XXXIII

Aquella noche estaba sentado en una de las mesas del bar-ultramarinos-degustación que conocía por Hutte y estaba en la avenida de Niel, enfrente mismo de la Agencia. Un mostrador y productos exóticos en los estantes: tés, lokums, mermelada de pétalos de rosa, arenques del Báltico. Tenía una clientela de ex jockeys que intercambiaban recuerdos enseñándose fotos abarquilladas de caballos que habían descuartizado hacía mucho.

En el bar, dos hombres hablaban en voz baja. Uno llevaba un abrigo del color de las hojas secas, que le llegaba casi a los tobillos. Era de corta estatura, como la mayor parte de los parroquianos. Se volvió, seguramente para mirar la hora en el reloj de pared que estaba encima de la puerta de entrada, y los ojos se le toparon conmigo.

Se puso muy pálido. Me miraba con la boca abierta y las pupilas desorbitadas.

Se acercó despacio, frunciendo el ceño. Se detuvo delante de mi mesa.

—Pedro…

Me palpó la tela de la chaqueta a la altura del bíceps.

—Pedro, ¿eres tú?

No sabía si responderle. Pareció desconcertado.

—Disculpe —dijo—. ¿No es usted Pedro McEvoy?

—Sí —le contesté con brusquedad—. ¿Por qué?

—Pedro, ¿no… no me reconoces?

—No.

Se sentó enfrente de mí.

—Pedro… Soy… André Wildmer…

Estaba trastornado. Me cogió la mano.

—André Wildmer…, el jockey… ¿No te acuerdas de mí?

—Disculpe —le dije—. Tengo fallos de memoria. ¿Cuándo nos conocimos?

—Pero si lo sabes…, con Freddie…

Aquel nombre me dio una descarga eléctrica. Un jockey. El ex jardinero de Valbreuse me había hablado de un jockey.

—Tiene gracia —le dije—. Alguien me habló de usted… En Valbreuse…

Se le empañaban los ojos. ¿Efectos del alcohol? ¿O la emoción?

—Vamos a ver, Pedro… ¿No te acuerdas de cuando íbamos a Valbreuse con Freddie?…

—No muy bien. Precisamente fue el jardinero de Valbreuse el que me lo mencionó…

—Pedro…, pero entonces…, ¿entonces estás vivo?

Me apretaba la mano con mucha fuerza. Me hacía daño.

—Sí… ¿Por qué?

—¿Estás… estás en París?

—Sí. ¿Por qué?

Me miraba, horrorizado. Le costaba creer que estuviese vivo. ¿Qué había sucedido? Me hubiera gustado mucho saberlo, pero, por lo visto, no se atrevía a sacar ese tema directamente.

—Yo… vivo en Giverny…, en Oise —me dijo—. Vengo… vengo muy de tarde en tarde a París… ¿Quieres tomar algo, Pedro?

—Un Marie Brizard —dije.

—Pues yo otro.

Llenó él mismo las copas, despacio, y me dio la impresión de que quería ganar tiempo.

—Pedro…, ¿qué pasó?

—¿Cuándo?

Apuró la copa de un trago.

—Cuando intentaste pasar la frontera suiza con Denise…

¿Qué podía contestarle yo?

—No volvisteis a dar noticias. Freddie estuvo muy preocupado…

Volvió a llenarse la copa.

—Pensamos que os habíais perdido entre tanta nieve…

—No debisteis preocuparos —le dije.

—¿Y Denise?

Me encogí de hombros.

—¿Recuerda bien a Denise? —le pregunté.

—¡Pero bueno, Pedro! Pues claro que sí… Y, para empezar, ¿por qué me hablas de usted?

—Disculpa, chico —le dije—. No ando muy allá desde hace una temporada. Intento acordarme de toda aquella época… Pero está todo tan nebuloso…

—Lo entiendo. Todo aquello cae muy lejos… ¿Te acuerdas de la boda de Freddie?

Sonreía.

—No mucho.

—En Niza… Cuando se casó con Gay…

—¿Gay Orlow?

—Claro, Gay Orlow… ¿Con quién se iba a casar si no?

No parecía nada satisfecho de comprobar que aquella boda no me recordaba ya gran cosa.

—En Niza. En la iglesia rusa… Una boda por la iglesia… Sin matrimonio civil.

—¿Qué iglesia rusa?

