2 de febrero de 1453

Después de haber dormido hasta el atardecer, fui a visitar a Giovanni Giustiniani, el comandante en jefe de las tropas genovesas. No estaba a bordo de su buque ni en el palacio de Blaquernae. Lo hallé, por fin, en el arsenal, junto a los hornos de fundición. Descansaba apoyándose con ambas manos en su espada. Era una cabeza más alto que cualquiera de los que allí estábamos, ancho de espaldas, macizo y algo ventrudo. Mientras daba órdenes a los técnicos del Emperador y a los maestros fundidores, su voz recordaba el estruendo de un barril rodando sobre los adoquines. El Emperador lo había nombrado protostator, o sea, comandante en jefe de las defensas de la ciudad.

Se hallaba de un humor excelente, pues Constantino acababa de prometerle a perpetuidad y con derecho a descendencia el ducado de la isla de Lemnos, en el caso de que consiguiese rechazar a los turcos. Giustiniani tenía confianza en sí mismo y en su profesión, lo cual podía apreciarse por el modo en que impartía las órdenes y las preguntas que formulaba sobre la cantidad de cañones y proyectiles que el arsenal estaba en condiciones de producir antes de que llegasen los turcos.

—Protostator —dije—. Tomadme a vuestro servicio. He sido prisionero de los turcos y con la misma destreza con que he logrado escapar puedo manejar una espada o tender un arco.

En su abotargado rostro, de mirada dura y despiadada, se dibujó una sonrisa.

—No sois un soldado cualquiera —observó.

—No, no lo soy —respondí.

—Tenéis acento toscano —dijo con suspicacia, pues para ganar su confianza me había dirigido a él en italiano.

—Residí en Florencia durante algunos años —expliqué—, pero nací en Avignon. Hablo francés e italiano, latín, griego, turco y algo de árabe y germano. Sé hacer listas de suministros. Conozco bastantes cosas relacionadas con cañones y pólvoras. Puedo determinar al instante la categoría del servidor de un cañón. Mi nombre es Jean Ange. ¡Ah, y además, sé también curar perros y caballos!

—Jean Ange —repitió, mirándome con sus ojos bovinos—. Si todo cuanto decís es verdad, sois un milagro más que un hallazgo. Pero ¿por qué no aparece vuestro nombre en las listas del Emperador? ¿Por qué queréis entrar a mi servicio?

—Vos sois el protostator —repliqué.

—Estáis ocultando algo —dijo—. Veo tan claro como la luz del día que ya tratasteis de poneros a las órdenes del Emperador, sin éxito… Por eso habéis acudido a mí. ¿Cómo puedo yo confiar en vos más que lo hizo el basilio?

—No es por cuestión de dinero —dije—. No me falta el dinero, de manera que no os costaré más que unas monedas de cobre. Mi causa es la de Cristo y la de Constantinopla. Llevo una cruz en mi brazo, aunque no podáis verla. Mi padre era griego. La sangre de esta ciudad corre por mis venas. Si cayera de nuevo en manos de los turcos, no me cabe la menor duda de que el Sultán Mohamed me clavaría en una estaca. ¿Por qué no he de poder vender, pues, mi vida al menor precio que me sea posible?

Pero mis razones no parecían convencerlo. Tras mirar furtivamente en derredor, dije en voz baja:

—Cuando me escapé del Sultán robé un saco de piedras preciosas. Nunca me atreví a contarlo a nadie. Quizás ahora comprenderéis mi temor a caer en sus manos.

Giustiniani era un genovés, por lo que mordió el anzuelo. Un brillo de codicia asomó a sus ojos. Miró a ambos lados y me tomó del brazo amistosamente. Se inclinó hacia mí; su aliento olía fuertemente a vino.

—Si me mostraseis esas joyas —me susurró al oído— tal vez podría creeros y confiar en vos.

—Mi casa queda camino del puerto —dije—, y vos vivís a bordo de vuestra nave.

