XLVII

En la isla, fuimos por un paseo cubierto de césped y bordeado de cocoteros y árboles del pan. De vez en cuando una tapia blanca de media altura marcaba las lindes de un jardín en cuyo centro se alzaba una casa —todas eran iguales— con una veranda y un tejado de chapa pintado de verde.

Llegamos a una amplia pradera que rodeaban unas alambradas. A la izquierda, la bordeaban unos cuantos cobertizos entre los que había un edificio de dos plantas, de un beige sonrosado. Fribourg me explicó que se trataba de un antiguo aeródromo que habían construido los norteamericanos durante la guerra del Pacífico y que allí era donde vivía Freddie.

Entramos en el edificio de dos plantas. En la planta baja, un cuarto con una cama, un mosquitero, un escritorio y un sillón de mimbre. Una puerta daba paso a un cuarto de baño rudimentario.

En el primer piso y en el segundo, las habitaciones estaban vacías y faltaban cristales en las ventanas. En medio de los pasillos había unos cuantos cascotes. En una de las paredes se había quedado colgado un mapa militar del Pacífico Sur.

Volvimos al cuarto que debía de ser el de Freddie. Aves de plumas pardas se colaban por la ventana entornada y se posaban, en filas prietas, en la cama, en el escritorio y en la estantería de libros que había junto a la puerta. Cada vez acudían más. Fribourg me dijo que eran mirlos de las Molucas y que lo roían todo, el papel, la madera e incluso las paredes de las casas.

Entró un hombre en la habitación. Llevaba un pareo y tenía barba blanca. Habló con el grueso maorí que seguía a Fribourg como su sombra, y el gordo traducía balanceándose levemente. Hacía alrededor de quince días, la goleta en que Freddie quería dar una vuelta hasta las Marquesas había regresado y encalló en los arrecifes de coral de la isla; y Freddie ya no estaba a bordo.

Nos preguntó si queríamos ver el barco y nos llevó a orillas de la laguna. Allí estaba el barco, con el mástil roto; y le habían colgado a los lados, para protegerlos, neumáticos viejos de camión.

Fribourg dijo que, en cuanto volviésemos, pediríamos que salieran a buscar a Freddie. El grueso maorí de la blusa azul pálido hablaba con el otro, con voz muy aguda. Era como si pegase chilliditos. No tardé en dejar de hacerles caso.

No sé cuánto tiempo me quedé a orillas de aquella laguna. Pensaba en Freddie. No, desde luego que no había desaparecido en el mar. Seguramente había decidido cortar las últimas amarras y debía de estar escondido en un atolón. Acabaría por encontrarlo. Y, además, tenía que hacer un último intento, ir a mis antiguas señas de Roma: calle de las Tiendas Oscuras, 2.

Cayó la tarde. La laguna se apagaba poco a poco según se iba reabsorbiendo el color verde. Por el agua corrían aún sombras de un malva grisáceo, un tanto fosforescentes.

Me había sacado maquinalmente del bolsillo las fotos nuestras que quería enseñarle a Freddie; y, entre ellas, la foto de Gay Orlow de niña. Hasta ahora no me había fijado en que estaba llorando. Se adivinaba por el ceño fruncido. Por un instante, el pensamiento me llevó lejos de aquella laguna, a la otra punta del mundo, a una ciudad balnearia del sur de Rusia, donde tomaron la foto hacía mucho. Una niña vuelve de la playa, al anochecer, con su madre. Llora por nada, porque habría querido seguir jugando. Se aleja. Ya ha doblado la esquina de la calle. ¿Y acaso no se esfuman en el crepúsculo nuestras vidas con la misma rapidez que ese disgusto infantil?