15 de diciembre de 1452
Sólo un trozo de papel plegado. Lo trajo por la mañana un vendedor de baratijas. «En la iglesia de los Santos Apóstoles, esta tarde». Nada más.
A mediodía anuncié a mi criado que iba al puerto y le mandé limpiar la bodega. Antes de salir cerré la puerta trampa para que no pudiese seguirme. Hoy no quería espías.
La iglesia de los Santos Apóstoles se alza en la colina más alta del centro de la ciudad. Su elección como lugar de la cita era todo un acierto, pues sólo allí unas pocas mujeres enlutadas, sumidas en sus oraciones ante las barandillas de los sagrados iconos. Mi atavío no llamó la atención, pues a menudo visitan la iglesia marinos latinos para ver las reliquias y las tumbas de los emperadores. Justo a la derecha de la puerta, y rodeado por una simple barandilla de madera, se halla un fragmento de la columna a la cual ataron a nuestro Salvador cuando fue flagelado por la soldadesca romana.
Transcurrieron dos horas interminables, pero nadie pareció reparar en mi presencia. En Constantinopla el tiempo ha perdido su significado. Las mujeres entregadas a sus plegarias se habían despegado del mundo para sumirse en el éxtasis. Cuando se incorporaron, sus rostros tenían la expresión de quien acaba de despertar de un sueño, para adquirir luego la inefable melancolía en todo cuanto vive en esta moribunda ciudad. Se cubrieron con sus velos y salieron con la mirada baja.
En contraste con el frío exterior, el calor del templo resultaba muy agradable. Por debajo de las losas de mármol había canales por los que corría aire caliente, según el antiguo sistema romano. La escarcha que cubría mi alma acabó por fundirse. De pronto, una oleada de esperanza me hizo caer de rodillas para orar, cosa que no hacía sólo Dios sabe desde cuándo. Y prosternado ante el altar, dije de todo corazón:
—¡Oh, Dios todopoderoso, que encarnaste en Tu Unigénito Hijo de un modo que está más allá de nuestro entendimiento, para remisión de nuestros pecados, apiádate de mí! Sé misericordioso con mis dudas, que ni los escritos de los padres, ni las palabras de los filósofos han logrado remediar. Tú me condujiste por el mundo de acuerdo a Tu voluntad, concediéndome el favor de que experimentase todos tus dones: sabiduría y sencillez, riqueza y pobreza, poder y esclavitud, pasiones y tranquilidad, deseo y renunciación, el manejo de la pluma y el de la espada. Pero nada de todo ello ha conseguido sanarme. Tú me condujiste, al igual que el inmisericorde cazador conduce a su agotada presa, hasta que en mi extravío no me restaba sino aventurar mi vida en Tu nombre. Ya que ni siquiera te has dignado aceptar este sacrificio, ¿qué es lo que requieres de mí, oh sacratísimo e inefable Señor?
Pero apenas hube pronunciado mi plegaria, sentí que era tan sólo mi inextirpable orgullo el que había embellecido mis pensamientos y, avergonzado, volví a orar de todo corazón:
—¡Apiádate de mí! Perdona mis pecados, no por mis méritos sino por Tu gracia, y libérame del peso de mi culpa antes de que me aplaste.
Cuando acabé de orar volví a sentir frío, un frío tremante, como el de un bloque de hielo. Un nuevo vigor pareció apoderarse de todo mi cuerpo. Por primera vez en muchos años experimenté la alegría de hallarme con vida. Amaba, esperaba y todo el pasado se convertía en ceniza, como si nunca antes hubiese amado y esperado. Como si se tratase de un pálido fantasma, recordé a la muchacha que en Ferrara llevaba perlas en el cabello y caminaba por el jardín de la filosofía sosteniendo en la mano una jaula de oro cual si fuese una linterna destinada a iluminarla.