Montó desmañadamente en un caballo de gran alzada. Dos portadores de antorchas nos precedieron alumbrando el camino, mientras su guardia de corps cerraba la marcha. Yo cabalgaba respetuosamente a su lado, posando una mano en la rienda de su cabalgadura.

Mi criado abrió la puerta y quedó espantado al ver ante sí a hombres armados. Giustiniani tropezó con el león de la entrada y lanzó un juramento. La linterna se agitó en las manos de Manuel.

—Prepara un poco de carne y pepinillos —le ordené—. Y trae también vino y las copas más grandes.

Giustiniani lanzó una carcajada y ordenó a sus hombres que esperasen en la calle. La escalera crujió bajo su peso. Encendí todas las velas antes de ir a buscar a su escondrijo el saquito de cuero rojo. Al vaciarlo, los rubíes, las esmeraldas y los diamantes lanzaron destellos rojos, verdes y blancos a la luz de los candiles.

—¡Santa Madre de Dios! —exclamó Giustiniani, lanzándome una mirada al tiempo que, instintivamente, tendía sus manos hacia delante, dudando si tocar las piedras o no.

—Coged las que queráis —dije—. No os obligaré a nada por ello. No intento comprar vuestro favor o vuestra confianza, sino sólo daros una prueba de mi amistad.

Al principio no quiso creerme, pero luego se decidió por un rubí rojo como la sangre. No era el mayor, aunque sí el más bello. Se veía a las claras que no era la primera vez que escogía piedras preciosas.

—Es una acción muy noble de vuestra parte —dijo, mientras admiraba el rubí. Su voz había cambiado. Por lo visto, no sabía qué decisión tomar respecto a la petición que le había formulado.

Permanecí en silencio. Me estudió con sus ojos brillantes; luego se inclinó y me dirigió un saludo militar dando un manotazo a sus pantalones de gastado cuero.

—Formarme una idea de los hombres es parte de mi profesión —acabó por decir—. Desbrozar la paja y buscar el grano. Algo me dice que no sois un ladrón y me siento inclinado a confiar en vos. No sólo a causa del rubí… Tales sentimientos son peligrosos.

—Bebamos un trago —sugerí al ver que llegaba Manuel con la carne, los pepinillos y mis copas más grandes.

Giustiniani bebió, mantuvo en alto su copa y brindó:

—¡Por vuestro éxito, príncipe!

—¿Tratáis de tomarme por tonto? —pregunté.

—Lejos de mí tal idea. Siempre sé lo que digo, aunque esté bebido. Un simple guerrero como yo puede ceñirse una corona a la cabeza, pero eso no lo convierte en un príncipe. Otros llevan una diadema principesca en sus corazones. Vuestra apariencia, vuestra mirada, todas vuestras maneras me dicen que lo sois. Pero, serenaos; puedo contener mi lengua. ¿Qué es lo que deseáis de mí?

—Protostator, ¿creéis de verdad que podréis defender Constantinopla?

Él replicó con otra pregunta:

—¿Tenéis una baraja?

Saqué una de finas láminas de madera, como las que acostumbran vender los marineros en el puerto. La barajó distraídamente y comenzó a colocar los naipes boca arriba.

Luego dijo:

—Jamás habría conseguido vivir tanto tiempo, o alcanzar la posición que ocupo, de no haber sido diestro en el manejo de los naipes. Nuestro destino está escrito en ellos. Un hombre experimentado los coge, los examina atentamente y se concentra en ellos antes de decidirse a jugar. No es preciso que juegue todas las manos; puede esperar una mejor. Un verdadero jugador no se dejará tentar si le tocan malas cartas, por considerable que sea el contenido del platillo. Naturalmente, no puede conocer el juego que le ha correspondido al adversario, pero sí hacer un cálculo de probabilidades. Hasta ahora he tenido mucha suerte, señor Jean Ange… Sí, he tenido suerte con los naipes —continuó, mientras vaciaba su copa en unos pocos tragos—. Hasta ahora… creedme, que ni una corona ducal había podido inducirme a una mala partida; pero he examinado las murallas de la ciudad. Estos bastiones han rechazado a los turcos durante muchas generaciones, ¿por qué no una vez más? He hecho una visita de inspección a los arsenales y he pasado revista a los soldados del Emperador. Sólo después de una madura reflexión, me he decidido a poner en juego mi reputación y mi vida. De ello podéis deducir que, en mi opinión, dispongo de una mano que puede ser arriesgada, pero que tiene ciertas probabilidades de éxito.

