10 de febrero de 1453

Con excepción del megaduque Lucas Notaras, puede decirse que he visto a todo el mundo. Parece como si él viviera adrede lo más lejos posible del palacio de Blaquernae, pues su casa está enclavada en el extremo opuesto de la ciudad, en el barrio viejo, a la sombra de Santa Sofía, del hipódromo y del antiguo palacio imperial. Se recluye. Se aísla. Sus dos hijos tienen cargos honoríficos en la corte, pero nunca aparecen por allí. Los he podido observar mientras jugaban en el hipódromo, gallardamente montados en sus corceles y golpeando la pelota con sus bastones. Son, en efecto, unos bellos adolescentes, y sus rostros poseen la misma expresión de melancólico orgullo que su padre.

Como almirante de la flota, el megaduque rehúsa colaborar con Giustiniani y ha costeado de su propio peculio el armamento de los cinco cascarones del Emperador. Hoy, y para el asombro general, levaron anclas y se deslizaron por la bocana del puerto, pasando con apolillada majestad ante los grandes navíos de Occidente. Al llegar al Mármara, desplegaron nuevo velamen, formaron en línea de batalla y se mantuvieron al pairo en la costa asiática. Los marineros estaban poco acostumbrados a tales ejercicios, y hasta los remeros perdieron su ritmo haciendo que los remos chocasen unos con otros.

La última flota de Constantinopla se había hecho a la mar. Los capitanes venecianos se partían de risa al contemplarla.

Pero ¿cuál podía ser el objeto de tales maniobras? No puede tratarse de un mero entretenimiento, puesto que, a la caída de la noche, los cascajos aún no habían regresado a su punto de partida.

En vista de tal acontecimiento, Giustiniani montó a caballo y fue a palacio.

Allí, ignorando todo el ceremonial, se dirigió directamente a las habitaciones particulares del Emperador, apartando a su paso a guardias de corps y eunucos. Con igual energía, verbal esta vez, al hallarse ante el Emperador dio rienda suelta a su indignación, que no era poca. Aquellas naves —vino a decir, poco más o menos— eran un completo desecho, cualquier barco pesado occidental podía echarlos a pique todos a la vez de un solo cañonazo. Pero, como protostator, estaba lógicamente molesto de que no los hubiesen puesto bajo su mando.

El Emperador Constantino lo escuchó sin pestañear y le presentó sus excusas diciendo:

—El megaduque Notaras no es hombre a quien guste echar mano sobre mano. Los turcos han asolado los campos y puesto cerco a Selymbria y las demás plazas fuertes que nos restan. Ante la gravedad de la situación, el megaduque ha concebido la idea de tomar la ofensiva y pagarles con la misma moneda, ahora que el mar todavía es un espacio abierto.

—He dispuesto poternas en las murallas —replicó Giustiniani— y recabado, en varias ocasiones, vuestro permiso para efectuar salidas desde ellas con objeto de atajar las avanzadillas de los incursores turcos. Su audacia ha llegado a ser insoportable. A menos de un tiro de flecha insultan a mis hombres, lo cual es desastroso para la disciplina.

—No podemos arriesgarnos a perder un solo hombre —respondió el emperador—. Los asaps turcos podrían tender una emboscada y aniquilar a todos los que intentaran una incursión.

—Es por esta razón que he obedecido vuestras órdenes —dijo Giustiniani—. Pero el megaduque Notaras no parece acatarlas.

—Anunció de un modo repentino que salía de maniobras —dijo el Emperador encogiendo imperceptiblemente los hombros—. Y, la verdad, me resultaba violento ordenar a los navíos venecianos y cretenses que lo impidieran. Pero puedo aseguraros que tal semejante comportamiento no volverá a repetirse.

Franzes intervino conciliadoramente.

—El megaduque equipó las galeras y pagó de su propio bolsillo a las tripulaciones. No podemos ofenderlo.

Pero todo aquello no eran más que palabras y ellos lo sabían de sobra. Giustiniani golpeó la mesa con su bastón de mando y preguntó:

—¿Cómo sabéis que volverá con sus barcos y tripulaciones?

El Emperador Constantino sacudió la cabeza y respondió suavemente:

—Para nosotros quizá sería mejor que no lo hiciera.

Cuando Giustiniani me hubo relatado toda esta conversación, observó:

—No alcanzo a comprender a estos complicados políticos griegos. Hasta ahora, el basilio había prohibido estrictamente cualquier acción ofensiva. A cada bofetada que el Sultán le ha dado en la mejilla, él se ha limitado a prestar la otra. No dudo que con ello quiere demostrar a la posteridad que el Sultán es el agresor y él, en cambio, el amante de la paz. ¿Por qué? Cualquiera que tenga dos dedos de frente lo sabe de sobra. Pero el megaduque Notaras ha tomado la iniciativa y desencadenado la guerra. Volverá, creedme, y traerá sus naves consigo, pero no alcanzo a comprender qué hay detrás de todo esto. Conocéis a los griegos; tal vez tengáis una explicación.

—No conozco a Lucas Notaras —respondí—. ¿Quién puede adivinar lo que intenta llevar a cabo un hombre ambicioso? Quizá se proponga borrar alguna mancha que pesa sobre su reputación. Desde los sucesos de Santa Sofía, en palacio lo consideran indigno de confianza por la posición que adoptó; y favorable a los turcos además. Tal vez sea por ello que quiere mostrarse hostil con el enemigo, para contrastar así con el Emperador, cuya actitud es por demás vacilante.

—Pero ¿de qué puede servir semejante incursión a la costa turca? —se lamentó Giustiniani—. Especialmente ahora que los derviches predican la guerra santa en toda Asia y el Sultán moviliza su ejército… Mohamed no podría pedir nada mejor que una provocación. Notaras le hace el juego.

—No estáis en condiciones de probarlo —dije—. Hasta que los hechos no demuestren lo contrario sólo podemos juzgar cada incidente por sus propios méritos y suponer que lo hace con la mejor intención.

Giustiniani me miró con sus bulbosos ojos, se rascó el cogote y preguntó:

—¿Por qué defendéis a Lucas Notaras? Sería más juicioso que contuvierais vuestra lengua —prosiguió amablemente—. Cuando salía del palacio del Emperador, y en un aparte, Franzes me instó a que no os quitara el ojo de encima. Según sus propias palabras sois un hombre peligroso. Teníais libre acceso al Sultán, de día y de noche. Deberíais andaros con cuidado.

Seguidamente me tendió una cajita de cobre con recado de escribir y me nombró su ayudante de campo. Así pues, desde ahora pasarán por mis manos todos los documentos secretos.