20 de diciembre de 1452

Me encontraba hoy en el puerto cuando el último navío puso proa a Venecia. El Emperador ha autorizado al capitán que presente a la Señoría un informe sobre el mandamiento ejecutado sobre las grandes galeras. También ha enviado instancias a Hungría por varios conductos. Dieciocho meses han transcurrido ya desde que Hungadi, el actual regente, ratificó con Mohamed el tratado de paz por tres años, besando la cruz sobre él. Tanto en Varna, en 1444, como en Kosovo, hace cuatro años, Murad había logrado convencerlo de que Hungría no carecía de medios para sostener una guerra contra los turcos. No confío en el apoyo que la Cristiandad pueda prestarnos. Mohamed actúa de modo más rápido que aquélla.

El verano pasado tuve ocasión de ver al joven Sultán con las manos hundidas en el barro y él mismo cubierto de polvo de cal trabajando en sus fortificaciones del Bósforo, dando así un ejemplo a sus súbditos para que se esforzaran al máximo. Hasta sus viejos visires tenían que arrastrar pesadas piedras y mezclar la argamasa. Creo que jamás fortaleza tan poderosa fue construida en tan poco tiempo. Cuando huí del campo del Sultán, no faltaba más que el remate de plomo en los tejados de las torres.

Sus bombardas de bronce han mostrado ya la potencia de sus cargas. Desde que una ingente mole de piedra salida de sus bocas echó a pique a una galera veneciana, ningún navío procedente del mar negro se ha aventurado en estos parajes. Por cierto que el capitán de la galera se negó a arriar la bandera, por lo que su cadáver pende de una estaca delante de la fortaleza y sus entrañas se pudren esparcidas por tierra en torno a su antiguo poseedor. El Sultán sólo perdonó a cuatro miembros de la tripulación, a quienes envió a la ciudad para que relatasen lo ocurrido. De esto hace ya un mes.

Ahora parece como si el Emperador Constantino pensase en defenderse seriamente. Las murallas que rodean la ciudad están siendo reforzadas, y para ello se emplean hasta las losas de los cementerios de extramuros. Es una medida prudente, pues de lo contrario los turcos habrían dado buena cuenta de los bastiones apenas comenzado el sitio. Sin embargo, corre el rumor de que los constructores hacen un trabajo de los más chapucero y aun así se llenan los bolsillos. Nadie lo condena; por el contrario, todo el mundo se alegra, pues el Emperador es un apóstata y, por lo tanto, estafarlo es muy legítimo. Verdaderamente, esta ciudad quiere más a los turcos que a los latinos.

En el palacio de Blaquernae tienen a Panagia, la virgen milagrosa en la que han puesto su fe. La mujer del panadero me ha contado hoy, con la mayor seriedad del mundo, que cuando Murad puso sitio a la ciudad, hace treinta años, la Santísima Virgen apareció en las almenas con su manto azul y que su imagen aterrorizó de tal manera a los turcos que prendieron fuego a todo el campamento y huyeron a la desbandada.

¡Cuán larga puede ser una semana! Y cuán extraña se vuelve la espera cuando pensaba que ya no tenía nada más que esperar en la vida. Pero incluso ahora que la pasión y la impaciencia de la juventud se han extinguido, la espera es deliciosa y dulce.

No puedo permanecer así por más tiempo. Acaso ella no es lo que imagino. Quizá sólo me esté engañando a mí mismo. Pero no echo en falta el calor del brasero, a pesar del helado viento que sopla del Mármara y de los copos de nieve en el aire, pues mi propio cuerpo es como un horno que irradia calor.