12 de febrero de 1453
Patrullas enemigas han asaltado la torre de San Esteban y ejecutaron a la guarnición por haber osado defenderse.
Hoy, una espantosa tormenta de granizo ha obligado a todo el mundo a buscar refugio. Muchos tejados resultaron dañados.
Por la noche se oyeron repetidos truenos en los aljibes subterráneos y la tierra se estremeció. Muchos han visto relámpagos cruzando el cielo, sin que los acompañe ningún sonido, y también han divisado discos luminosos.
No sólo la gran bombarda, sino toda la artillería del Sultán se halla ahora camino de Adrianópolis a Constantinopla.
Diez mil jinetes forman la escolta.
En Adrianópolis, el Sultán ha pronunciado un importante discurso ante el Diván. Ha enardecido a los jóvenes y tomado juramento a los viejos y prudentes. En Pera, el bailío veneciano y el podestá han sido informados del contenido del discurso. Mohamed ha dicho: «El poder del basilio se ha desmoronado. Sólo es preciso un último esfuerzo para barrer el milenario imperio del sucesor de Constantino el Grande. Constantinopla, reina de las ciudades, debe ser tomada por asalto. Las nuevas armas con que contamos y el espíritu que anima a nuestro ejército nos aseguran el éxito. Pero debemos darnos prisa a asestar el primer golpe antes de que la Cristiandad despierte de su letargo y envíe buques en auxilio de la ciudad. ¡La hora ha llegado! ¡No dejéis que se os escurra entre los dedos!».
Se dice que antes de pronunciar este discurso, el Sultán convocó a altas horas de la noche al dirigente del partido de la paz, el gran visir Khalil. En esta ocasión por lo menos, Khalil no se atrevió a abrir la boca en defensa de su causa.
Desde que tengo libre acceso a los documentos guardados en el cofre de hierro de Giustiniani, he podido comprobar que Khalil se halla en comunicación secreta con el Emperador Constantino. De no haber sido así, no habríamos podido conocer los detalles relacionados con el armamento turco y el financiamiento de la campaña.
Tan pronto como la flota se hizo a la mar, el Emperador se apresuró a enviar un último llamamiento a Adrianópolis. Lo escribió de su puño y letra, sin consultar con Franzes. En el cofre de hierro de Giustiniani se conserva una copia de este documento, que he leído varias veces. Me ha resultado tan conmovedor como deprimente. Más que con cualquiera de sus otros actos, Constantino demuestra en estas líneas que es un verdadero Emperador. He aquí lo que escribió al Sultán Mohamed:
«Es evidente que preferís la guerra a la paz. Sea, pues, como lo deseáis. No he sido capaz de convenceros de mis pacíficas intenciones, puesto que yo mismo me he mostrado culpable de traición y dispuesto a convertirme en vasallo vuestro. Vuelvo ahora la mirada hacia el Señor y no busco refugió más que en Él. Si fuera su voluntad el que mi ciudad cayese en vuestras manos, ¿cómo podría yo oponerme? Si Él inclinase vuestro corazón a la paz, me sentiría dichoso. Pero por la presente os desligo de todas vuestras promesas así como de los compromisos que mutuamente hemos concertado. Las puertas de mi ciudad están cerradas y defenderé a mi pueblo hasta mi última gota de sangre. Que reinéis felizmente hasta que el día en que nuestro Supremo Juez nos convoque a ambos ante su presencia para dictar su justo fallo».
Esta carta escueta, despojada por completo de la ampulosa retórica de los griegos y sin el artificio pulido de las frases de Franzes, me han llegado al alma. Es, en verdad, la carta de un Emperador. E inútil, tan inútil… Pero quizá Constantino, en su desolado palacio, escribía para la posteridad, y acaso esta sencilla misiva enseñe más que los imponentes relatos de los historiadores.
No es su culpa si ha nacido bajo una desdichada estrella.