—Tenéis también vuestros navíos observé.

—Eso es —admitió sin desconcertarse—. Tengo los navíos. Mi última carta, si a lo malo sigue lo peor. Mas no sintáis temor alguno; si a Giovanni Giustiniani se le ha metido entre ceja y ceja el combatir, combatirá como el honor y la razón lo requieran. Lo hará mientras exista la más mínima posibilidad. Pero, no más…, no más allá. La vida es un juego demasiado arriesgado. Nadie puede pujar por encima de sus medios. Ni el peto más resistente es capaz de detener un proyectil; una lanza puede penetrar entre las junturas de una armadura alcanzando cualquier parte del cuerpo, y cuando uno alza la espada en alto, dispuesto a herir, la axila queda al descubierto. La flecha penetra por la visera del yelmo, y la armadura misma es impotente contra el fuego líquido del plomo derretido. De sobra sé todo cuanto arriesgo; mi profesión me obliga a saberlo. Y, además, tengo mi honor, el cual me obliga, también, a luchar mientras quede alguna esperanza de triunfo. Pero, no más…, no más allá.

Le serví más vino.

—Giustiniani, ¿cuánto pediríais por echar a pique vuestros navíos? —pregunté como al acaso.

Pareció sobresaltarse y se persignó a la usanza latina.

—¿Qué es lo que estáis diciendo? ¡Jamás haría tal cosa!

—Ved estas piedras —dije mientras formaba con ellas un montón sobre la mesa—. Con esto podríais adquirir diez barcos en Génova.

—Es probable —asintió al tiempo que sus ávidos ojos se posaban fascinados en los reflejos sanguíneos de los rubíes y en los blanquiazulados destellos de los diamantes—. Es probable, si las tuviera en Génova. Pero no, Jean Ange, no estamos en Génova. Si hundiera mis navíos, estas piedras preciosas no tendrían ya valor alguno para mí; y aunque me ofrecierais diez veces…, cien veces más de lo que mis navíos valen, jamás los echaría a pique.

—¡Tenéis fe en vuestros naipes!

—Creo, sencillamente, que puedo jugar la partida…, pero con un poco de sentido común. —Sonrió y añadió—: Bien, bien… Creo que los dos debemos de estar algo achispados para ponernos a hablar de estas cosas…

Pero no era cierto; su cuerpo de toro era capaz de resistir el trasiego de un barril. Tomé en mi mano un puñado de piedras preciosas y dije:

—Para mí no tienen valor alguno. Yo ya he hundido mis naves. Valen tanto como esto… —añadí arrojándolas por el suelo—. Cogedlas, si queréis, si queréis; no son más que piedras.

—Estáis…, os ha sentado mal la bebida —dijo—. Ahora no os dais cuenta de los que hacéis. Al despertaros mañana os tiraríais de los pelos y os lamentaríais amargamente.

Se me secó la garganta y no pude hablar. Sacudí la cabeza y, por fin, conseguí decir:

—Lleváoslas. Son el precio de mi sangre. Alistadme y dejadme combatir entre vuestros hombres. No pido otra cosa.

Durante unos instantes me contempló boquiabierto, hasta que por fin asomó a sus ojos un brillo de desconfianza.

—¿No serán falsas? —preguntó inclinando la cabeza para mirarme de soslayo—. Los negros suelen dar a los venecianos gato por liebre.

