Desde la ventana, se veía el espacioso prado de césped, que bordeaba un paseo de grava, cuya cuesta, poco empinada, subía hacia el edificio en que me hallaba y que me había recordado a uno de esos hoteles blancos que hay a orillas del Mediterráneo. Pero, cuando subí por la escalinata, se me topó la vista con la siguiente inscripción, en letras de plata, que adornaba la puerta de entrada: «Internado de Luiza y Albany».
Allá, en la otra punta del césped, una cancha de tenis. A la derecha, una hilera de abedules y una piscina vacía. El trampolín estaba medio caído.
El hombre vino a reunirse conmigo en el hueco de la ventana.
—Pues sí… Lo siento mucho, caballero… Todos los archivos del colegio se quemaron… No quedó nada…
Era un hombre de unos sesenta años, con gafas de montura de concha clara y una chaqueta de tweed.
—Y, en cualquier caso, la señora Jeanschmidt no lo habría autorizado… No quiere saber nada ya de cuanto tenga que ver con el internado de Luiza desde que murió su marido…
—¿No habrá por ahí rodando unas cuantas fotos de grupo antiguas? —le pregunté.
—No, caballero. Le repito que se quemó todo…
—¿Lleva mucho trabajando aquí?
—Los dos últimos años del internado de Luiza. Luego se murió nuestro director, el señor Jeanschmidt… Pero el internado no era ya lo que había sido…
Miraba por la ventana con expresión pensativa.
—Como soy un antiguo alumno me habría gustado encontrar algunos recuerdos —le dije.
—Lo comprendo. Por desdicha…
—¿Y qué va a ser del internado?
—Ah, pues van a venderlo todo en pública subasta.
Y abarcaba con un ademán desganado del brazo el césped, las canchas y la piscina que teníamos delante.
—¿Quiere ver por última vez los dormitorios y las aulas?
—No merece la pena.
Se sacó un pipa del bolsillo de la chaqueta y se la metió en la boca. No se apartaba del hueco de la ventana.
—¿Y qué era aquella edificación de madera, a la izquierda?
—Los vestuarios, caballero. Eran para cambiarse antes de hacer deporte…
—Ah, sí…
Estaba llenando la pipa.
—Se me ha olvidado todo. ¿Llevábamos uniforme?
—No. Sólo para la cena y para los días de salida era obligatorio el blazer azul marino.
Me acerqué a la ventana. Casi pegué la frente al cristal. Abajo, ante el edificio blanco, había una explanada cubierta de grava y donde asomaban ya las malas hierbas. Nos veía a Freddie y a mí, con nuestros blazers e intentaba imaginar qué aspecto podía tener aquel hombre, que había venido a buscarnos un día de salida, que se bajaba de un automóvil, caminaba hacia nosotros y era mi padre.