8 de enero de 1453
Un reciente rumor hizo que dirigiera mis pasos al monasterio de la Regla Superior para entrevistarme con Genadios. Tuve que esperar mucho tiempo. Se pasaba el día en oración y penitencia para expiar los pecados de la ciudad. Pero, por fin, me recibió al enterarse de que había pertenecido al séquito del Sultán. Verdaderamente quieren más a los turcos que a los latinos.
Cuando observó mi rasurado rostro y mi atavío a la usanza latina, se echó atrás gritando: «¡Anatema!» y «¡Apóstata!». No me sorprendía que no me hubiese reconocido, pues también a mí me costó trabajo reconocerlo a él, barbado como estaba, con el cabello lacio y los ojos hundidos en sus cuencas a causa de la vigilia y el ayuno. A pesar de ello, era el antiguo Gorgios Scolarios, secretario y guardasellos del último Emperador Juan —el hombre que en Florencia había firmado la unión con los demás—, el ardiente, docto, ambicioso y vital joven Gorgios.
—Soy Jean Ange —dije—. Giovanni Angelos, el franco a quien concedisteis vuestro favor hace ya muchos años, en Florencia.
Se quedó mirándome como si tuviese ante él al mismísimo Satán.
—Quizá Gorgios os conociera —chilló—. Pero ya no existe ningún Gorgios. A causa de mis pecados, renuncié a mi posición en el mundo, a mi rango como letrado y a mis honores políticos. Sólo queda Genadios, el monje, y él no os conoce. ¿Qué deseáis de mí?
Su fiebre y agonía espiritual no eran fingidas; sufría verdaderamente a causa de la muerte de su pueblo y de su ciudad. Para que tuviera confianza en mí, le conté mi historia en pocas palabras. Luego dije:
—Si en aquel tiempo pecasteis al estampar vuestra firma, y si ahora os halláis expiando aquel pecado, ¿por qué no lo hacéis dirigiéndoos privadamente a Dios? ¿Por qué queréis que todos compartan vuestra aflicción y sembráis la disensión precisamente cuando todas las fuerzas deberían unirse?
—Mi palabra y mi pluma —respondió— son el azote de Dios contra la horrible defección. Si hubieran confiado en el Señor y rechazado la ayuda de Occidente, Él habría combatido por ellos. Ahora, Constantinopla está perdida. La construcción de murallas y el acopio de armas no son más que pura vanidad. Dios ha desviado Su faz divina de nosotros y nos ha dejado a merced de los turcos.
—Aun en el caso de que Dios hablase por vuestra boca —dije—, la batalla no ha comenzado todavía. ¿Suponéis que el Emperador Constantino rendirá su ciudad por su propia y libre voluntad?
Me miró inquisitivamente, y a sus extáticos ojos afloró el agudo fulgor de un experimentado hombre de Estado.
—¿Quién habla por vuestra boca? —preguntó—. El Sultán protegerá las vidas, la subsistencia, la propiedad y, sobre todo, la religión de quienes se sometan. Con la protección del Sultán, nuestra Iglesia vivirá y florecerá su Imperio. No hace la guerra a nuestra fe, sino al Emperador. —Al ver que yo no respondía añadió—: La traición de Constantino ha demostrado que no es el verdadero basilio. Ni siquiera ha sido coronado con arreglo a la ley. Es un peor enemigo para nuestra religión que el Sultán Mohamed.
—¡Monje demente! —estallé—. ¿Sabéis lo que estáis diciendo?
Algo más calmado replicó:
—No hago ningún secreto de mis opiniones. Se las manifesté al propio Constantino en persona. No tengo nada que perder. Pero no estoy solo; tras de mí se halla el pueblo y muchos de los nobles temerosos de la cólera de Dios. Podéis comunicarlo a quien os envió.
—Os equivocáis —dije—. Ya no estoy al servicio del Sultán; pero no dudo de que os será fácil hacer llegar vuestro mensaje a sus oídos a través de otros conductos.