27 de enero de 1453
Ha venido. Ha venido, después de todo. No me ha olvidado.
Parecía más delgada y pálida, y la ansiedad se reflejaba en sus ojos pardos. Ha sufrido. Las palabras y las preguntas murieron en mis labios. ¿Qué podía preguntarle? Ha venido y eso basta.
—Amada mía —pude decir tan sólo—. Amada mía.
—¿Por qué teníais que venir? —preguntó con vehemencia—. ¿Por qué no os quedasteis con el Sultán? ¿Por qué me atormentáis y no me liberáis de vuestra voluntad? Es vergonzoso… Yo era feliz y sabía dominarme, pero ahora… siento que mi voluntad me ha abandonado. Quise resistirme, pero mis pies me han traído aquí, junto a vos, un latino, un aventurero…, y casado además. Hacéis que me aborrezca a mí misma.
No podía decirle nada, y ella prosiguió en tono lastimero:
—¡De qué poco pueden servir los más nobles propósitos! ¡Cuán poco valen el juicio, la cuna, el orgullo y la fortuna! Me siento a vuestra merced como si fuera una esclava y me sonrojo sólo de pensar en cada paso que di para llegar hasta aquí… ¡Y, sin embargo, no me habéis tocado siquiera! Hay oscuros remolinos en mi sangre… Antes, todo era claridad. Pero ahora no sé ya quién soy ni qué deseo. Me desconozco. —Tras una corta pausa exclamó—: ¡Cuánto mejor sería que un puñal os atravesara el corazón o que vuestra copa estuviese envenenada! ¡Querría que estuvieseis muerto! Es esto lo que vine a deciros.
La abracé y la besé en los labios. Ahora no sintió dolor de cabeza; estos días de separación la habían convertido en una mujer. Sentí que temblaba entre mis brazos.
¡Cómo odiaba yo ese temblor! ¡Cómo odiaba el rubor del deseo que afloraba a sus mejillas empañándolas! ¡Lo había conocido con tanta frecuencia antes! Pero sin atracción física no hay amor; no, no existe amor sin deseo.
—No pienso yacer con vos —dije—. No es por esto que os eché en falta. Hay tiempo para todo.
—¡Si tratarais de deshonrarme os mataría! —exclamó—. Me debo a mí misma y a mi familia. Y no me habléis en ese tono.
—Reservad vuestra flor para el turco —dije.
—¡Os odio! —me espetó al tiempo que me estrujaba el brazo—. ¡Giovanni Angelos, Giovanni Angelos, Giovanni Angelos! —repetía oprimiendo su cabeza contra mi hombro y rompiendo en violentos sollozos.
Tomé su rostro entre mis manos, sonreí y besé sus ojos y mejillas, consolándola como si fuese una niña. La hice sentar y le ofrecí una copa de vino. Al cabo de unos instantes, sonreía.
—Tuve el buen tino de no pintarme las mejillas para venir —dijo—. Sabía que estabais impaciente y ello habría supuesto una gran pérdida de tiempo. Naturalmente, me place lucir bella delante de vos, aunque, ¿qué os importa? Sólo deseáis mis ojos —añadió inclinándose hacia mí—. Aquí los tenéis. Tomadlos, y dejadme en paz.
El sol se ponía; fuera la luz era rosácea, y en mi habitación se cernían las sombras.
—¿Cómo os la arreglasteis para venir? —pregunté.
—La ciudad entera es un tumulto —respondió echándose a reír—. Todos celebran la llegada de los genoveses. ¡Figuraos, setecientos hombres acorazados! Nuestra suerte ha cambiado. ¿Quién puede, en un día como éste, pensar en vigilar a una hermana? Aunque fuese vista en compañía de un latino, sería perdonada.
—Nunca os pregunté nada sobre Constantinopla —dije—. Quisiera hacerlo ahora. No es que sea importante, pero tengo motivos para ser curioso. ¿Conocéis al megaduque Lucas Notaras?
Se sobresaltó y clavó sus ojos en mí; parecía profundamente alarmada.
—¿Por qué me lo preguntáis?
