26 de enero de 1453
Si ella hubiese partido estoy seguro de que lo habría sabido. Aunque el navío zarpase en secreto habría dejado la estela del rumor, pues desde las colinas de la ciudad se observa todo cuanto acontece en el puerto, y nada permanece en secreto.
La costa de Asia es una línea azul en el horizonte. Siento en mi corazón el dolor punzante de la espera.
Me arrojaría al mar para morir sin nombre, honor ni pasado. Quería vivir día tras día, contento y al acecho de mi instante. Mas ahora que he probado el amargo pan del conocimiento, mi voluntad yace inerte en lo profundo de mi ser, como una piedra.
Ha sucedido algo inesperado. Dos grandes navíos de guerra entraron hoy en el puerto. Mientras se arriaban las velas, los muelles eran un hervidero de gente que vociferaba y aclamaba. El mayor de los dos navíos es muy poderoso, comparable a los venecianos.
Su comandante en jefe es Giovanni Giustiniani, un genovés que en un tiempo ejerció como podestá en Kaffa y es un experimentado militar profesional. Trae consigo setecientos hombres bien curtidos. El pueblo está loco de alegría, aunque estas tropas sean latinas. Su equipo es impecable; muchos portan espadas de dos filos, y con sus corazas de metal cada uno vale por diez hombres revestidos de cotas de cuero. Están habituados a una férrea disciplina y respetan a su jefe, como se pudo apreciar cuando desembarcaron en buen orden y desfilaron en perfecta formación a través de la ciudad rumbo al palacio de Blaquernae.
El Emperador pasó revista a estas fuerzas. Si sabía de su llegada, guardó bien el secreto, pues es normal que siempre haya filtraciones hasta de las más secretas reuniones del consejo.
Quizá, después de todo, las naciones occidentales no hayan olvidado a Constantinopla. Giustiniani debe de contar con la anuencia de los genoveses, de lo contrario ¿cómo podría haber hallado medios para equipar sus naves y pagar a sus hombres?
Pero los jenízaros del Sultán son doce mil, y en Varna ni siquiera la caballería acorazada pudo contenerlos.