—Una iglesia rusa pequeña, con un jardín…

¿La que me describía Hutte en su carta? A veces se dan misteriosas coincidencias.

—Pues claro que sí… —le dije—, claro que sí… La iglesia rusa pequeña de la calle de Longchamp, con el jardín y la biblioteca parroquial.

—¿Así que te acuerdas? Éramos cuatro testigos… Sosteníamos unas coronas encima de las cabezas de Freddie y de Gay…

—¿Cuatro testigos?

—Pues sí…, tú, yo, el abuelo de Gay…

—¿Giorgiadze, el viejo…?

—Eso mismo… Giorgiadze…

La foto en que salía en compañía de Gay Orlow y del viejo la tomaron seguramente entonces. Se la enseñaría.

—Y el cuarto testigo era tu amigo Rubirosa…

—¿Quién?

—Tu amigo Rubirosa… Porfirio… El diplomático dominicano…

Sonreía al acordarse de aquel Porfirio Rubirosa. Un diplomático dominicano. A lo mejor era para él para quien trabajaba yo en aquella legación.

—Luego, fuimos a casa del viejo, de Giorgiadze…

Nos veía andando, a eso de las doce del mediodía, por una avenida de Niza bordeada de plátanos. Hacía sol.

—¿Y Denise estaba?

Se encogió de hombros.

—Pues claro… Está visto que no te acuerdas ya de nada…

Íbamos con paso indolente los siete: el jockey, Denise, yo, Gay Orlow y Freddie, Rubirosa y el viejo Giorgiadze. Íbamos vestidos de blanco.

—Giorgiadze vivía en el edificio que hacía esquina con los jardines de Alsace-Lorraine.

Palmeras que suben hasta el cielo. Y niños que se tiran por un tobogán. La fachada blanca del edificio, con sus toldos de lona naranja. Nuestras risas en las escaleras.

—Por la noche, para celebrar la boda, tu amigo Rubirosa nos llevó a Eden Roc… ¿Qué? ¿Te acuerdas?…

Resopló, como si acabase de hacer un tremendo esfuerzo físico. Parecía agotado tras rememorar aquel día en que Freddie y Gay Orlow se habían casado por la iglesia, aquel día de sol y de despreocupación, que había sido sin duda uno de los momentos excepcionales de nuestra existencia.

—En pocas palabras —le dije—, que tú y yo nos conocemos hace mucho.

—Sí… Pero conocí antes a Freddie… Porque fui el jockey de su abuelo… Por desgracia, la cosa duró poco… El viejo lo perdió todo…

—Y Gay Orlow… Ya sabes que…

—Sí, lo sé… Vivía muy cerca de ella… En la glorieta de Les Aliscamps…

El edificio grande y las ventanas desde donde Gay Orlow tenía seguramente una vista espléndida del hipódromo de Auteuil. Waldo Blunt, su primer marido, me dijo que se mató porque le daba miedo envejecer. Supongo que miraba muchas veces las carreras desde la ventana. A diario, y varias veces en una sola tarde, alrededor de diez caballos toman la salida, corren por la pista y van a chocar con los obstáculos. Y a los que los saltan, se los seguirá viendo unos meses más y desaparecerán con los otros. Hacen falta caballos nuevos continuamente y los va sustituyendo sobre la marcha. Y, en todas las ocasiones, el mismo impulso acaba por quebrarse. Un espectáculo así sólo puede traer consigo melancolía y desaliento y fue quizá porque vivía en las lindes del hipódromo por lo que Gay Orlow… Me daban ganas de preguntarle a André Wildmer qué le parecía. Él debía de entenderlo. Era jockey.

—Algo muy triste —me dijo—. Gay era una chica estupenda…

Se inclinó y acercó la cara a la mía. Tenía la piel roja y picada de viruelas y los ojos marrones. Le cruzaba la mejilla derecha una cicatriz, hasta la punta de la barbilla. El pelo era castaño, salvo un mechón blanco, un remolino tieso encima de la frente.

—Y tú, Pedro…

Pero no lo dejé terminar la frase.

—¿Me conociste cuando vivía en el bulevar Julien-Potin, en Neuilly? —dije al azar, porque se me había quedado la dirección que venía en la ficha de «Pedro McEvoy».

—¿Cuando vivías en casa de Rubirosa?… Claro…

Otra vez el Rubirosa aquel.

