10 de enero de 1453

Fui convocado de nuevo al palacio del Blaquernae. Franzes se mostró muy atento y cortés conmigo, e incluso me invitó a una copa de vino; pero ni una sola vez me miró a los ojos. Daba vueltas a su anillo de sello, que es tan grande como la mano de un niño y contemplaba mis bien cuidadas uñas. Es un hombre capaz e inteligente, y sin duda, hace tiempo que no tiene religión alguna. Sólo guarda fidelidad a su Emperador. Fueron compañeros de juegos cuando niños y siguieron juntos después.

Entre otras cosas dijo:

—Este invierno será decisivo. En Adrianópolis, el gran visir Khalil se esfuerza cuanto puede para preservar la paz. Es nuestro amigo. Muy recientemente hemos recibido, a través de los genoveses de Pera, mensajes suyos dándonos ánimos. No hay razón alguna para que os oculte esto. Nos pide que tengamos confianza en el futuro y nos armemos de la mejor manera que podamos; cuanto más poderoso sea nuestro ejército tanto más segura será la derrota del Sultán, si es que en realidad se atreve a emprender un sitio.

—Este invierno será decisivo, en efecto —convine—. Cuanto menos tarde el Sultán en construir sus bombardas y movilizar sus tropas, tanto antes caerá Constantinopla.

—Nuestras murallas han soportado muchos asedios —arguyó Franzes con una sonrisa—. Sólo los latinos consiguieron conquistarnos una vez, viniendo por mar. Desde entonces, no sentimos mucho amor por las cruzadas; preferimos vivir en paz con los turcos.

—Os estoy robando vuestro tiempo —dije—. No os entretengo más.

—¡Oh, no! —replicó—. Tengo algo que deciros. Se me ha informado que visitáis Pera con demasiada frecuencia, y que os habéis entrevistado con el monje Genadios, aunque por orden del Emperador no puede abandonar su celda. ¿Qué es lo que buscáis?

—Me siento solo —dije—. Nadie parece confiar en mí. Unicamente trataba de renovar una vieja amistad. Pero evidentemente Georgios Scolarios ha muerto. Mi entrevista con Genadios, el monje, no resultó nada placentera.

Franzes alzó las manos en gesto de indiferencia.

—¿Qué podía discutir con vos? No llegaremos a entendernos nunca.

—¡En el nombre de Dios, gran canciller! —exclamé—. Huí del Sultán, abandonando una posición que muchos me envidiaban, y sólo para luchar por Constantinopla. No por vos, ni por vuestro Emperador, sino por esta ciudad que antaño fue el corazón del mundo. De un poderoso Imperio tan sólo queda el corazón; pero es un corazón cansado que late débilmente. Este corazón también es el mío. Y con él quiero morir. Si caigo prisionero, el Sultán hará que me empalen.

—¡Chiquilladas! —exclamó secamente Franzes—. Si tuvierais veinte años acaso os creería. Sois un franco y un latino, ¿qué tenéis en común con nosotros?

—El deseo de combatir —respondí—, aunque sea en vano. No creo en la victoria; combato sin esperanza. Pero ¿qué importa esto si tengo el deseo y la voluntad de combatir?

Por un instante creí que le había convencido y que estaba dispuesto a considerarme tan sólo como un excéntrico inofensivo. Luego sacudió la cabeza y sus pálidos ojos azules se velaron de melancolía…

—Si hubierais sido como los demás, si hubieseis llegado de Europa con una cruz y una espada, pidiendo limosna, como todos los francos, y si, en compensación, hubierais pedido algunas concesiones comerciales, tal vez os habría creído e incluso habría confiado en vos. Pero sois un hombre demasiado instruido, tenéis demasiada experiencia y, por lo tanto, sois demasiado escéptico para que vuestra actitud no indique otra cosa que ocultos motivos.

Permanecí de pie ante él. Sentía unas ganas tremendas de marcharme de allí, mientras él seguía dando vueltas a su anillo y me miraba de soslayo, como si yo le resultara profundamente repugnante.

—¿De dónde veníais cuando llegasteis a Basilea? —preguntó—. ¿Cómo ganasteis la confianza del doctor Nicolai Cusanus? ¿Por qué embarcasteis con él en Constantinopla? Ya entonces hablabais el turco. ¿Por qué os quedasteis tan obstinadamente a la zaga con el sínodo de Ferrara y en Florencia? ¿Cómo os escogió por secretario el cardenal Giulio Cesarini? ¿Fuisteis vos quien lo mató en Varna para de ese modo volver más fácilmente con los turcos? ¡Y no me miréis así! —barbotó, al fin, agitando sus manos ante mi rostro—. Los turcos creen que poseéis algún poder espiritual que hace que los animales os obedezcan y ganéis la voluntad de la persona que os proponéis. ¡Pero será en vano que lo intentéis conmigo! Tengo mi sello y mi talismán…, pero son tonterías… Confío más en mi sentido común.

