5 de febrero de 1453

Para empezar, me proveyeron de una armadura y de un caballo. Durante los primeros días, Giovanni Giustiniani me puso a prueba. Lo acompañé a inspeccionar las murallas deteniéndonos preferentemente allí donde parte de la defensa corre a cargo de monjes imberbes y artesanos griegos sin adiestramiento alguno. Al verlos, Giustiniani lanzó unas estentóreas carcajadas.

En aquellos días había celebrado conferencias con el Emperador, con Franzes, con los capitanes de los navíos venecianos y con los de las islas griegas, con el podestá residente en Pera y con el bailío de Su Señoría. A todos les habló sin rodeos y sin ocultarles nada, relatándoles muchas historias de las campañas y sitios de ciudades en los que había participado. Desafía las disensiones, las envidias y los prejucios al igual que la roda de un navío corta las olas. El pueblo confía en él. Y debe hacerlo, pues es la piedra maestra, los cimientos sobre los cuales se basa la defensa de la ciudad. Bebe mucho. Es cierto. Vacía las copas más grandes en un par de tragos, sin que se le noten otros efectos que el brillo acuoso de sus ojos.

Su calma y la incesante charla bajo la que esconde su astucia y su conocimiento de los hombres me irritaron al principio, hasta que empecé a ver las cosas a través de sus ojos bovinos. Ahora me parece estar contemplando una máquina que un hábil matemático pone en funcionamiento, y cómo sus dentadas ruedas rechinan en su incesante girar con un estrépito que llega a ser insoportable. Una máquina apta para aquello a lo que está destinada, y cada una de cuyas piezas soporta, ayuda, complementa y fortalece a las demás.

No puedo por menos de admirarlo, al igual que todo el mundo hace a la par que obedece sus órdenes, persuadido de que ninguna de ellas es innecesaria o fútil.

También yo sirvo para algo. Lo entretuve hablándole del adiestramiento de los jenízaros, de su disciplina, armas y métodos de combate. Le describí el carácter del Sultán Mohamed y de los hombres más allegados a él; del partido de la paz y del partido de la guerra que campea en el serrallo, de la disensión que se produjo entre viejos y jóvenes a la muerte del Sultán Murad, y de cómo Mohamed diríase que se complace en ahondar deliberadamente tales disensiones con el fin de derrocar a Khalil de su alta posición de gran visir.

—Nunca ha podido olvidar que durante su adolescencia se vio obligado por dos veces, a los doce y a los catorce años, a dejar vacante el trono —añadí—. Ésta es la causa de un resentimiento que, con el tiempo, se ha convertido en amargura y lo ha llevado al fanatismo y a la ambición. La primera vez, cuando los cruzados avanzaron por sorpresa llegando a las inmediaciones de Varna, el abatimiento de su ánimo llegó al extremo. Lloraba, gritaba y era tal su terror que sufría verdaderos ataques, hasta que acababa por buscar refugio en el harén. Así se escribe la historia… Si el viejo Sultán Murad no hubiese regresado de Magnesia y metido, en pocos días, la cuña de un ejército en Asia, el Imperio turco también habría acabado por derrumbarse. La segunda vez fue su propia gente, sus veteranos, quienes se rebelaron. Se negaban a obedecer a un muchacho delgado y nervioso que era incapaz de conducirlos a la batalla. Saquearon e incendiaron el bazar de Adrianópolis, y una vez más viose Mohamed obligado a buscar refugio en su inviolable harén. Khalil instó a Mohamed a que asumiese la responsabilidad que le incumbía; y esto es lo que Mohamed no ha sido capaz de olvidar, ni mucho menos perdonárselo… No conocéis a Mohamed —dije, como en vano había repetido tantas veces—. El orgullo herido de un muchacho puede llegar a convertirse en una fuerza capaz de triturar cuanto se le ponga por delante, aunque sean reinos. ¡Y recordad que ocurrió dos veces!… Desde entonces, Mohamed ha perfeccionado su aprendizaje. Su ambición es ilimitada. Para borrar los insultos que ha sufrido, está obligado a eclipsar a todos sus predecesores, y Constantinopla es para él su demostración. Ha planeado su captura durante muchos años, sacrificando la paz de sus días y el descanso de sus noches. Antes incluso de que su padre falleciera se había aprendido al dedillo todo el plano de nuestras fortificaciones; puede dibujar de memoria cualquier bastión de ellas. Con los ojos vendados encontraría cualquiera de los caminos que conducen a Constantinopla. Se dice que en su juventud estuvo aquí y vagaba disfrazado por las calles. Habla griego y conoce las costumbres y las oraciones de los cristianos.

