Vichy. Un automóvil americano se detiene junto al parque de Les Sources, a la altura del Hotel de la Paix. Lleva la carrocería manchada de barro. Bajan dos hombres y una mujer y se encaminan hacia la entrada del hotel. Los dos hombres van sin afeitar y uno de los dos, el más alto, sostiene a la mujer por el brazo. Delante del hotel, una hilera de sillones de mimbre en los que hay gente que duerme con la cabeza colgando, sin que, al parecer, la moleste el sol de julio, que pega fuerte.
En el vestíbulo, les cuesta a los tres abrirse camino hasta la recepción. Tienen que sortear sillones e incluso camas de campaña en donde están repantigados más durmientes, algunos con uniforme militar. Grupos compactos de cinco, de diez personas se apiñan al fondo del salón, se increpan y el barullo de su conversación resulta aún más agobiante que el calor húmedo de fuera. Llegan por fin a la recepción y uno de los hombres, el más alto, le alarga al conserje los tres pasaportes. Dos de ellos son pasaportes de la legación de la República Dominicana en París, uno a nombre de «Porfirio Rubirosa» y el otro al de «Pedro McEvoy»; el tercero es un pasaporte francés a nombre de «Denise, Yvette, Coudreuse».
El conserje, con la cara chorreando de sudor que le cae en gotas desde la barbilla, les devuelve, con ademán extenuado, los tres pasaportes. No, no queda ni una habitación de hotel en todo Vichy, «en vista de las circunstancias»… Como mucho, habría dos sillones que se podrían colocar en una lavandería o en un aseo de la planta baja… Le ahoga la voz la bulla de las conversaciones que se enredan entre sí a su alrededor, los chasquidos metálicos de la puerta del ascensor, los timbrazos del teléfono, las llamadas que brotan de un altavoz fijado encima del mostrador de recepción.
Los dos hombres y la mujer salen del hotel con paso un tanto vacilante. De repente, se ha nublado; nubes de un gris violáceo. Cruzan el parque de Les Sources. A lo largo de los prados de césped, bajo las galerías cubiertas, obstaculizando el tránsito por los paseos enlosados, hay grupos, aún más compactos que los del vestíbulo del hotel. Todos se hablan en voz muy alta, algunos van de grupo en grupo, otros se aíslan de dos en dos o de tres en tres en un banco o en las sillas de hierro del parque antes de ir a reunirse con los demás… Da la impresión de que se trata de un gigantesco patio de recreo y uno espera con impaciencia que suene el timbre que acabe con ese alboroto y ese zumbido que crece por minutos y aturde. Pero no suena timbre alguno.
El moreno alto sigue sosteniendo a la mujer por el brazo, y el otro se ha quitado la chaqueta. Andan y los zarandea al pasar gente que corre por todos lados buscando a alguien o a un grupo del que se fueron hace un momento y se deshizo en el acto, y a cuyos miembros han atrapado otros grupos.
Llegan los tres ante la terraza del café de La Restauration. La terraza está a tope, pero, por milagro, cinco personas acaban de levantarse de una de las mesas y los dos hombres y la mujer se desploman en las sillas de mimbre. Miran, un poco atontados, hacia el casino.
Ha invadido todo el parque un vapor, y la bóveda de frondas lo atrapa y lo deja estancado, un vapor de hammam. Se mete en la garganta y acaba por difuminar los grupos que están delante del casino, ahoga el ruido de su cháchara. En una mesa contigua, una anciana rompe en sollozos y repite que la frontera está cerrada en Hendaya.
La cabeza de la mujer ha caído sobre el hombro del moreno alto. Ha cerrado los ojos. Duerme como una niña. Los dos hombres cruzan una sonrisa. Luego miran de nuevo a todos esos grupos que están delante del casino.
Cae un chaparrón. Una lluvia de monzón. Cala las copas de los plátanos y los castaños, aunque son muy densas. Algo más allá, la gente se empuja para refugiarse bajo la marquesina del casino mientras que los demás se van apresuradamente de la terraza y se atropellan para meterse dentro del café.
Los únicos que no se han movido son los dos hombres y la mujer, porque la sombrilla de su mesa los ampara de la lluvia. La mujer sigue durmiendo, con la mejilla pegada al hombro del moreno alto, que tiene la mirada perdida y ausente, mientras su compañero silba entre dientes, distraídamente, la melodía de Tú me acostumbraste.