2 de enero de 1453
Ella vino. A pesar de todo, ella vino.
Traía sobre los hombros una ligera capa marrón y sus zapatos eran de piel suave. Quizá pensaba que así nadie la reconocería, pero ni el más simplón la hubiese tomado por una mujer de la clase baja. El corte de su capa, su peinado y hasta la manera en que sujetaba el velo a su cabeza para ocultar el rostro mostraban bien a las claras su rango y su cuna.
—Bienvenida seáis en nombre de Dios —dije, incapaz de contener las lágrimas de alegría que asomaron a mis ojos.
El perro meneó la cola.
—Es una locura —replicó—. Locura y sortilegio. Debo de haber perdido el juicio. No he podido evitar venir, aunque no quería hacerlo.
—¿Cómo entrasteis? —pregunté prestamente.
Ella sostenía ahora el velo ante su boca.
—Un vejete que no dejaba de toser abrió la puerta a mi llamada —respondió—. Debéis dar mejores vestiduras a vuestro criado y decirle que se peine el pelo y la barba. Parecía tan avergonzado de su aspecto, que se volvió de espaldas sin mirarme siquiera. —Lanzó una ojeada en torno—. Y vuestra habitación también necesita una buena limpieza.
Apartó rápidamente sus ojos de uno de los rincones.
Tendí una colcha sobre mi lecho y salí. Mi criado se hallaba en el patio, mirando las nubes.
—Hermoso día —observó con un gesto malicioso.
—Glorioso —añadí, persignándome a la manera griega—. El mejor día de toda mi vida. Vamos, espabílate, corre y trae vino, pasteles, dulces, fiambres y frutas. Todo en cantidad y de lo mejor que encuentras. Compra una cesta y llénala, para que quede también algo para ti y para tus primos y tías…, para toda tu parentela… Y si encuentras mendigos en tu camino, reparte entre ellos limosnas y bendiciones.
—¿Acaso cumplís años, señor? —preguntó con aire socarrón.
—No. Tengo una visita —respondí—. Una mujer vulgar, de clase baja, que ha venido a alegrar un poco mi soledad.
—¿Una visita? —respondió fingiendo asombro—. No vi a nadie. Verdad es que las ráfagas de viento hacían sonar la puerta como si alguien llamara; pero cuando abrí no había nadie. ¿Bromeáis, señor?
—Vamos, date prisa. Pero si dices media palabra sobre mi visita, te cogeré por la barba y te cortaré el cuello con mi propia mano. —Cuando se marchaba a cumplir mis encargos lo cogí del brazo y le dije—: Nunca se me ocurrió preguntarte tu nombre. ¿Cómo te llamas?
—Es un gran honor para mí —respondió—. Me llamo Manuel, como el antiguo Emperador. Mi padre sirvió como leñador en el palacio de Blaquernae.
—¡Manuel! —exclamé—. Es un bello nombre. Pues bien, Manuel, éste es el día más feliz de mi vida.
Le tiré de las orejas y le besé las pilosas mejillas, tras lo cual le di un empujón para que fuese de prisa.
Cuando volví a mi habitación mi visitante se había despojado de su capa y de su velo. No me cansaba de contemplarla. Sentía la garganta seca y las piernas me flaqueaban de tal manera que caí de rodillas delante de ella, oprimiendo mi mejilla contra su túnica. El arrobo y la alegría me hacían llorar. Ella acarició suavemente mi cabello.
Cuando por fin me levanté, ella sonreía. Su sonrisa era tan resplandeciente como el sol. Sus ojos eran suaves como una flor, sus labios pétalos de rosa, tulipanes sus mejillas y perlas sus dientes. ¡Qué maravilloso conjunto bajo el exquisito y tenue arco de sus cejas! Me hallaba deslumbrado contemplándola.
—Mi corazón ha renacido a la juventud y tengo que emplear las palabras de los poetas, pues las mías no bastan —le dije—. Estoy embriagado de vos. Es como si jamás hubiese experimentado nada hasta ahora; como si nunca antes hubiese tocado a una mujer… Y ahora que estáis ante mí es como si os conociera de toda la vida… Sois para mí Bizancio entero. Sois la ciudad de los emperadores, Constantinopla. Es a causa de vos que toda mi vida anhelé venir aquí. Es en vos en quien soñé cuando soñaba con vuestra ciudad. Y así como ésta resultó mil veces más hermosa de lo que había imaginado, vos sois mil veces más hermosa de lo que había imaginado, vos sois mil veces más bella de cuanto puedo recordar. Dos semanas es un tiempo interminable…, mortal… ¿Por qué no vinisteis cuando lo prometisteis? ¿Por qué me abandonasteis? Pensé que moriría.