Y más tarde… Había enterrado a una mujer desconocida cuyo rostro habían devorado los zorros del bosque. Ella vino a mí, preguntando por el broche de su corpiño. Yo estaba en un cobertizo, atendiendo a las víctimas de la plaga, porque las interminables disputas sobre la letra de la fe me habían conducido a la desesperación. Aquella muchacha esquiva y encantadora también estaba desesperada. Le quité la ropa, contaminada por la plaga y la quemé en el horno de los mercaderes de sal. Yacimos juntos y nos dimos calor el uno al otro, hasta el punto que no podía creer que algo así me estuviese sucediendo. Era la hija de un duque y yo sólo era el copista de un secretario del Papa. De eso han pasado ya cerca de quince años, y al pensar en ella nada se agitó en mí. Hasta tenía que buscar en mi memoria para recordar su nombre: Beatriz. El duque admiraba a Dante y leía novelas de caballería. Había hecho decapitar a su hijo por adúltero. En Ferrara. A ello se debía que hubiera hallado a la muchacha del jardín en la cabaña de los apestados.
Una mujer, con el rostro cubierto por un velo ornado de perlas, entró y se situó a mi lado. Era casi tan alta como yo y portaba una capa de piel, a causa del frío. Aspiré el aroma a jacintos. Mi amada había venido.
—Vuestro rostro —supliqué—. Mostradme vuestro rostro, para que sepa de verdad que sois vos.
—Estoy obrando mal —dijo a la vez que se descubría. Estaba muy pálida y la expresión de sus ojos me asustó.
—¿Qué es la verdad? —pregunté—. Estamos viviendo los últimos días. ¿Qué puede importar ahora?
—Sois un latino —replicó con tono de reproche—. Coméis pan sin levadura. Sólo un franco podría hablar así. Un hombre siempre siente en su corazón qué es verdadero y qué erróneo. Sócrates lo sabía. Pero vos os mofáis como Pilatos, que también preguntaba qué era la verdad.
—¡Por las llagas de Cristo! —juré—. ¡Mujer! ¿Habéis venido acaso a enseñarme filosofía? ¡Es verdad que sois bien griega!
Ella prorrumpió en sollozos de miedo y excitación, y yo dejé que llorase hasta que se calmara, pues parecía tan asustada que temblaba a pesar del calor que hacía en el templo y de su rica capa de piel. Había venido… y lloraba por mi causa… ¡y por ella misma! ¿Qué mejor prueba precisaba yo de haber conmovido su alma, aunque ella, a su vez, hubiese removido las losas de las tumbas de mi corazón?
Por fin puse mi mano sobre su hombro y dije:
—El valor de todo es tan ínfimo. La vida, el conocimiento, la sabiduría, incluso la fe, arden durante un tiempo y luego mueren. Seamos personas maduras que a través de un milagro se han reconocido mutuamente y pueden hablar con toda franqueza. No he venido para reñir con vos.
—¿Por qué habéis venido?
—Os amo —respondí simplemente.
—¿A pesar de que ignoráis quién soy y de que tan sólo me habéis visto una vez? —objetó. Bajó sus ojos y comenzó de nuevo a temblar, mientras murmuraba—: No estaba del todo segura de que vendríais.
—¡Oh, amada mía! —exclamé, pues jamás había escuchado una confesión tan dulce de labios de una mujer.
Y una vez más me percaté de lo poco que sirven las palabras, aun cuando los hombres, incluso los doctos y sabios, se ufanan de poder explicar con ellas hasta la naturaleza de Dios.
Tendí mis manos y, plena de confianza, dejo que cogiese una entre las mías. Estaba fría. Sus dedos eran delgados y firmes, aunque no habituados al trabajo. Durante una larguísima pausa permanecimos así mirándonos. Sus ojos pardos, impregnados de tristeza, se posaban sucesivamente en mi cabello, frente, mejillas y cuello, como si quisiera grabar cada rasgo en su memoria. Mi rostro está curtido por la intemperie, los ayunos han hundido mis mejillas, las comisuras de mi boca presentan profundas líneas producidas por la desilusión y surcan mi frente las arrugas de los pesares. Mas yo no me avergonzaba de mi rostro. Es como una tablilla de cera escrita con letra apretada por un agudo punzón, la vida. Dejé que me contemplase, deseoso de que leyera cuanto quisiera.