—Sólo deseaba saber qué clase de hombre es —respondí. Y como no dejaba de mirarme, añadí—: ¿Acaso prefiere al Sultán antes que a su propio Emperador? Oísteis lo que gritó al pueblo el día de nuestro primer encuentro. Decidme, pues, si es que lo sabéis, ¿puede realmente ser un traidor?
—¿Qué estáis diciendo? —murmuró—. ¿Cómo osáis…? Estáis hablando del megaduque. —Hizo una pausa y prosiguió—: Lo conozco muy bien, así como a toda su familia. Es de antiguo linaje; orgulloso, ambicioso e irascible. Su hija es de sangre imperial y la intención de su padre era que Constantino la desposara; pero cuando éste fue elevado a la suprema dignidad de basilio, la hija de un gran duque ya no le bastaba. Era un insulto difícil de soportar. El megaduque no está de acuerdo con la política del Emperador, pero un hombre que se opone a la unión, no es necesariamente un traidor. No; no es un traidor y jamás podrá serlo. Si lo fuese, no manifestaría tan públicamente su forma de pensar.
—No conocéis nada de las pasiones que gobiernan a tales hombres —objeté—. El poder es una formidable tentación. Un hombre astuto y ambicioso, que desaprueba la política de Constantino, sería capaz de concebir una Constantinopla regida por un megaduque vasallo del Sultán. Esta ciudad ha conocido agitadores y usurpadores y hasta el monje Genadios predica abiertamente la sumisión.
—¡Me horrorizáis! —murmuró.
—Pero no negaréis que la ideas es atrayente —dije—. Un buen motín, un discreto derramamiento de sangre, y las puertas podrían abrirse al Sultán. Mejor la muerte de unos pocos que perderlo todo; aunque con la ciudad pereciese también su antigua cultura y su religión. Creedme, un hombre puede esgrimir muchas razones válidas para justificar su acción.
—¿Quién sois? —preguntó con un suspiro—. ¿Por qué habláis de esta manera?
—Porque el momento oportuno ha pasado —respondí—. Hoy el Emperador dispone de setecientos latinos armados, aparte de su guardia personal, y contra esta fuerza cualquier rebelión sería inútil, aunque Genadios bendijese la revuelta y el propio megaduque se pusiera al frente del pueblo para dirigir el asalto al palacio de Blaquernae. Así es como están las cosas. La venida de Giovanni Giustiniani ha sellado el destino de Constantinopla. Su caída ahora es irremediable, aunque podemos gozar de un momento de respiro. El Sultán Mohamed es muy distinto a su padre Murad. No es hombre de fiar. Quien se rinde a él dando crédito a sus promesas puede estar seguro de que acabará de rodillas delante del verdugo.
—No os comprendo —dijo—. Verdaderamente, no os comprendo. Habláis como si desearais la caída de la ciudad; habláis como el ángel de la muerte…
El último resplandor del sol se había desvanecido y nuestros rostros no eran más que pálidas sombras en las tinieblas.
—¿Y cómo sabéis que no lo soy? —repliqué—. En ocasiones me he hecho la misma pregunta… Un día, hace ya mucho tiempo, abandoné la Hermandad del Espíritu Libre. Su fanatismo era asfixiante y su indolencia mayor aún que la de monjes y clérigos. Cierta mañana, después de haberla abandonado, desperté al alba, bajo un viejo tilo que se alzaba junto al muro de un cementerio. En este muro alguien había dibujado una danza macabra. Fue lo primero en que me fijé al abrir los ojos. Los esqueletos bailaban con un obispo, con un Emperador, con un mercader. Había también una bellísima mujer, que danzaba con su correspondiente esqueleto… Y mientras yo estaba sumido en la contemplación, un ruiseñor saludaba al alba. Era cerca del caudaloso Rin. En aquel instante tuve una revelación. Y desde aquella mañana la muerte ha sido mi hermana y jamás la he temido. —Tras una corta pausa y ante su silencio, proseguí—: Esta ciudad vuestra es como una vieja urna de oro que ha perdido sus piedras preciosas y cuyos ángulos y aristas han sido desgastados por el tiempo, pero que aún guarda el encanto de lo que fue. El último de los filósofos griegos, el arrobo de la fe, la Iglesia original de Cristo… Escritos antiguos, áureos mosaicos… No deseo su caída. Amo a esta ciudad dolorosamente, desesperanzadamente, con todo mi corazón…, ahora que la hora de su desgracia está tan cerca. ¿Quién desearía entregar voluntariamente esta preciosa urna a un ladrón? Antes destruida y anegada en sangre. Ésta es la última Roma. En vos y en mí alientan los milenios. Antes, pues, la corona de la muerte, la corona de espinas de Cristo, que el turbante turco. ¿Lo comprendéis?