Me miró, entornó ligeramente los ojos y tocó con sus dedos mis sienes, mis mejillas y mis labios. Luego abrió de nuevo sus radiantes y sonrientes ojos pardos y dijo:
—Proseguid… Me agrada oíros, aunque estoy segura de que ni vos mismo creéis en lo que decís. Me habíais olvidado… y os sorprendisteis al verme. Pero me reconocisteis.
La abracé.
—No, no —dijo poniendo sus manos sobre mi pecho.
Pero su resistencia era como una invitación. La besé. Su cuerpo se doblegó y desfalleció en mis brazos, hasta que por fin me rechazó, se volvió de espaldas y se ocultó el rostro con ambas manos.
—¿Qué es lo que queréis de mí? —se lamentó y rompió a llorar—. No es a esto a lo que vine. ¡Oh, mi cabeza…, cómo me duele la cabeza!
No había sido defraudado. Era una doncella inexperta. Me lo dijo su boca, me lo dijo su cuerpo. Orgullosa… tal vez; apasionada, sin duda; caprichosa y celosa. Quizá temiese pecar de pensamiento, pero no de obra.
Por su rostro podía ver que estaba llena de congoja. Tomé su encantadora cabeza entre mis manos y le acaricié suavemente las sienes.
—Perdonadme —dijo sollozando—. Creo que soy demasiado sensible. Siento como si estuviesen hundiendo en mi cuerpo agujas candentes. Quizá me asusté cuando me tomasteis tan repentinamente en vuestros brazos.
El vigor había pasado de mí a ella…, el vigor de mis manos. Tras un instante suspiró profundamente, se relajaron sus miembros y abrió los ojos.
—Vuestras manos son suaves —dijo. Volvió la cabeza y besó ligeramente mi mano—. Son manos que sanan.
La miré.
—Que sanan y que destruyen —repliqué secamente—. Pero creedme, no quiero haceros daño. Hace unos instantes tampoco lo deseaba; debisteis haberlo adivinado.
Me miró y la expresión de sus ojos fue aún más abierta y familiar. Podía sumergirme en ellos una vez más, antes de que reapareciese en mí todo lo sombrío e insincero.
—Entonces estaba equivocada —dijo—; quizá yo pensaba en el daño, pero no en lo profundo de mí misma. Ahora todo vuelve a estar bien. Me siento feliz a vuestro lado. Mi casa se ha vuelto extraña y tediosa. Vuestra imagen me ha perseguido constantemente… a través de los muros y a través de la ciudad. ¿Me habréis hechizado acaso?
—El amor es brujería —respondí—. Sí, la más terrible de todas. Fuisteis vos quien me hechizó al poner vuestros ojos en mí ante la iglesia del Espíritu Santo.
—Es una locura —se lamentó—. Mis padres nunca consentirán darme a un latino. Vos no conocéis siquiera vuestro linaje. Sois un vagabundo y un aventurero. Mi padre os haría matar si lo supiera…
Mi corazón se detuvo. Para ganar tiempo dije en tono jactancioso:
—Mi linaje se halla escrito en mi rostro. El nombre de mi padre es Espada y el de mi madre Pluma. Las pensativas estrellas son mis hermanos, y ángeles y demonios mi parentela.
Me miró directamente a los ojos y dijo:
—No fue mi intención heriros. Tan sólo dije la verdad.
Palabras de arrogancia se agolparon en mi garganta, pero la verdad era simple.
—Soy hombre casado —confesé—. Hace casi diez años que no veo a mi mujer, pero creo que aún vive. Nuestro hijo tiene doce años. La verdad es que partí a la cruzada porque no soportaba vivir junto a mi esposa por más tiempo. Ella cree que caí en Varna. Es mejor así.
Mis primeras palabras parecieron conmocionarla. No nos mirábamos ya el uno al otro. Se llevó la mano al cuello de la túnica y se enderezó el broche que llevaba en el pecho. La piel de su garganta era casi transparente.