—Quiero conocerlo todo de vos —dijo, al tiempo que me apretaba los dedos—. Os rasuráis, lo cual os da el aspecto amedrentador de un sacerdote latino… ¿Sois hombre de letras o soldado?
—Al igual que una brizna de hierba fui arrastrado de país en país, y de una condición a otra —respondí—. En mi corazón he caminado por los abismos y por las alturas. He estudiado filosofía y los escritos de los antiguos. Cansado de palabras, me dediqué a expresar conceptos por símbolos y números, como Raimundo. Aún no he conseguido la claridad anhelada. Por eso escogí la espada y la cruz. —Ante su sostenida atención, proseguí—: En una época fui mercader. Aprendí la teneduría de libros según la doble partida, lo que confiere riqueza e ilusión. En nuestros días, la riqueza ha llegado a no ser más que un papel escrito, al igual que la filosofía y los sagrados misterios. —Tras cierta vacilación bajé la voz y dije—: Mi padre fue griego, aun cuando yo creciera en la Avignon de los Papas.
Se quedó mirándome de hito en hito, a la vez que desasía su mano de la mía.
—Me lo figuraba —dijo—. Si os dejáis crecer la barba, vuestro rostro semejará el de un griego auténtico. ¿Será acaso ésta la única razón por la que me parecíais tan familiar desde el primer instante, como si ya os conociera y buscase vuestro antiguo rostro oculto tras el actual?
—No —respondí—. No. No creo que fuese ésta la razón.
Ella miró temerosa en torno y se ocultó la boca y el mentón con el velo.
—Seguid contándome —rogó—. Pero paseemos para que la gente no se fije en nosotros y hagamos como que contemplamos las imágenes. Alguien podría reconocerme.
Puso confiadamente su mano en mi brazo y comenzamos a andar, deteniéndonos delante de los sarcófagos de los emperadores, de los iconos y de los relicarios de plata. Caminábamos al unísono. Su mano posada en mi brazo era como una llama que abrasaba mi cuerpo. Pero nunca había padecido dolor tan dulce. A media voz comencé a relatar mi historia.
—He olvidado mi infancia. Es como un sueño y ya no estoy seguro de lo que es sueño o realidad. Pero cuando en Avignon jugaba con otros muchachos bajo las murallas o a orillas del río, acostumbraba darles largos sermones en griego y en latín. Aunque no los entendía, me sabía de memoria toda una serie de ellos, pues cuando mi padre quedó ciego tuve que leerle cada día sus libros.
—¿Ciego? —preguntó.
—Cuando yo tenía ocho o nueve años emprendió un largo viaje —respondí mientras me esforzaba por recuperar todos los recuerdos que había desterrado de mi memoria. Pero ahora los horrores de mi infancia volvían como una pesadilla—. Sí —proseguí—, estuvo fuera por espacio de un año, y en el camino de vuelta al hogar fue asaltado por ladrones. Lo desvalijaron y luego lo cegaron para que no pudiese reconocerlos.
—Cegado —dijo atónita—. Aquí, en Constantinopla, sólo se ciega a los emperadores depuestos o a los hijos que se rebelan contra sus padres. Los gobernantes turcos aprendieron de nosotros esta costumbre.
—Mi padre era griego, como os dije. En Avignon se le conocía por «Andronikos, el griego», y en los últimos tiempos, simplemente por «el griego ciego».
—¿Cómo fue a parar vuestro padre a tierra de francos?
—Lo ignoro —respondí. Lo sabía, pero lo guardaba para mí—. Vivió en Avignon el resto de su vida. Tenía yo trece años cuando cayó desde el farallón que hay detrás del palacio papal y se desnucó. Me preguntasteis por mi infancia. Pues bien, de niño solía yo tener visiones de ángeles y creía que eran reales; después de todo, mi nombre es Jean Angelos. No recuerdo mucho de ello, pero fue incluido en la lista de cargos cuando fui conducido ante el tribunal.
