11 de febrero de 1453
La noche pasada, mi criado Manuel, con el pavor retratado en el rostro, me despertó diciéndome:
—¡Señor, algo ocurre en la ciudad!
Linternas y antorchas se movían en las calles y la gente se había asomado, a medio vestir, a las puertas de las casas. Todos miraban al resplandor que iluminaba el cielo.
Me eché encima el capote y subí por la colina arriba, hasta la Acrópolis, mezclado entre los grupos de curiosos. Más allá del estrecho, el cielo nuboso estaba enrojecido por incendios lejanos. El viento era húmedo y la tierra exhalaba un fuerte aroma. La oscuridad era la normal en primavera.
Mujeres vestidas de negro caían de rodillas y comenzaban a orar, en tanto que los hombres se persignaban. Luego, el rumor de un nombre corrió de boca en boca: «¡Lucas Notaras! ¡Lucas Notaras!».
Los poblados turcos ardían más allá del mar; pero el pueblo no se alegraba. Parecía como paralizado por algún sombrío temor, como si sólo en ese momento se diese cuenta por completo de que la guerra había comenzado. El desapacible viento nocturno dificultaba la respiración.
Todo aquel que emplee la espada, morirá por la espada.
Y el inocente perecerá con el culpable.