—¿Qué significa esto? —dijo por fin con voz glacial—. Nuestros encuentros no pueden continuar. —Tocó de nuevo su broche, se miró la mano y añadió—: Ahora debo irme. ¿Queréis darme la capa?
Pero no era mi intención dejar que se marchase, por muy vehementemente que ella lo deseara.
—Ambos somos ya personas mayores —dije sin poder evitar cierta aspereza en mi voz—. No seáis tan infantil. Sabíais muy bien lo que hacíais. Vinisteis aquí con vuestros ojos abiertos. Vos me pertenecéis, no podéis negarlo. Pero os repito que no os deseo mal alguno.
No dijo nada, sino que permaneció con la mirada obstinadamente fija en el suelo. Yo proseguí:
—Acaso no os deis cuenta todavía de lo que a todos nos espera. Los turcos sólo traerán muerte y esclavitud. Debéis escoger. No disponemos más que de unos pocos meses…, medio año a lo sumo. Luego, los turcos estarán aquí. ¿Y adónde habrán ido a parar entonces las costumbres y el decoro? —grité casi mientras daba un puñetazo en el respaldo de un pesado sillón, con tanta fuerza que me crujieron los huesos de la mano y el dolor me cegó por unos instantes—. Matrimonio, hogar, hijos…, son cosas en las cuales se puede pensar cuando se tiene toda la vida por delante. Vos y yo no la tenemos. Nuestro amor se halla condenado ya desde el comienzo. Nuestro tiempo es corto. Pero vos…, vos queréis coger ahora vuestra capa y seguir vuestro camino sólo porque hace muchos años tomé por esposa a una mujer más vieja que yo…, una mujer a la que entregué mi cuerpo por piedad. En cuanto a mi corazón, jamás logró conseguirlo.
—¿Y qué me importa a mí vuestro corazón? —me espetó con las mejillas encendidas—. Vuestro corazón es latino, como lo demuestran vuestras palabras. Constantinopla no puede caer nunca. Cada generación de turcos le ha puesto sitio, y siempre ha sido en vano. La propia Santa Madre de Dios custodia nuestras murallas, ¿cómo podría derribarlas un jovenzuelo… ese Mohamed, a quien los propios turcos desprecian? —Creía a pies juntillas lo que estaba diciendo. Tenía una fe ciega en las murallas de Constantinopla. Moderando el tono de voz y desviando la mirada, preguntó—: ¿Es realmente más vieja que vos vuestra mujer?
Esta pregunta me llenó de alegría, pues era una prueba de que había despertado la curiosidad en su espíritu femenino. Se oyó un portazo y pesados pasos en las escaleras. Era mi criado que volvía. Fui a él y le tomé la cesta.
—No te necesitaré más, Manuel —dije.
—Señor —replicó—, vigilaré la casa desde la taberna de enfrente. Creedme, es lo mejor. —En su ansiedad, puso su mano en mi brazo, acercó la cabeza a mi oído y murmuró—: ¡Por el amor de Dios, señor, decidle que vista de otra manera! Tal como va ahora atrae todas las miradas y despierta más curiosidad que si llevase la cara descubierta y las mejillas pintadas, como las rameras del puerto.
—Manuel, mi daga está suelta en su vaina —le previne. Lanzó una risita tonta, como si yo hubiese dicho algo gracioso y se frotó las manos—. Tienes alma de alcahuete, como el barbero. Deberías avergonzarte de tus pensamientos.
Le di un suave puntapié para que se fuese, lo que él aceptó como muestra de favor.
Entré el cesto. Avivé las brasas y puse más carbón, vertí vino en una copa de plata, partí una hogaza de pan y puse dulces en una escudilla de porcelana de China. Ella hizo primero un gesto de negativa con la mano, pero luego se persignó a la manera griega, tomó un sorbo del vino, mordisqueó un trocito de pan y comió un caramelo de miel. Yo hice lo propio. No tenía más apetito que ella.
—Y ahora que hemos compartido el vino y el pan —dije—, no debéis sentir más temor, pues no puedo causaros mal alguno. Sois mi huésped y todo cuanto poseo es vuestro.
Sonrió y dijo:
—¿No queréis contarme algo de vuestro matrimonio?