—¿El tribunal? —preguntó, ceñuda.
—Sí. A mis trece años fui condenado por la muerte de mi padre —respondí con aspereza—. Hubo testigos que manifestaron que había conducido a mi padre ciego hasta el borde del precipicio y lo había empujado con el fin de heredar. No eran testigos oculares, por lo que me flagelaron para obligarme a confesar. Por fin fui sentenciado al potro, para ser luego descuartizado. Tenía trece años. Ésta fue mi infancia.
Me cogió la mano y mirándome a los ojos, dijo:
—Éstos no son los ojos de un asesino. Proseguid…, si ello os sirve de alivio…
—Durante muchos años no pensé en estas cosas —expliqué—. Nunca tuve deseos de contarlas a nadie. Las había borrado de mi memoria. Pero con vos es distinto; relatarlas me resulta fácil y me proporciona alivio. Ya ha pasado mucho tiempo. Ahora tengo cuarenta años y desde entonces he vivido muchas vidas. Pero yo no maté a mi padre. Aunque fuese severo e irritable y en ocasiones me golpeara, cuando estaba de buen talante era bueno conmigo. No sé nada de mi madre… Murió al nacer yo, aferrando en vano una piedra milagrosa… Es probable que al quedar ciego mi padre perdiese todo interés por la vida. Esto lo pensé más tarde, al crecer. En la mañana de aquel día me había dicho que no me entristeciera por lo que pudiese ocurrir. Me confió que poseía una gran suma de dinero; no menos de tres mil ducados que le guardaba en depósito el orfebre Gerolamo. Me había dado todo en herencia y designado a Gerolamo como mi tutor hasta que alcanzara la edad de dieciséis años. Era en la primavera. Luego me pidió que lo condujese hasta el farallón que hay detrás del palacio. Deseaba oír el rumor del viento y los chillidos de los pájaros que venían en bandadas provenientes del sur. Me dijo que tenía una cita con los ángeles y me pidió que lo dejase allí, hasta la hora de la oración vespertina.
—¿Es que había renegado vuestro padre de su fe griega? —preguntó con voz áspera. Era una verdadera hija de Constantinopla.
—Oía misa, confesaba, comulgaba y compraba indulgencias a fin de acortar su estancia en el purgatorio —respondí—. Nunca me imaginé que pudiese practicar una religión diferente que los demás. Dijo que tenía una cita con los ángeles y lo encontré muerto en el fondo del precipicio. Estaba cansado de la vida…, era ciego y desgraciado.
—Pero ¿cómo pudieron culparos?
—Todo estaba contra mí. Todo, todo. Quería su dinero —dijeron— y maese Gerolamo fue quien testificó con más vehemencia. Declaró que en una ocasión había mordido la mano a mi padre mientras éste me daba una zurra… Y en cuanto al dinero, no había tal, sino que era una ilusión del pobre viejo. Gerolamo había recibido una pequeña suma al quedar ciego mi padre; pero ya hacía mucho tiempo que había sido gastada en atenderlo. Sólo por compasión había seguido Gerolamo enviándonos alimentos. El griego ciego era fácil de contentar y ayunaba con frecuencia. Este mantenimiento no debía ser considerado en concepto de interés de depósito alguno, tal como el ciego se imaginaba, sino que era pura y simplemente una obra de caridad. Haber prestado dinero a usura habría sido un gran pecado por ambas partes. Y en muestra de su buena voluntad, maese Gerolamo prometía ofrendar un candelabro de plata a la memoria de mi padre, a pesar de que sus libros de cuentas mostraban bien a las claras, por desgracia, que mi padre era su deudor. Generosamente proponía cancelar la deuda a cambio de estos libros, pues nadie podía leerlos… Pero os estoy aburriendo…
—No; no me aburrís —replicó—. Decidme cómo salvasteis la vida.
