hombres los admiren, como hace Agnes Sorel, amante del rey Carlos.

»Si sólo pudiéramos viajar a Occidente por espacio de un día… —continué—. A la primera mujer que me enseñó los secretos del amor físico la encontré en los baños de la Fuente de Juvencia, cerca del Rin. Temprano, ese mismo día, oí el canto del ruiseñor y mi hermano muerto había danzado en el cementerio de la iglesia. Era una mujer mayor que yo, en la flor de la edad, y no me ocultó un solo aspecto de su belleza. Se sentó desnuda al borde del estanque y se concentró en un libro, mientras los otros hombres y mujeres se divertían en el agua. Su nombre era madame Dorotea. Me dio una carta de presentación dirigida a Eneas Silvius, de Basilea, no sé si le conocéis. Todo esto ocurrió después de que abandonase la Hermandad del Espíritu Libre. Hasta entonces, yo sólo había amado entre los arbustos, al amparo de las sombras. Pero esta distinguida dama me condujo hasta un lecho de plumas y encendió los candiles para que contemplase su hermoso cuerpo.

Ana Notaras se ruborizó y sus labios temblaron.

—¿Por qué me habláis de esa manera? —preguntó.

—Porque os deseo —respondí—. Tal vez la lascivia no sea amor, pero no hay amor sin lascivia. Recordad que nunca os hablé así mientras estábamos solos. Si os hubiese puesto una mano encima sabéis muy bien que no me habríais apuñalado, lo puedo ver en vuestros ojos. Pero mi deseo arde como una llama. Llegará el momento en que me ofreceréis vuestra flor, y yo no os forzaré a ello.

Hice una pausa y proseguí:

—Ana Notaras, Ana Notaras, ¡cuán cara sois para mí! No me escuchéis, ¡pues no sé siquiera lo que me estoy diciendo! Sólo sé que soy feliz. ¡Vos me hacéis feliz!… La Hermandad del Espíritu Libre sólo reconoce los cuatro Evangelios. Rechaza el bautismo. Sus componentes lo poseen todo en común. Se les encuentra entre los pobres y entre los ricos, e incluso donde uno menos podría esperarlo; se reconocen mutuamente mediante señales secretas. Bajo diversos nombres, hay bastantes en cada país; y hasta entre los derviches. Les debo la vida. Fue por esta razón que tomé parte en la guerra en Francia, pues muchos de ellos se pusieron bajo la advocación de la Virgen. Pero acabé por separarme de la Hermandad debido a que profesaban un odio y un fanatismo que los hacía peores a cualquier otra secta. Después… recorrí muchos caminos.

—Entonces os separasteis del todo y os casasteis —me interrumpió con gesto de fastidio—. Ya lo sé. Contadme cosas relacionadas con vuestro matrimonio y lo feliz que fuisteis en aquella época. Contádmelo, no seáis tímido.

Recordé Florencia en verano, las amarillas aguas del río y las agostadas colinas. La felicidad que hasta entonces había inundado mi corazón se desvaneció.

—¿Os he contado algo de Florencia y de Ferrara? —pregunté—. ¿Y de cómo los hombres más sabios de nuestra época discutieron dos años enteros acerca de tres letras del alfabeto?

—¿Por qué estas evasiones, Giovanni Angelos? —me interrumpió Ana—. ¿Tanto os molesta recordar vuestro matrimonio? ¡Qué alegría poder heriros como vos me habéis herido!

—¿Por qué debemos hablar siempre de mí? —respondí obstinadamente—. ¿Por qué no podemos hablar de vos?

Irguió la cabeza y sus pardos ojos relampaguearon.

—Soy Ana Notaras —dijo— y eso debería bastaros. No hay nada más que decir sobre mí.

Tenía razón. Su vida había transcurrido al abrigo de los muros del palacio y en los jardines junto al Bósforo. Era conducida en litera para que el lodo de las calles no manchase sus zapatos. Venerables filósofos habían sido sus maestros. Había vuelto distraídamente las páginas de los infolios para detener la mirada en las pinturas de colores vivos: oro, azul y bermellón. Era Ana Notaras. Había sido educada para convertirse, algún día, en esposa del Emperador. ¿Qué más podía decirse de ella?

