7 de febrero de 1453

En Adrianópolis ha sonado un disparo que conmoverá al mundo.

Orban, el húngaro, ha cumplido su promesa de fundir la mayor bombarda de todos los tiempos.

Cuando llegué a mi casa, tras un día extenuante, mi criado salió a mi encuentro retorciéndose las manos. Sus mejillas estaban crispadas y temblorosas al preguntarme:

—¿Es verdad, señor, que los turcos tienen un cañón capaz de derribar las murallas de Constantinopla de un solo disparo?

¡Con tal celeridad se expandían los rumores por la ciudad! Hasta aquella misma mañana no había recibido Giustiniani los informes detallados sobre el arma de marras.

—No es cierto —dije—. Nadie puede construir un cañón de tal calibre. Para derribar las murallas de Constantinopla sería preciso un terremoto.

—Pues dicen que la bala alcanza los mil pasos y hace un agujero tan grande como si se hubiese derrumbado una casa —tartamudeó Manuel—. Y que la tierra se estremece en diez mil pasos a la redonda. Dicen incluso que en Adrianópolis varios edificios se desplomaron, y también que muchas mujeres que se hallaban encinta abortaron del susto.

—Chismorreos de ociosos —dije—. No lo habrás visto tú, ¿verdad?

—Pues es cierto —me aseguró—. El cañón que Orban fundió para la fortaleza del Sultán puede igualmente hundir un navío de un simple disparo. Un mercader que ha llegado a Pera, procedente de Adrianópolis, midió una de las balas de piedra de la nueva bombarda; dice que ni un gigante es capaz de abarcarla con sus brazos. La detonación lo ha dejado sordo y temblequea igual que un viejo, a pesar de que no tiene más de cincuenta años.

—¡Si temblequea será a causa del vino, no de la detonación! Lo que ha pasado es que tenía demasiados oyentes curiosos que lo han invitado a beber para que les contara esas noticias, y con cada vaso la bombarda ha crecido un palmo. Mañana será ya tan grande como la torre de una iglesia.

Manuel cayó de rodillas ante mí, temblando, me cogió la mano para besarla y confesó:

—Señor, tengo miedo.

Es un hombre viejo. Sus ojos acuosos reflejan la insondable tristeza de la griega Constantinopla. Entonces comprendí. Los turcos le matarían, pues con los años que tiene ya no sirve para esclavo.

—¡Levántate! ¡Sé un hombre! —dije—. Nosotros conocemos las medidas exactas del cañón del Sultán y en estos momentos los técnicos del Emperador están ocupados en calcular el peso de sus proyectiles y sus posibles efectos en nuestra murallas. Ciertamente, es un artefacto terrible, que puede causar grandes destrozos; pero no tanto como se dice por ahí. Además, Orban es un hombre ignorante, incapaz de calcular el alcance ni la trayectoria. Los artilleros del Emperador opinan que no sabe calcular la capacidad de la cámara en relación con la longitud del tubo y el peso de la bala. Su bombarda hará unos cuantos disparos, pero no tardará en estallar, causando más destrucción entre los turcos que en nuestras filas. Orban ya estuvo al servicio del Emperador; los técnicos lo conocen y saben qué puede hacer y qué no. Ve a contar esto a tus tías y primos y a toda tu familia, y encárgales que, a su vez, lo cuenten a sus amistades para que todo el mundo se tranquilice.

—¿Cómo puedo contarles cosas que no significan nada para ellos? —suspiró Manuel—. ¿Qué saben de cargas y trayectorias? Sólo repiten aquello que comprenden y esto suena terrible. Con sólo oír hablar del cañón, una mujer ha abortado. Esto ha ocurrido aquí en la ciudad. ¿Qué sucederá cuando truene ante nuestra murallas y las haga añicos?

—Diles, pues, que pidan auxilio a su Panagia —dije para zafarme de él. Pero tampoco esta idea prendió en Manuel.

—Ni la Virgen María se asomaría a las murallas para asustar a los turcos con su manto azul. En los últimos tiempos —dijo—, las balas del Sultán se han hecho demasiado grandes. Una como la de esa bombarda asustaría hasta a la propia Virgen María. —Los labios de Manuel temblaron y sonrió con una mueca—. ¿Es verdad que ya está listo en Adrianópolis y que se precisan cincuenta pares de bueyes para emplazarlo, y que miles de hombres acondicionan los caminos y construyen puentes para facilitar su paso? ¿O acaso es también una exageración?

—No, Manuel —admití—. Eso es verdad. El cañón va a ser emplazado. La primavera está en el aire; pronto se arrullarán las palomas y bandadas de pájaros cruzarán la ciudad emigrando hacia el norte. Cuando los almendros florezcan, el Sultán estará a las puertas de Constantinopla; ningún poder humano puede impedírselo ya.

—¿Y cuánto tiempo nos quedará después? —preguntó.

¿Por qué habría de engañarlo? Es viejo. Es griego. No soy médico, pero sí un ser humano; su compañero.

—Un mes quizá —respondí—. Puede que dos… Giustiniani es un brillante soldado. Incluso podríamos llegar a los tres meses si, como creo, logra concluir sus preparativos. Pero apenas más. Y difícilmente en el mejor de los casos.

Manuel había dejado de temblar y me miraba fijamente.

—¿Y los países de Occidente? —preguntó—. ¿Y la unión?

—Con la caída de Constantinopla, las naciones de Occidente se sumirán también en la noche. Constantinopla es su última lámpara, la última esperanza de la Cristiandad. Si permiten que se extinga, se habrán merecido su destino.

—¿Y cuál será su destino? —preguntó—. Perdonadme, señor, pero siento curiosidad por saber, para que mi corazón pueda hallarse preparado.

—Carne sin espíritu —respondí—. Vida sin esperanza; la esclavitud del ser humano… Un cautiverio tan desesperanzador que los esclavos no se darán cuenta siquiera de que lo son. Riqueza sin alegría; abundancia sin la facultad de poder disfrutar de ella. La muerte del espíritu…