—Yo era el hijo del griego ciego, un extranjero. Por lo tanto, nadie alzó la voz en mi defensa. Pero a los oídos del obispo llegó la historia de los tres mil ducados, y dijo que debía ser el tribunal eclesiástico el que se encargara de mi caso. La imputación principal se refería a las visiones que había tenido cuando me flagelaron, pues deliraba de dolor y se me aparecían ángeles al igual que en los sueños de mi infancia. Pero el tribunal civil, temeroso de los aspectos teológicos del caso, había preferido ignorarlo y en el sumario simplemente consignó que yo no estaba bien de la cabeza. Los jueces creían que encadenándome al muro de mi celda y flagelándome a diario lograrían desalojar de mi alma al tentador antes de la ejecución. Pero la cuestión monetaria complicó el asunto y el cargo de parricidio degeneró en una disputa entre la autoridad temporal y la espiritual sobre el derecho de juicio y pronunciamiento de sentencia, tanto sobre mi persona como sobre la confiscación de la fortuna de mi padre.
—Pero ¿cómo os salvasteis? —insistió algo impaciente.
—En verdad, no lo sé. —Y era cierto—. No puedo pretender que fueran mis ángeles los salvadores, pero un buen día me libraron de los grilletes sin darme razón alguna. Y al alba de la mañana siguiente me di cuenta de que la puerta de la mazmorra sólo estaba entornada. De modo que salí. Había pasado tanto tiempo entre penumbras que la luz del sol me cegó. En la puerta oriental de la ciudad tropecé con un buhonero que me preguntó si quería ir con él. Al parecer, me conocía, pues al punto comenzó a hacerme preguntas sobre mis visiones. Una vez que nos hubimos internado en el bosque, sacó un libro que llevaba oculto entre sus baratijas, eran los cuatro Evangelios traducidos a la lengua de los francos. Me pidió que leyese en voz alta y fue así como pasé a formar parte de la Hermandad del Espíritu Libre. Quizá fueron ellos los que me sacaron de mi mazmorra, pues es ésta una hermandad muy numerosa y la gente se sorprendería si conociese la identidad de algunos de sus miembros.
—¡La Hermandad del Espíritu Libre! —exclamó con asombro—. ¿Qué es?
—No quiero cansaros más —respondí evasivamente—. En otra ocasión os contaré algo de ella.
—¿Cómo sabéis que volveremos a vernos? —preguntó—. Me resultó muy difícil arreglar esta cita… Mucho más de lo que podéis suponeros, habituado como estáis a las costumbres más libres de Occidente. De creer en las historias que se cuentan, incluso para una mujer turca es más fácil concertar una cita.
—Las mujeres siempre son más listas que los guardianes —dije—. Deberíais leer cuidadosamente esas historias. Quizás os enseñen algo.
—Naturalmente, vos las habéis aprendido todas —replicó.
—No debéis mostraros celosa —dije—. Tuve diversos empleos en el serrallo del Sultán.
—¿Celosa yo? Os dais demasiada importancia. —Estaba ruborizada de indignación—. ¿Cómo puedo saber si no sois más que un vulgar seductor, al igual que otros francos? Tal vez, como ellos, vuestra intención no sea otra que sacar provecho de una mujer curiosa, para así jactaros en navíos y tabernas de haber hecho una espléndida conquista.
—¡Ah! ¿Conque es eso? —repliqué apretando su muñeca—. ¿De modo que vuestro trato con los francos llega hasta tal punto? ¿Sois entonces de esa clase de mujeres? No; no temáis… Sé contener mi lengua. Simplemente me equivoqué con vos, y pienso que será mejor que no volvamos a vernos. No me cabe duda de que no tardaréis en encontrar algún capitán u oficial latino que de buen grado os conceda su compañía en mi lugar.
Se desasió con gesto airado y se frotó la muñeca.
—Sí —dijo—. Será mucho mejor que no volvamos a vernos. —Echó la cabeza hacia atrás. Su respiración era agitada y sus ojos echaban chispas—. ¡Volved al puerto, donde hallaréis muchas mujeres más fáciles de ganar y que os seguirán de buena gana! ¡Id a emborracharos y lanzar bravatas, como suelen hacer todos los francos! Ya encontraréis alguien que os consuele… ¡Quedaos con Dios!