—Se llamaba Gita —comencé—. Vivía en un pasadizo que conducía al monasterio franciscano. En el muro gris de su casa había una ventana enrejada y una puerta con candado de hierro. Habitaba una estancia tan desnuda como la celda de una monja. Se pasaba los días en oración, cantando himnos y denostando a cuantos pasaban ante su reja. Su rostro era espantoso; había sufrido una terrible enfermedad que le había dejado marcas como de viruela. Sólo sus ojos tenían vida… Como pasatiempo, solía ir con frecuencia de compras a la ciudad acompañada por una criada negra que llevaba la cesta. En tales ocasiones se cubría con una capa de remiendos de diferentes colores, y en ella, así como en su mantilla, llevaba prendidas infinidad de medallas cuyo tintineo podía oírse desde lejos. Reía entre dientes y murmuraba al caminar, pero si alguien se detenía a mirarla, se ponía furiosa y cubría al curioso de los peores insultos. Los franciscanos la protegían porque era rica. Su familia la dejaba vivir a su antojo, pues era viuda y su fortuna estaba colocada a salvo en los negocios de lencería y banca. En Florencia todo el mundo la conocía; todos menos yo. Era forastero… No sabía nada acerca de ella, la primera vez que la encontré. Ella me vio un día en el Ponte Vecchio y comenzó a seguirme. Pensé que estaba loca. Quería a la fuerza que le aceptara un regalo: una estatuilla de marfil que yo había admirado en un escaparate. Pero no podríais comprenderlo… ¿Cómo explicaros lo que ocurrió entre nosotros dos? Yo aún era joven; contaba veinticinco años. Pero ya por aquel entonces no esperaba nada, ni confiaba en nadie. El desengaño me había hecho detestar las vestiduras enlutadas y los barbados rostros de los griegos. Aborrecía la redonda cabeza de Besarion y su cuerpo macizo. En mi posada me despertaba cada mañana bañado de sudor y cubierto de porquería. Era un verano sofocante. En Ferrara había salido bien librado de la peste y ahora no creía en nada. Me odiaba a mí mismo. Esclavitud, grilletes… ¿Podéis comprender? Ella me invitó a su casa. En su celda había un banco de madera, sobre el cual dormía, una jarra de arcilla y, en el suelo, restos malolientes de comida. Pero detrás de aquella celda habían muchas hermosas habitaciones espléndidamente amuebladas, y un jardín cerrado por un muro, con fuentes rumorosas, árboles y un gran número de jaulas con aves canoras. De igual manera, tras su continuo farfullar se revelaba una mujer inteligente, cuya desesperación la había conducido a aquella locura… En su juventud había sido hermosa, rica y feliz, pero su marido y sus hijos habían muerto con breves intervalos, y la misma enfermedad había arruinado su belleza. Había tenido que enfrentarse a la incertidumbre de la vida humana y la terrorífica inseguridad que acecha detrás de la aparente felicidad. Es probable que su espíritu se hubiese descarriado durante algún tiempo, pero una vez recuperada siguió comportándose en público de la misma manera. Su mirada era tan penetrante como atormentada. Dudo que podáis comprenderlo realmente. No tenía más que treinta y cinco años, pero su rostro hacía de ella una anciana marchita. Sus labios estaban partidos y cuando hablaba las comisuras se le llenaban de espuma. Pero sus ojos…

Ana Notaras había inclinado la cabeza y con la vista baja se retorcía ligeramente las manos mientras escuchaba. El sol se reflejaba en los dibujos negros y encarnados de las alfombras. En el rincón, el eunuco estiraba el cuello, dirigiendo su arrugado y gris rostro de uno a otro, tratando de leer las palabras en mis labios.

—Me dio de comer y de beber —continué—. Sus ojos me devoraban el rostro. Comencé a sentir por ella una inenarrable compasión. Compasión no es amor, Ana Notaras; pero, a veces, el amor puede ser compasión, como cuando, por su simple presencia, un ser humano siente piedad de otro. Tened en cuenta que entonces yo no sabía que ella era rica; simplemente, sospechaba que tenía un buen pasar. Me envió vestidos nuevos a mi posada y junto con ellos una bolsa llena de plata. Pero no quise aceptar sus regalos, ni siquiera por complacerla. Luego, cierto día me mostró un retrato de su juventud. Vi lo que había sido, y entonces comprendí.