Me incliné sobre la mesa y cogí un diamante toscamente tallado. Fui a la ventana y rayé el cristal de arriba abajo.

—Sois un loco —dijo Giustiniani sacudiendo de nuevo su cabeza—. Sería una deslealtad de mi parte aprovecharme de vuestro estado actual. Creo que lo mejor será que vayáis a dormir. Ya hablaremos más adelante.

—¿Habéis tenido alguna vez una visión? —pregunté. Acaso me hallaba, en efecto, algo achispado, ya que no estaba acostumbrado a beber—. Pues yo, sí. Una vez, en Hungría, antes de la batalla de Varna, estuve en un terremoto. Los caballos, espantados, rompían sus ataduras; las bandadas de pájaros parecían remolinos en el cielo, las tiendas eran arrastradas como hojas secas. La tierra se estremecía y resquebrajaba. Fue entonces cuando, por primera vez, se me apareció el ángel de la muerte. Era un hombre exangüe y de expresión triste; pero tenía mi propia imagen, como si fuese yo mismo viniendo a mi encuentro. Sólo me dijo: «Volveremos a vernos». Fue en los pantanos de Varna cuando lo vi por segunda vez… Estaba detrás de mí cuando los húngaros, en su huida, dieron muerte al cardenal Cesarini. Pude verlo porque en aquel preciso instante volví la cabeza. Era él, el ángel de la muerte, mi propia imagen. De nuevo me habló y sus palabras fueron las mismas que la primera vez: «Volveremos a vernos». Pero luego añadió: «En la puerta de San Romano». En aquel momento sus palabras no significaron nada para mí, pero ahora he empezado a comprenderlas. —Hice una pausa porque me faltaba el aliento, y proseguí—: No soy un ladrón. El favor del Sultán puede convertir a un esclavo en un hombre más poderoso que muchos príncipes de Occidente… Tras la batalla, fui conducido, en compañía de otros prisioneros, ante el Sultán Murad. Su victoria había estado pendiente de un hilo. Sus fláccidas mejillas y las bolsas bajo sus ojos mostraban bien a las claras el temor y la excitación que había soportado. Era un hombre bajo y de carnes fofas, debido a la vida inactiva que llevaba. Muchos de los prisioneros levantaron la mano ofreciendo su rescate a gritos; pero a sus ojos todos éramos perjuros y violadores de tratados. Su confianza en una paz permanente había sido tal que había abdicado en favor de Mohamed, escogiendo un tranquilo retiro en los jardines de Magnesia. Ahora nos obligaba a escoger entre el Islam o la muerte. La tierra que pisábamos rezumaba sangre de todos aquellos que se habían arrodillado ante el verdugo. —Tomé aliento de nuevo y proseguí—: Pero Murad era un hombre hastiado y prematuramente envejecido. Desde que su hijo favorito pereciera ahogado no sentía placer alguno en el ejercicio del poder. A su vez, ahogaba sus penas en la bebida, en compañía de letrados y poetas. Sin embargo, no era sanguinario. Cuando llegó mi turno, me miró como si mi presencia no le desagradase, pues me dijo: «Aún eres joven. ¿Qué gusto le encontrarás a la muerte? ¡Reconoce al profeta!». Yo respondí: «Soy joven, en efecto, pero estoy dispuesto a pagar la deuda debida por todo ser humano, al igual que también tú tendrás que pagarla algún día, ¡oh gran Sultán!». Mis palabras parecieron complacerle y no insistió en que abrazara el Islam. «Tienes razón —dijo—. Llegará el día en que una mano desconocida mezclará mis cenizas divinas con el polvo de la tierra». Acto seguido movió una mano en señal de que se preservase mi vida. Había sido un capricho…, un antojo del momento… Mis palabras habían hecho brotar una rima en la poesía de su alma. ¿Queréis escuchar, Giovanni Giustiniani, el poema que compuso después de la batalla de Varna?