—Y vos también —respondí igualmente furioso.
Se marchó rápidamente. Contemplé sus gráciles movimientos. Tragué saliva y sentí un regusto acre a sangre; tanta había sido la fuerza con que me había mordido el labio para no llamarla. Ella aminoró el paso y, al llegar a la puerta, no puedo contenerse más y miró a todos lados. Al ver que yo no me había movido de mi sitio ni hecho gesto alguno para correr tras ella, se puso tan furiosa que, volviendo sobre sus pasos, vino hasta mí y me abofeteó. La mejilla y una oreja me escocían, pero mi corazón se hallaba alborozado, pues ella no me había abofeteado impulsivamente sino que primero se había asegurado de que nadie nos observaba.
Continué inmóvil y sin decir nada. Tras una pausa, ella se volvió de nuevo y vi cómo se marchaba. Pero cuando estaba a poca distancia de la puerta, pareció como si mi recóndito deseo la hubiese alcanzado, pues, repentinamente, se detuvo y, volviéndose otra vez, vino hacia mí. Ahora estaba sonriente y sus pardos ojos brillaban con expresión de regocijo.
—Perdonadme, mi querido caballero —dijo—. Hace unos instantes perdí los estribos, pero ahora soy toda timidez y mansedumbre. Desgraciadamente, no tengo libros de cuentos turcos, quizá vos podáis prestarme alguno, de forma que pueda aprender cómo la astucia de la mujer logra superar la inteligencia del hombre. —Tomó mi mano, la besó y la oprimió contra su rostro—. Mirad cómo arden mis mejillas.
—No hagáis eso —dije severamente. Y luego añadí—: De todas maneras, una de mis mejillas arde aún más. Y no necesitáis aprender astucias. Presumo que los turcos no tienen nada que enseñaros.
—¿Cómo pudisteis dejarme partir sin correr tras de mí? —preguntó—. Me heristeis en lo más profundo.
—Por el momento sólo es un juego —dije mirándola intensamente—. Podéis volveros otra vez, que no os importunaré. No quiero seguiros. A vos os toca escoger.
—No me queda qué escoger —respondió—. Lo hice cuando os escribí unas líneas en un trozo de papel. Escogí al no despediros de mi lado en Santa Sofía. Escogí cuando me mirasteis a los ojos. Y ahora no podría volverme atrás aunque quisiera. Pero no lo hagáis todo demasiado arduo para mí…
Abandonamos la iglesia tomados de la mano. A la salida pareció muy alarmada.
—Debemos separarnos —dijo—. Al instante.
—¿No puedo acompañaros, aunque sea unos pasos? —rogué sin poder contenerme.
A pesar de mi indiscreción, no podía negarse. Caminamos uno al lado del otro mientras el crepúsculo envolvía las verdes cúpulas de las iglesias y comenzaban a encenderse las linternas ante las elegantes mansiones de las calles principales. Comenzó a seguirnos un perro flaco, que por alguna razón me había cobrado afecto, al parecer. Me había seguido desde que saliera de casa rumbo a la iglesia de los Santos Apóstoles, y había esperado pacientemente y tiritando de frío.
Ella no se encaminó hacia el palacio de Blaquernae, como yo esperaba, sino que tomó la dirección opuesta. Pasamos las ruinas del hipódromo. En este antiguo lugar destinado a las carreras, los jóvenes griegos practicaban el tiro al arco o cabalgaban compitiendo en un juego que consistía en impulsar una pelota con un bastón. Los ruinosos bastimentos parecían aún más amplios en el crepúsculo. La poderosa cúpula de Santa Sofía se recortaba en el cielo y, enfrente, el palacio imperial era una sombría masa borrosa. No ardía luz alguna en él; sus desiertos salones ahora sólo se utilizaban para ceremonias que en raras ocasiones se celebraban. La oscuridad era misericorde y tendía su manto sobre una ciudad agónica cuyas columnas de mármol estaban amarillentas, sus murallas resquebrajadas y sus fuentes secas. En los jardines abandonados las hojas secas se apilaban, pudriéndose en los estanques.
