23 de enero de 1453

El Emperador Constantino, acompañado de su séquito, cabalgó hoy en torno a las murallas. Departió amablemente con los maestros de obras y capataces. Yo tenía la cara sucia de sudor y polvo; para pasar más inadvertido mantenía la cabeza baja. Pero cuando hubo hablado con los demás, se volvió hacia mí y dijo:

—Volved a casa. Este trabajo no corresponde a vuestro rango. —No era por azar que lo decía. En su expresión advertí que me daba esta orden de mala gana. No es hombre que sepa disimular, pero está a merced de Franzes y los demás. Para consolarme, añadió—: Hay otras tareas más importantes para vos.

Pero no era verdad. Ni siquiera lo pensaba. Sólo quería hacer más soportable mi humillación.

Hace tres lustros él era tan obstinado y altivo como todos sus hermanos Paleólogos, pero el tiempo le ha limado las aristas. Tiene ahora cuarenta y nueve años, y su barba es gris. No tiene descendencia. Perdió dos mujeres siendo aún joven, y desde la muerte del Emperador Juan acaricia la idea de contraer un tercer matrimonio. Se dice que en una ocasión pidió la mano de la viuda de Murad, Mara, a quien Mohamed permitió volver a Serbia. Pero ella prefirió el convento. Murad la había autorizado a conservar su religión cristiana, y Mohamed aprendió de su madre las plegarias griegas.

Los años han marchitado a Constantino. Es un hombre solitario, y todo en su vida acontece demasiado tarde. El dogo de Venecia se mostraba bien dispuesto a darle a su hermana, matrimonio con el cual Constantino habría podido sacar gran partido en Occidente; pero no se atrevió a casarse con una latina. El Emperador de Trebizonda era demasiado pobre y, además, aliado del Sultán. Por fin encontró una princesa bárbara en las lejanas riberas del mar Negro. El príncipe de Georgia comulgaba en la verdadera fe y prometió una dote suficiente; hasta se mostraba dispuesto a enviar sus renombrados guerreros en auxilio de Constantinopla. Pero era demasiado tarde. Cuando Franzes volvió de su misión, se terminaba la fortaleza el Sultán y el Bósforo quedaba cerrado. Ya no podían llegar a través del mar Negro ni princesa, ni dote, ni fieros guerreros georgianos.

Constantino nació bajo el signo de una desgraciada estrella. Su propio pueblo lo odia a causa de la unión. Pero no es hipócrita ni cruel. Al romperse las hostilidades, ordenó encarcelar a todos los turcos que vivían en Constantinopla; pero al tercer día los puso en libertad.

En cuanto a mí, pueden arrojarme a la prisión y torturarme mediante el método que sea para obligarme a confesar lo que les venga en gana. Pero Constantino no lo quiere y Franzes no se atreve. Y esto es así porque yo podría resultar, en efecto, un agente secreto del Sultán y no sería prudente enviar a la cámara de tortura a un hombre así, estando el enemigo a las puertas.

Pero Constantino es torpe, indolente, lento para la acción, demasiado atento a su dignidad de basilio. ¿Cómo podría el divino Emperador descabalgar para colocar unas piedras o empuñar la paleta, codo a codo con los obreros, a fin de infundirles ánimo con su ejemplo, como lo hizo el Sultán en el Bósforo? ¡Qué estímulo habría supuesto, sin embargo! Ahora, el trabajo no supone más que un aburrido día de esfuerzo, que se procura efectuar de la manera más descansada y apática.

Así pues, ni siquiera se me permite colocar piedras y acarrear mortero para el reforzamiento de estas murallas eternas. No odio a Constantino pero me parece difícil que pueda olvidar esto.

Volví a mi casa, me bañé y dejé que Manuel me lavara la cabeza; luego me vestí. Cuando le dije que había visto al Emperador Constantino y estado cara a cara con el divino basilio, mi criado Manuel comenzó a reír entre dientes, de un modo que se me antojó socarrón. Bebí una copa de vino y le di también un poco a él. Me entretuvo con la descripción de la habitación de palacio cuyas paredes están cubiertas con las primeras losas de pórfido sacadas antaño de Roma. Sólo unas cuantas personas la han visto. En esta purpúrea estancia han venido al mundo los emperadores de Constantinopla, y desde el pequeño balcón de la parte de la fachada se anunciaba su nacimiento al pueblo.

—¡A tu nombre imperial, Manuel! —dije al tiempo que vertía vino en su cuenco de arcilla.

—¡Al vuestro, mi señor Giovanni! —respondió, y bebió con tantas ansias que el líquido se desparramó por su pecho.