Giustiniani hizo un leve gesto con la cabeza, y yo proseguí:

—No; no conocéis a Mohamed. No tiene más que veintidós años, pero ni en la época de la muerte de su padre fue más vehemente. El príncipe de Kasaman, aprovechándose de la situación, como es costumbre, ocupó, a modo de ensayo, una o dos provincias turcas en Asia. Es pariente de Mohamed. Con todo, éste puso en pie de guerra un ejército y en dos semanas se presentó con sus jenízaros en las riberas de Kasaman. El príncipe juzgó prudente someterse, y seguido de numeroso séquito fue al encuentro de Mohamed, a quien explicó, con aduladora sonrisa cortesana, que su intención no había sido otra que la de probar al joven Sultán, a quien rendía acatamiento. Mohamed ha adquirido una rara maestría a la hora de ocultar sus sentimientos más íntimos. En un momento dado, puede estallar en una cólera indescriptible; pero aun ésta es deliberada, con el propósito de impresionar a su adversario. Nunca he visto un actor más consumado.

Evidentemente, mis palabras acabaron por impresionar a Giustiniani. Es probable que ya conociera mucho de lo que yo le contaba, pero no lo había oído de boca de un testigo presencial.

—¿Y los jenízaros? —preguntó—. No me refiero a las clases ni a la tropa, sino al alto mando.

—Los jenízaros, por supuesto, querían la guerra —respondí—. No hay que olvidar que es su única profesión. Son hijos de cristianos, pero formados en el Islam, y por eso mismo más fanáticos en la defensa de la fe que los propios turcos. No pueden casarse o vivir fuera de los cuarteles; no pueden dedicarse a comercio alguno ni a ninguna industria… Naturalmente, montaron en cólera al sentirse decepcionados por la sumisión de Kasaman, ya que ello significaba que serían privados de la tan ansiada guerra. Mohamed los dejó entregados a su furia mientras se encerraba en su tienda por espacio de tres días. Algún mercader le había vendido una joven esclava griega, raptada en cualquier isla. Tenía dieciocho años y era bella como el sol. Se llamaba Irene. El Sultán, como os iba diciendo, pasó tres días con la muchacha, sin dejarse ver por nadie. Los jenízaros vociferaban furiosos en torno a la tienda. Por nada del mundo querían un Sultán que prefería las delicias del amor a las vicisitudes de la batalla, y que era capaz de olvidarse de rezar sus oraciones sólo por estar con una esclava. Los oficiales ya no tenían influencia alguna sobre sus hombres; y es probable, dado el cariz que tomaba la situación, que ni siquiera lo intentasen.

—Oí hablar de ese incidente —comentó Giustiniani—. Su desenlace muestra bien a las claras la impetuosidad y la crueldad de Mohamed.

—Crueldad, sí; pero no impetuosidad —respondí—. Fue el gesto deliberado de un gran actor. Cuando los jenízaros, en el paroxismo de su furia, volcaron las marmitas del campamento, Mohamed salió por fin de su tienda. Llevaba una rosa en la mano. Sus ojos estaban hinchados y se movía como un joven desvergonzado y aturdido. Los jenízaros lo recibieron con carcajadas y empezaron a lanzar por el aire boñigas de sus caballos y terrones de tierra, aunque cuidándose mucho de que ninguno de sus proyectiles diese en Mohamed. Luego le interpelaron aullando:

»—¿Qué especie de Sultán eres que cambias la cimitarra por una rosa?

»A lo que Mohamed replicó gritando:

»—¡Ah, hermanos, hermanos! ¡Si la vierais no protestaríais de ese modo!

»Los jenízaros parecían fuera de sí.

»—¡Muéstranos a esa griega y tal vez te creamos!

»Mohamed bostezó perezosamente, entró en su tienda y volvió a salir de ella empujando a una asustada y bellísima joven, quien, semidesnuda y avergonzada en extremo, se ocultaba el rostro entre las manos.