Como si de un acuerdo tácito se tratara, aminoramos el paso. La estrella vespertina acababa de encenderse en el horizonte cuando nos detuvimos entre las sombras de las columnas del antiguo palacio.
—Debo irme ahora —dijo—. No debéis seguir más lejos.
—Pero vuestra capa puede tentar a los ladrones o mendigos —repliqué.
Alzó la cabeza con gesto altanero.
—En Constantinopla no hay ladrones ni mendigos. En la zona del puerto, quizás, o en el barrio de Pera. Pero no en la ciudad.
Esto es cierto. En Constantinopla hasta los mendigos son finos y orgullosos. No los hay en gran número, y se ponen en cuclillas aquí y allá, en las inmediaciones de las iglesias, mirando fijamente ante ellos con una mirada velada, como si estuviesen contemplando un pasado milenario. Cuando reciben una limosna de algún latino, murmuran una bendición; pero apenas el donante ha vuelto la espalda, escupen en tierra y frotan la moneda con sus andrajos para purificarla del contacto infiel. Hombres y mujeres a los que la suerte les fue esquiva, prefieren ingresar en un convento antes que convertirse en mendigos.
—Debo irme —repitió ella, y entonces, repentinamente, me abrazó y oprimió su cabeza contra mi pecho. El aire frío hacía que el aroma de jacintos de su piel fuese aún más penetrante.
No busqué su mejilla ni su boca. No quería ultrajarla con aquello que sólo pertenecía al cuerpo.
—¿Cuándo podremos vernos de nuevo? —pregunté. Tenía la garganta tan seca que mi voz sonó áspera.
—No lo sé —respondió con acento desesperanzado—. En verdad que no lo sé. Nunca antes me había ocurrido nada así.
—¿Podéis venir a mi casa? —pregunté—. En secreto, sin que nadie os vea. Sólo tengo un criado. Me espía, pero puedo despedirlo. Estoy acostumbrado a arreglármelas sin criados.
Su silenciosa pausa fue tan larga que me dominó la ansiedad.
—¿Os he ofendido acaso? Pensé que podíais confiar en mí. No quisiera agraviaros…
—No despidáis a vuestro criado —respondió—. No serviría sino para despertar sospechas… Todo extranjero se halla vigilado, y si lo hicierais seríais igualmente espiado por otro, y quizá de manera más peligrosa… Sencillamente, es que no sé todavía qué ha de hacerse…
—En los países occidentales —dije con cierta vacilación— una dama acostumbra tener como pretexto a una amiga, la cual está dispuesta a jurar que estuvo visitándola…, pues ella también lo necesitará… ¿Comprendéis? Así, en los baños públicos y en las termas se entrevistan libremente hombres y mujeres.
—No tengo a nadie en quien confiar —dijo.
—Ello quiere decir que estáis poco dispuesta a venir —objeté con cierta brusquedad.
—Dentro de una semana, a partir de hoy, iré a vuestra casa —dijo tras una breve pausa e irguiendo la cabeza con su característico gesto de altivez—. Será por la mañana, a ser posible. Perderé a mi sirviente en el mercado, o en las tiendas venecianas. Sé que pagaré por ello, pero iré de todos modos. Haced lo que mejor os plazca con vuestro criado.
—¿Sabéis dónde vivo? —pregunté rápidamente—. Es en una pequeña casa de madera, antes de llegar al puerto, detrás del barrio veneciano. La reconoceréis fácilmente por el león de piedra que se halla ante su puerta…
—Sí, sí… —dijo con una sonrisa en los labios—. La reconoceré por el feísimo leoncito de piedra situado ante la puerta… Ayer, yendo de compras, pasé ante vuestra casa. Tal vez estuvieseis asomado a la ventana, pero no os vi… Que Dios bendiga vuestra casa…
Y con paso veloz se desvaneció en la oscuridad.