Giustiniani se encogió de hombros; evidentemente, la poesía era para él letra muerta. Para reforzar aún más su elocuente gesto, llenó su copa y se llevó un trozo de carne a la boca. Sin darme por enterado, empujé hacia él el cuenco de pepinillos y recité, en turco, el inolvidable poema, llevando el compás con un ligero golpear de mis dedos en la mesa, como si estuviese tañendo las cuerdas de un laúd. Después lo traduje:

Copero, vierte de nuevo en mi copa el vino de ayer.

Suene la música trayendo el olvido a mi corazón.

Breve es nuestra vida, mas dulce su descanso y su placer.

Pronto una mano desconocida ha de mezclar mis cenizas divinas con el polvo de la tierra.

—Tal era el corazón de Murad —proseguí—. Consolidó el poderío turco y los sostuvo guerra tras guerra para establecer una paz duradera. Por dos veces abdicó el trono en Mohamed. La primera, los cristianos lo obligaron a reasumir el poder; en la segunda, Khalil, el gran visir, lo llamó cuando los jenízaros incendiaron el bazar de Adrianópolis. Murad se resignó a su continua soberanía y gobernó hasta su muerte, sin más guerras. Dos veces por semana gustaba de reunirse con poetas y filósofos, y en tales ocasiones confería caftanes de honor a sus amigos y les regalaba tierras y piedras preciosas. Nunca les pidió su devolución al siguiente día. Algunas de estas gemas me las dio el Sultán Murad. Cogedlas si os place, Giovanni. Yo no las necesito, ni tampoco os pediré mañana que me las devolváis, podéis estar seguro de ello.

Giustiniani se llevó un pepinillo a la boca, se limpió las manos en sus pantalones de cuero y, persignándose devotamente, se postró a mis pies.

—Soy un pobre hombre, un simple soldado —dijo—. No puedo permitirme ser jactancioso… Me humillo humildemente ante una causa justa. —Entonces comenzó a recoger las piedras preciosas, mientras yo sostenía ante él la linterna para que no se dejase una. Mientras hacía esto, dijo entre jadeo y jadeo—: No necesitáis ayudarme. Este esfuerzo es el más agradable de mi vida.

Le tendí el saquito de cuero, en el cual metió cuidadosamente las gemas recogidas; incorporándose por fin, apretó con toda sus fuerzas las correíllas del cierre del saquito y lo introdujo entre sus ropas.

—No soy codicioso —dijo—. Pero algunas de las piedras menores podrían haberse metido en alguna grieta, o rodado bajo una estera. Vuestro criado las habría encontrado al barrer la habitación… Os doy mil gracias. —Inclinó la cabeza hacia un lado, contemplándome con una mirada benévola, mientras proseguía—: En ocasiones he topado con hombres santos (videntes, profetas y otros locos por el estilo) y yo mismo sería un demente si no admitiese que mucho de lo que acontece en este mundo está más allá de la comprensión humana. Mi encuentro con vos es uno de tales acontecimientos. —Tendió su manaza y asió la mía estrechándola en señal de sincera gratitud—. Desde hoy sois mi amigo, señor Jean Ange —me aseguró—. No prestaré oídos a ninguna calumnia que me cuenten acerca de vos. Mañana, en cuanto suene el toque de diana, inscribiré vuestro nombre en mis listas, y debéis estar presente. Dispondré para vos un caballo y pertrechos, y estad seguro de que os daré también trabajo, para que así podáis habituaros a mi disciplina. Os advierto que suelo tratar a mis hombres más duramente que los turcos.

No me dio una palmada en el hombro, ni en la espalda, como un hombre menos experimentado habría hecho en su lugar, sino que, por el contrario, inclinó respetuosamente la cabeza al despedirse, y dijo:

—Guardad vuestro secreto. No soy curioso. Si ocultarais malas intenciones no os habríais comportado como lo habéis hecho. Confío en vos.

Los griegos me rechazaban y un latino me acogía. Giovanni Giustiniani me comprendió mejor que los griegos.