Continué en silencio. No había nada que decir. Él se levantó y me dio un golpecito en el pecho con el dorso de la mano, como si le aburriese; pero era sólo para desconcertarme.

—¡Hombre, hombre! —dijo—. ¿Acaso creéis que no lo sabemos? Vos sois el único que pudo seguir día y noche al Sultán Mohamed cuando, por motivo de la muerte de su padre, fue a marchas forzadas de Magnesia a Gallipoli. «Quien me ama me sigue…», recordadlo. Vos lo seguisteis y nadie podía dar crédito a sus ojos cuando lo alcanzasteis en Gallipoli.

—Tenía un buen caballo —dije— y los derviches me habían enseñado a fortalecer el cuerpo y a resistir todas las privaciones. Si lo deseáis, puedo tomar con mi mano un tizón ardiendo del brasero sin quemarme.

Di un paso hacia él y conseguí por fin prender su mirada. Vaciló e, irritado, me empujó a un lado para que no hiciera el experimento. Si lo hubiese realizado no hubiese sabido qué pensar de mí, tan supersticioso era… Supersticioso, porque hacía tiempo que no creía en nada.

—Sí, verdaderamente amaba a Mohamed —dije—, como se puede amar a una espléndida bestia salvaje mientras no saca a relucir su instinto traidor. Su juventud era una marmita hirviente que precisa de una pesada tapa para que su contenido no se desborde. Pero Murad lo odiaba porque su hijo preferido, Aladino, había muerto ahogado. Aunque como padre e hijo no se llevaban bien, Murad estaba orgulloso de él y deseaba que adquiriese moderación, sentido de justicia y dominio de sí mismo. Murad quería que se humillase ante el Único y comprendiese la vanidad del poder y la vida de este mundo. Y Mohamed aprendió moderación sólo para ser más inmoderado; justicia, para abusar de ella, y dominio de sí mismo como condescendencia a sus deseos y para guiar a los demás a voluntad. Cumplía con sus deberes religiosos pero sólo aparentemente, pues en su corazón no albergaba creencia alguna. Para él ninguna religión valía nada. Leía el griego y el latín, el árabe y el persa. Está familiarizado con las matemáticas, la geografía, la historia y la filosofía. Constantinopla es su piedra de toque, y desde que era un muchacho sueña con conquistarla algún día, para de ese modo probarse a sí mismo que es más grande que sus antecesores. ¿Comprendéis el significado de estas señales? Él es el Único que ha de venir. Por nada del mundo desearía vivir en su era.

Franzes parpadeó y se desperezó como si hubiese estado dormido.

—Mohamed es un apasionado e impaciente joven —dijo—. Nuestros gobernantes, por el contrario, han sido puestos a prueba y han sido seleccionados a través de los siglos. Hombres más viejos y sabios, tanto aquí, en el palacio de Blaquernae, como en su propio serrallo, esperan que se rompa el cuello y de antemano se alegran de ello. El tiempo está de nuestra parte.

—El tiempo ha pasado ya. El agua ya ha corrido en la clepsidra —dije—. Que la paz sea con vos.

Me acompañó hasta la puerta del palacio; caminando a mi lado a lo largo de la helada galería, en cuyos muros resonaba tristemente el eco de cada paso. El águila bicéfala embellecía el umbral.

—No salgáis tanto de casa —me previno Franzes— y, sobre todo, no vayáis tanto a Pera. No busquéis la compañía de hombres ilustres pues, de lo contrario, acaso tengáis que cambiar la comodidad de vuestra morada por una celda en la torre de mármol. Es un consejo amistoso, Giovanni Angelos, y os lo ofrezco en vuestro propio interés. —De pronto me asió por la pechera y me espetó su última objeción—: ¿Y el megaduque Lucas Notaras? ¿Os ha ofrecido su amistad? —Sin duda estaba intentando que bajase la guardia. Como no respondí, prosiguió—: Tened cuidado de que no llegue a nuestros oídos que habéis tratado de aliaros con él. Si se probase esto estaríais perdido.

El portero me trajo el caballo que había alquilado y me lancé con él al galope por la calle principal, sin reparar un instante en los grupos de gente o en los viandantes. Si no se apartaban, tanto peor para ellos. Pero el tronar de los cascos de mi corcel sobre el gastado pavimento los prevenía a tiempo y se echaban a un lado profiriendo juramentos e insultos. Fui a rienda suelta desde el palacio al hipódromo, hasta que la espuma brotó de sus belfos. Yo estaba espantado, al tiempo que dominado por una agitación febril.

El gran duque, almirante de la flota, el hombre más poderoso de Constantinopla, después del Emperador, Lucas Notaras… ¡él también!