—¿Quién sois? —volvió a murmurar—. ¿Y por qué me habláis en la oscuridad?
Había dicho todo cuanto tenía que decir. Encendí las velas. Los amarillos topacios de su collar, que la protegían de cualquier vileza, relucían en su blanco cuello.
—¿Que quién soy? —dije—. Un hombre casado, un latino, un aventurero, como vos misma dijisteis. ¿Por qué me lo preguntáis?
Se llevó la mano al collar.
—Vuestra mirada me quema la garganta —se quejó.
—Es mi soledad la que os quema —dije—. Mi corazón arde hasta convertirse en ceniza cuando os contemplo al resplandor de las velas. Vuestra tez es de plata y flores oscuras vuestros ojos… Es un poema… Sé muchas, muchísimas bellas palabras, de los antiguos y de los modernos. ¿Que quién soy yo…? Soy el Occidente y el Oriente, soy el pasado irrevocable, soy la fe sin esperanza. Soy la sangre de Grecia en las venas de Occidente. ¿Continúo?
—Debo irme ahora —dijo al tiempo que se envolvía en su capa, sin esperar a que la ayudase.
—Cogeré una linterna y os acompañaré —dije—. Las calles están alborotadas y no quiero que tropecéis con genoveses borrachos. Pronto andarán armando camorra por ahí; es costumbre entre los mercenarios. No podéis ir sin compañía.
Vaciló un instante y luego dijo con seco laconismo:
—Como gustéis. —Su voz era opaca y su rostro marmóreo—. Ya nada importa.
Ceñí mi cimitarra a un costado. Su filo podía cortar una pluma en el aire. Así son las armas que forjan los jenízaros.
—Esta noche… —comencé; pero mis palabras me sonaron extrañas—. Esta noche… —repetí, pero no pude proseguir.
De las secretas fuentes de mi corazón había brotado repentinamente, una savia hirviente ante mi desencanto. Durante muchos años había estudiado con los derviches, había ayunado y había llegado a extirpar de mí el deseo del mal a la más simple criatura provista de un espíritu. Pero esta noche sentía un ansia irrefrenable de herir y matar; matar a un ser humano, a un igual. Mi sangre griega odiaba a los latinos y parecía como si algo en mi interior se hubiese desdoblado, con mayor violencia aún que antes. Nunca había sentido este anhelo de matar que ahora me abrasaba. Y el motivo era el amor. El volcán del amor había hecho que, como lava incontenible, todos estos secretos surgieran de lo más profundo de mi ser. No, ya no conocía mi propia naturaleza.
Ella puso su mano sobre mi brazo. La estatua revivía.
—No llevéis vuestra espada —me sugirió—. Lo lamentaréis.
En su voz advertí un misterioso acento de alegría. Ella me conocía mejor que yo mismo. Era increíble. Al contacto de su mano volví en mí, me quité la espada y la arrojé al suelo.
—Como queráis —dije—. Todo será como vos queráis.
Salimos. En los alrededores del puerto los genoveses, en grupos y cogidos del brazo, cantaban a voz en cuello dando traspiés por las calles. Acosaban a las mujeres y saludaban a cuantos pasaban a su lado con obscenidades expresadas en diversos idiomas. Pero no se mostraban maliciosos; nadie los provocaba y habían dejado sus armas en los cuarteles. Ante nosotros abrieron paso sin decir palabra. Por su porte y el gesto de su cabeza, la habían reconocido como dama de nacimiento, aunque llevase el rostro cubierto por el velo. En cuanto a mí, ya mucho antes de Varna se apartaban a mi paso los soldados, por más borrachos que estuviesen.