»Cuando aquel día me vio en el puente se enamoró al instante de mí, aunque al principio ni ella misma quería admitirlo… ¡Bien, así fue! —exclamé—. Le di mi piedad, porque esto era algo a lo que no daba valor alguno. Alivié su soledad y sentí que estaba haciendo un bien… Luego vendí todo cuanto poseía, mi ropaje de letrado y hasta mi Homero; distribuí el dinero entre los pobres y huí de Florencia… El juicio de Dios me alcanzó aquel otoño en la senda de Asís… Gita había seguido mis huellas en su litera, y con ella iban un franciscano y un talentoso letrado. Yo estaba barbudo y desgreñado; ella hizo que me lavaran, me afeitasen y me pusieran vestidos nuevos… y contrajimos matrimonio en Asís. Quedó embarazada y lo consideré un milagro. Sólo entonces descubrí quien era ella. Nunca en mi vida me sentí tan estupefacto.

No pudiendo permanecer sentado por más tiempo me levanté y, a través del verdusco ventanal del exiguo mirador, contemplé las amenazadoras almenas de la muralla frente al rielante Mármara.

—Me habían aconsejado que no visitase esta casa —dije—. Quizá me encierren en la torre de mármol por estar aquí con vos; acaso no me libre de ello ni siquiera el cargo que ocupo cerca de Giustiniani. Pero me tenéis para siempre en vuestro poder, pues nadie más conoce esta parte de mi vida. Ved, Ana Notaras, Gita pertenecía a la familia de los Bardi, y por mi matrimonio me convertí en uno de los hombres más ricos de Florencia. Ante mí se inclinaba cualquier banquero, desde Amberes hasta El Cairo, y desde Damasco hasta Toledo… Pero yo no tenía siquiera un nombre. Los documentos relativos a mi padre y a mi origen los guardaba en su poder Gerolamo, en Avignon; pero siempre negó haberlos recibido. Los leguleyos saben resolver cualquier dificultad y me dieron un nombre nuevo. El de Jean Ange pasó al olvido… Al principio nos instalamos en su mansión de Fiesole, hasta el nacimiento de nuestro hijo. Me dejé crecer la barba, me ricé el cabello y comencé a vestir como un noble, con un espadín al costado, de modo que nadie habría reconocido en mí al pobre letrado franco del sínodo. Pasé así cerca de cuatro años. Tenía cuanto quería: halcones, corceles, libros…, compañía alegre y la amistad de los sabios. Hasta el propio Médicis me toleraba. Pero no a causa de mí mismo; yo era tan sólo el hijo de mi padre. Pero mi hijo era un Bardi… Gita recobró la calma. Después del nacimiento de nuestro hijo se convirtió en una mujer distinta. Se hizo devota y repartía muchas limosnas; hasta edificó una iglesia. No dudo que me amaba, pero, sobre todo por encima de todo, amaba a nuestro hijo… Soporté esta situación por espacio de cuatro larguísimos años. Luego, emprendí la cruzada, dirigiéndome a Hungría, donde se hallaba Giulio Cesarini. Dejé una carta para mi mujer y huí secretamente…, cosa que he hecho a menudo. Tanto ella como mi hijo creen que caí en la batalla de Varna.

Pero no se lo conté todo Ana. No le dije que antes de dirigirme a Hungría pasé por Avignon, cogí a Gerolamo por la barba y le clavé limpiamente una daga en la garganta. Nunca he hablado a nadie de esto, ni pienso hacerlo; es un secreto entre Dios y yo, pues Gerolamo no sabía leer griego y jamás se atrevió a mostrar los documentos a alguien que pudiese descifrarlos…

¿Qué quedaba por decir?

—Mi matrimonio —proseguí— fue la sentencia de Dios sobre mí. Tenía que experimentar también la más inmensa riqueza, con lo mucho que comporta la gloria, para poder renunciar a ella. Los barrotes de oro siempre son más difíciles de romper que los barrotes de la cárcel de los libros, de la razón y de la filosofía. De niño, me encerraron entre los muros de la sombría torre de Avignon; desde entonces, puede decirse que mi vida ha sido una constante huida de mazmorra en mazmorra. Ahora sólo queda una: la cárcel de mi cuerpo, de mi conocimiento, voluntad y corazón. Pero sé que pronto también seré liberado de ella. Ya queda poco tiempo.

Ana Notaras sacudió la cabeza.

—Sois un hombre extraño —confesó—. No os comprendo. Por momentos siento miedo de vos.

—El miedo no es más que otra prisión —dije—. Del miedo también se libera uno. Se puede dar las gracias y despedirse, en la certidumbre de que no hay nada que perder más que las propias cadenas. El miedo es el temor de perder algo… ¿y qué es lo que un esclavo posee?