—Ya he dicho demasiado —objeté—. ¿Para qué más mientras estáis aquí? Además, las personas usan las mismas palabras para cosas diferentes; las palabras esparcen incomprensión y desconfianza. Es bastante con que estéis aquí. Cuando os tengo a mi lado no necesito palabras.
Cogí sus manos y las acerqué al calor del brasero; sus dedos estaban fríos, pero sus mejillas ardían.
—Amada mía —dije suavemente—, mi única amada. Pensé que había llegado el otoño de mi vida, pero no era verdad. Os agradezco que existáis.
Después ella me contó que su madre había estado enferma, por lo que le había sido imposible venir antes. Advertí que se habría alegrado de decirme quién era, pero se lo prohibí. No quería saberlo, ya que sólo serviría para aumentar los cuidados. Hay tiempo para cada cosa y yo tenía suficiente con que estuviese conmigo. Al despedirnos me preguntó:
—¿Creéis seriamente que los turcos atacarán esta primavera?
No pude impedir el excitarme de nuevo.
—¿Es que se han vuelto locos todos los griegos? Escuchad: los derviches y maestros del Islam recorren toda Asia. Las tropas europeas, bajo el mando del Sultán, han recibido ya la orden de ponerse en marcha. En Adrianópolis ahora mismo se están construyendo bombardas. El Sultán espera concentrar en este asedio un ejército más poderoso que el de cualquiera de sus antecesores… ¡Y todavía me preguntáis si creo que vendrá! ¡Pues claro que lo hará! Tiene prisa por hacerlo. Ahora que la unión se ha verificado a la fuerza, el Papa bien podría, después de todo, inducir a los príncipes de Europa a zanjar sus querellas y unirse en una nueva cruzada. Si los turcos son una amenaza mortal para los griegos, Constantinopla, clavada como se halla en el corazón de su Imperio, es una pesadilla para el Sultán. No conocéis aún la magnitud de su ambición. Se cree otro Alejandro.
—Vamos, vamos… —dijo con dulzura; y añadió con una expresión de duda—: Si lo que decís es verdad, no podemos vernos muchas veces.
—¿Qué quieres decir? —pregunté al tiempo que tomaba sus manos.
—Si es verdad que el Sultán intenta emprender la marcha de Adrianópolis, el Emperador Constantino enviará a las damas de su corte a Morea, donde estarán más seguras. También embarcarán otras damas de rango; yo estoy entre ellas. —Clavó en mí sus ojos pardos, se mordió los labios y agregó—: No debería deciros esto, supongo.
—No —admití con voz ronca. Mis labios estaban secos—. Podría ser un agente secreto del Sultán…, es lo que queríais decir, ¿no es así? Todos sospechan lo mismo.
—Confío en vos —replicó—. Sé que no haréis un mal uso de esta información. Decidme si debo ir también.
—Naturalmente. Debéis ir. ¿Por qué no habríais de salvar vuestra honra y vuestra vida si se ofreciera la oportunidad? No conocéis a Mohamed. Yo sí. Vuestra ciudad caerá. Toda su belleza, toda su gloria marchita, todo el poderío y la riqueza de sus grandes familias… no son ya más que pálidas sombras sin sustancia…
—¿Y vos? —preguntó.
—Vine aquí para morir en las murallas de Constantinopla —respondí—. Dispuesto a dar la vida por todo lo que ya pasó, por todo lo que ningún poder en la tierra puede restaurar. Se acercan tiempos muy distintos; no siento el menor deseo de verlos.
Se había puesto la capa y ahora se arreglaba el velo.
—¿No me daréis un beso de despedida? —preguntó.
—Si con ello consigo que os duela la cabeza… —respondí.
Se puso en puntillas y sus aterciopelados labios se posaron en mis mejillas. Luego me dio una ligera palmada en la barbilla y apoyó un instante la cabeza contra mi pecho.
—Me volvéis presuntuosa —dijo—. Estoy empezando a pensar demasiado bien de mí misma. ¿No deseáis realmente saber quién soy? ¿Acaso aspiráis simplemente a mi amistad? Es muy dulce oír, pero difícil de creer.
—¿Volveréis antes de vuestra partida? —pregunté.
Paseó su mirada por la habitación, mientras daba unas distraídas palmadas al perro.
—Se está bien aquí —dijo—. Volveré si es que puedo.