El recuerdo de aquellos instantes me obligó a hacer una corta pausa. Luego proseguí:

—Jamás podré olvidar la escena. Las rasuradas cabezas de los jenízaros, con su única mata de pelo trenzado (pues se habían quitado el fez arrojándolo al suelo), el ávido rostro de Mohamed con sus ojos despidiendo un fulgor amarillento, semejante al de una bestia salvaje, y la muchacha, más bella aún que la primavera en Kasaman… Mohamed la cogió de las manos, la obligó a cruzarlas a la espalda y la empujó hacia los jenízaros, quienes retrocedieron deslumbrados por la belleza del rostro de la esclava y la perfección de sus formas. «¡Miradla y saturaos de ella! —gritó Mohamed—. ¡Contempladla y decid si no es digna del amor de vuestro Sultán!». Luego, su rostro se ensombreció de furia, arrojó lejos de sí la flor que tenía en la mano y ordenó: «¡Traedme mi espada!». La muchacha se arrodilló en el suelo con la cabeza inclinada. Mohamed cogió la espada con una mano y los cabellos de la joven con la otra y de un tajo separó la cabeza de los hombros. La sangre salpicó a los jenízaros que estaban más cerca. Éstos no podían dar crédito a sus ojos y aullaban de lástima. Luego se retiraron junto a sus camaradas para alejarse lo más posible de Mohamed. Éste dijo tan sólo: «Mi espada puede segar hasta los lazos del amor. ¡Confiad en ella!». Después, preguntó: «¿Dónde está vuestro comandante?». Los jenízaros corrieron a buscar a su jefe, que se había ocultado en su tienda. Cuando compareció ante Mohamed, éste le arrancó la cuchara de plata, emblema de su rango, y en presencia de todos le golpeó tan salvajemente en pleno rostro que le rompió el hueso de la nariz y le hizo saltar un ojo.

Pero los jenízaros permanecieron silenciosos y aterrados, sin atreverse a defender a su comandante…

»Ya no volvieron a amotinarse. A partir de entonces, Mohamed reorganizó el cuerpo de su ejército y lo engrosó con seis mil irregulares, lo cual iba en contra de las ordenanzas. La promoción de los jenízaros es por escalafón y no podía degradar a todos sus oficiales, aunque varios de ellos fueron ejecutados esa misma noche. Pero podéis estar seguro de que tienen reservado un puesto de honor en el sitio de Constantinopla. Ya se cuidarán de darles empleo. Os aseguro que aquellos oficiales y veteranos a los que haya echado el ojo no escaparán. Mohamed nunca perdona una afrenta; pero ha aprendido a esperar el momento oportuno.

No sabía cómo proseguir, pues ignoraba si Giustiniani comprendería lo que quería decirle.

—Mohamed no es humano —añadí.

Giustiniani arrugó el entrecejo y me miró con ojos inyectados en sangre. Su campechana risa se le había ahogado en la garganta.

—No es humano —repetí—. Quizás es el ángel sombrío de las tinieblas. Acaso es Aquel que ha de venir. Lleva en sí todas las señales… Pero no me comprendáis mal —añadí en seguida—. Si es un hombre, entonces es el hombre nuevo, el primero de su especie. Con él comienza una nueva era que producirá hombres muy diferentes a los de la raza que conocemos. Gobernantes de la tierra, gobernantes de la noche, que en su desafiante soberbia han rechazado el cielo y escogido el mundo. Sólo creen en aquello que les muestran sus ojos y su razón. En sus corazones no reconocen leyes, ni humanas ni divinas; su única ley es su voluntad. Traen el calor y el frío del infierno a la superficie de la tierra, dispuestos a esclavizar las verdaderas fuerzas de la naturaleza. No temen los insondables abismos del océano ni las inconmensurables alturas celestes. Después de sojuzgar tierra y mar, se construyen, en su delirante afán de conocimientos, alas para poder volar hasta las lejanas estrellas y avasallarlas también. Mohamed es el primer hombre de esta especie. ¿Cómo os imagináis, pues, que podréis oponeros a él?

Giustiniani sacudió la cabeza.

—¡Por las llagas de Cristo! —se lamentó—. ¿No tenemos ya bastante con esos monjes hablando del fin del mundo, para que ahora uno de mis oficiales comience a tener visiones y a decir una sarta de tonterías? Una palabra más y me estallará la cabeza.

Pero a partir de entonces ya no habló de Mohamed como de un jovenzuelo alocado e imprudente que corría a darse de cabeza contra un muro. Se volvió más cauto, e incluso advirtió a sus hombres que no se jactaran demasiado en tabernas y garitos, a fin de no crear un ambiente peligroso al desestimar la fuerza de los turcos. Hasta fue a oír misa, se confesó y recibió humildemente la absolución, a pesar de que el cardenal Isidoro le había asegurado que sus pecados quedaron borrados desde el mismo instante en que aceptó el cargo de protostator de Constantinopla. Para asegurarse doblemente la absolución, Giustiniani pidió que le fuese confirmada por escrito, y siempre llevaba el precioso documento consigo.

—Ahora tendré algo que mostrarle a san Pedro cuando golpee las puertas del cielo —decía—. He oído decir que es muy estricto con los genoveses. Tal vez los venecianos lo han sobornado.