Apoyé la frente en el ojo de buey. Dos hombres paseaban arriba y abajo por cubierta, charlando, y el claro de luna les teñía la piel del rostro de un tono ceniciento. Acabaron por acodarse en la borda.
No podía dormir, aunque se había calmado el oleaje. Miraba una por una nuestras fotos, las de todos, de Denise, de Freddie, de Gay Orlow, y, poco a poco, iban dejando de ser reales según proseguía el barco su derrotero. ¿Existieron alguna vez? Me volvía a la memoria lo que me habían contado de las actividades de Freddie en Norteamérica. Había sido el «confidente de John Gilbert». Y aquellas palabras me traían una imagen: dos hombres caminando codo con codo por el jardín descuidado de una villa, a lo largo de una cancha de tenis cubierta de hojas secas y de ramas rotas; el más alto de ambos hombres —Freddie— se inclinaba hacia el otro, que debía de estarle hablando en voz baja y era seguramente John Gilbert.
Tiempo después, oí un zafarrancho, voces y carcajadas en las crujías. Se peleaban por una trompeta para tocar las primeras notas de Auprès de ma blonde. La puerta del camarote de al lado se cerró de golpe. Había varias personas dentro. Más carcajadas, chocar de vasos, respiraciones aceleradas, un quejido suave y prolongado…
Alguien rondaba por las crujías tocando una campanilla y repitiendo con voz endeble de monaguillo que habíamos cruzado la Línea.