—¿Y yo? —preguntó ella suavemente—. ¿Por qué habéis venido a mí?

—A vos os toca dilucidarlo —respondí—. Y no a mí. Así de simple es la cuestión.

Enlazó fuertemente las manos y sacudió con vehemencia la cabeza.

—No, no. No podéis pensar lo que decís.

Me encogí de hombros.

—¿Por qué suponéis que os he contado tanto de mí? ¿Quizá para pasar el tiempo o para parecer interesante a vuestros ojos? Pensé que así me conoceríais mejor. No. Deseaba mostraros que nada significa lo que creéis que significa, o aquello que os han enseñado a creer desde la cuna. Riqueza y poder, pobreza y cobardía, honor y vergüenza, sabiduría y estupidez, fealdad y belleza, bondad y maldad…, nada tiene ningún significado en sí mismo. Lo único que cuenta es lo que queremos hacer de nosotros mismos y lo que deseamos ser. El único pecado real es la traición: conocer una verdad y ser desleal con ella. Yo me he despojado de todo. No soy nada. Y para mí es ésta la cima más elevada que un mortal puede alcanzar; este sentido de mi dominio y mi poder. No tengo nada que ofrecer. Ahora es a vos a quien os toca escoger.

Estaba agitada. Sus labios se fruncieron y perdieron su color. Un fulgor de odio asomó a sus ojos. Su belleza pareció extinguirse.

—¿Y yo? —volvió a preguntar—. ¿Qué es lo que en realidad deseáis de mí?

—Cuando vi vuestros ojos por primera vez, supe que cada ser humano necesita, después de todo, una compañía. No os engañéis; vos lo sabéis también. Tal cosa acontece sólo una vez, y a algunos no les sucede nunca. Os he hablado largamente de mí para mostraros que todo cuanto habéis tenido hasta ahora, todo cuanto creíais poseer, es inestable e ilusorio. No perderíais nada renunciando a ello. Cuando lleguen los turcos os veréis obligada a perder mucho. Por vuestra propia causa podría yo desear que en vuestro corazón reservarais una despedida a cuanto antes o después tendréis que abandonar.

—¡Palabras! —gritó sacudida por el temblor—. ¡Palabras, palabras y sólo palabras!

—También yo empiezo a estar harto de palabras —dije—, pero no puedo tomaros en mis brazos ante las propias narices de vuestro eunuco. Vos sabéis que si os abrazara lo comprenderíais todo; entonces no necesitaríamos de tantas palabras.

—Estáis loco —dijo, echándose hacia atrás.

Pero nuestros ojos se encontraron, como aquel día en Santa Sofía, e intercambiaron desnudas miradas.

—Ana, amada mía —la insté—. Nuestro tiempo se consume; las arenas se deslizan sin propósito alguno. Cuando os vi por primera vez, os reconocí al instante; tenía que suceder. Quizás nos hayamos encontrado en una vida anterior. Pero no podemos saberlo. Sólo una cosa es segura: que ahora estamos juntos. Ésta puede ser nuestra única oportunidad, el único lugar y hora en el universo donde podamos estar juntos. ¿Por qué vaciláis? ¿Por qué os engañáis a vos misma?

Ella levantó la mano y la llevó a sus ojos, como si se hallara lejos de sus alfombras y tapices, lejos de sus ventanales y del piso de pórfido, y hasta de su propio tiempo. De la educación que había recibido y de las cosas que conocía.

—Mi padre está entre nosotros —dijo en voz baja.

Yo había perdido la partida. Volví al tiempo mensurable.

—Embarcó —dije—. ¿Por qué?

—¿Por qué? —exclamó colérica—. ¿Y vos lo preguntáis? ¡Porque está aburrido de la débil política de un Emperador impotente! ¡Porque no quiere inclinar la frente ante el Sultán, como lo hace Constantinopla! Guerrea, puesto que hay que guerrear. ¡Y preguntáis por qué! Porque es el único hombre íntegro de la ciudad, el único griego verdadero. No mendigará la ayuda latina. Confía en sí mismo y en sus naves, por más viejas que sean.

¿Qué podía replicarle yo? Con razón o sin ella, quiere a su padre; es Ana Notaras.

—Así pues, habéis escogido —dije—. Habladle de mí a vuestro padre.

—Sí —exclamó—. Hablaré a mi padre de vos.

Yo había caído en la trampa de mi propia voluntad libre. No añadí más; ni siquiera quería mirarla. Hasta esto estaba preestablecido…