Los griegos se habían retirado a sus casas y cuando llegamos al promontorio del centro de la ciudad todo aparecía en calma. Sólo los vigilantes nocturnos patrullaban por parejas, linternas en mano, anunciando su presencia. En la rada pendían también linternas de los mástiles de los navíos, y la música resonaba sobre las aguas. De los muelles venía el sonido de tambores y caramillos. En los declives de Pera, al otro lado de la bahía, parpadeaban innumerables luces, semejantes a luciérnagas.
Pero en la silenciosa colina, la catedral de Santa Sofía se elevaba al cielo muda y majestuosa. De nuevo aparecía ante nosotros la mole del viejo palacio imperial. La luna en creciente iluminaba el hipódromo, cuyas inapreciables esculturas hacía tiempo que los cruzados latinos habían robado para fundirlas y acuñar moneda. En el centro, permanecían aún las rectas cabezas de las serpientes délficas, fundidas en bronce sacado de las proas de los navíos persas después de la batalla de Salamina.
Me detuve.
—Si lo deseáis, desde aquí podéis continuar sola, que no correréis peligro alguno —dije—. Tomad mi linterna. Yo ya encontraré mi casa sin necesidad de ella.
—Ya os dije antes que después de esta noche nada importa —respondió—. No vivo mucho más lejos.
Una callejuela tortuosa y empinada nos llevó a las orillas del Mármara, cerca de la muralla. Pasamos los poderosos arcos que soportan el hipódromo en su lado del mar y nos aproximamos al puerto antiguo, abandonado y ruinoso, de Bucoleon. Cerca de él se encontraba un montículo que los guías griegos solían mostrar con orgullo a los visitantes latinos: se trataba de los huesos de los cruzados víctimas de una emboscada cuando, a través de Constantinopla, volvían para embarcar rumbo a sus hogares. Los griegos los habían atraído desarmados hasta un paso entre las murallas, y allí habían acuchillado hasta el último hombre, en venganza por sus extorsiones, arrogancia y rapiñas. O al menos eso decían los griegos.
Cerca de este túmulo y del lado de la muralla que daba al mar, se hallaba la casa de ella; un hermoso edificio de piedra. A ambos lados de las puertas tachonadas de clavazón de hierro ardían antorchas empotradas que iluminaban los estrechos miradores del piso superior. El piso bajo no tenía ventanas, lo que daba al edificio un aspecto de fortaleza.
Ella se detuvo y señaló el escudo esculpido sobre el umbral de la puerta.
—Por si no lo habéis adivinado —dijo—, os diré que soy Ana Notaras. Ana Notaras —repitió—, la hija única del megaduque. Ahora ya lo sabéis.
Su voz era cortante como el cristal. Asiendo la aldaba la golpeó por tres veces. Con el mismo sonido opaco debían de resonar las tres últimas paletadas de tierra, aun sobre el más espléndido féretro.
No utilizaba una puerta lateral para entrar furtivamente. La puerta se abrió. Apareció un criado, que vestía una túnica azul y blanca con bordados de plata. Ella se volvió de nuevo a mí con la cabeza erguida, y me dijo con acento impersonal, como si fuera un extraño:
—Os agradezco, señor Giovanni, el haberme acompañado hasta la casa de mi padre. Id con Dios.
Y la puerta se cerró tras ella. Ahora yo lo sabía todo. Su madre es una princesa serbia, sobrina del viejo déspota. Así pues, ella es prima de la viuda del último Sultán. Tiene dos hermanos más jóvenes. Su padre es el megaduque, el gran duque, y ha sido educada para convertirse algún día en esposa del Emperador; pero Constantino rompió el compromiso. ¿Por qué, por qué había de encontrarla precisamente a ella entre tantas otras?
Ana Notaras. El pavoroso temor de un ciego designio de Dios me atrajo hasta aquí, y para esto he vivido hasta ahora. Todas las losas de mi corazón estaban abiertas.
Mi padre fue al encuentro de los ángeles, pero su hijo está de vuelta; hombre ya de cuarenta años. Y con los ojos bien abiertos.
¿Por qué habría de asombrarme? Lo sabía desde el momento mismo en que la vi; y era por ello que rehusé aceptarlo. El juego ha acabado; empiece ahora la inexorable partida.