—Íbamos muchas veces Freddie y yo… Había juerga todas las noches.

Se echó a reír.

—Tu amigo Rubirosa traía orquestas… hasta las seis de la mañana… ¿Te acuerdas de las dos canciones que nos tocaba siempre a la guitarra?

—No.

El reloj y Tú me acostumbraste. Sobre todo Tú me acostumbraste.

Silbó unas cuantas notas de la melodía.

—¿Y qué?

—Sí…, sí… Me suena —dije.

—Me conseguisteis un pasaporte dominicano… No me sirvió de gran cosa que digamos…

—¿Fuiste a verme alguna vez a la legación? —pregunté.

—Sí. Cuando me diste el pasaporte dominicano.

—Nunca entendí qué pintaba yo en esa legación.

—Ni idea… Un día dijiste que le hacías más o menos de secretario a Rubirosa y que para ti era un chollo… Me pareció muy triste que Rubi se matase en aquel accidente de automóvil…

Sí, muy triste. Otro testigo al que no voy a poder preguntarle nada.

—Oye, Pedro…, ¿tú cómo te llamabas de verdad? Siempre me intrigó. Freddie me decía que no te llamabas Pedro McEvoy… Pero que era Rubi quien te había dado documentación falsa…

—¿Cómo me llamo de verdad? Ya me gustaría a mí saberlo.

Y sonreía para que pudiera tomárselo en broma.

—Freddie sí que lo sabía, porque estabais juntos en el internado… La lata que me disteis con vuestras historias del internado de Luiza…

—¿Del internado de…?

—Lo sabes perfectamente… No te hagas el tonto… El día en que tu padre fue a buscaros en automóvil a los dos… Dejó que se pusiera al volante Freddie, que aún no tenía permiso de conducir… Ésa me la contasteis lo menos cien veces…

Asentía con la cabeza. Así que yo había tenido un padre que iba a buscarme al «internado de Luiza». Interesante detalle.

—¿Y tú? —le dije—. ¿Sigues trabajando con los caballos?

—Me ha salido un puesto de profesor de equitación en un picadero de Giverny…

Se le había puesto un tono serio que me impresionó.

—Ya sabes que desde que tuve el accidente fui cuesta abajo…

¿Qué accidente? No me atrevía a preguntárselo…

—Cuando os acompañé a Megève a ti, a Denise, a Freddie y a Gay ya no andaban muy allá las cosas… Había perdido la plaza de entrenador… Se rajaron porque era inglés… Sólo querían franceses…

¿Inglés? Sí. Hablaba con un leve acento en que casi no me había fijado hasta aquel momento. Me latió el corazón algo más fuerte cuando dijo esa palabra: Megève.

—¿Vaya idea rara, no, la de aquel viaje a Megève? —comenté.

—¿Idea rara por qué? No podíamos hacer otra cosa…

—¿Tú crees?

—Era un lugar seguro… París se estaba volviendo demasiado peligroso…

—¿De verdad lo crees?

—Pero bueno, Pedro, acuérdate… Había controles cada vez con más frecuencia… Yo era inglés… Freddie tenía un pasaporte inglés…

—¿Inglés?

—Pues claro… La familia de Freddie era de Isla Mauricio… Y tu situación no es que fuera mejor… Y la verdad es que nuestros supuestos pasaportes dominicanos no podrían protegernos ya… Acuérdate… Si incluso tu amigo Rubirosa…

No oí el resto de la frase. Me parece que estaba afónico.

Tomó un trago de licor y, en ese momento, entraron cuatro personas, parroquianos, jockeys. Me sonaban, había escuchado muchas veces sus conversaciones. Uno de ellos llevaba siempre un pantalón viejo de montar y una chaqueta de ante manchada en varios sitios. Le dieron a Wildmer unas palmadas en el hombro. Hablaban al tiempo, soltaban carcajadas y todo resultaba demasiado ruidoso. Wildmer no me los presentó.

Se sentaron en los taburetes del bar y siguieron hablando en voz muy alta.

—Pedro…

Wildmer se inclinó hacia mí. Tenía la cara a pocos centímetros de la mía. Hacía muecas como si fuera a costarle un esfuerzo sobrehumano pronunciar unas pocas palabras.

—Pedro, ¿qué os pasó a Denise y a ti cuando intentasteis cruzar la frontera?

—Ya no lo sé —le dije.

Me miró fijamente. Debía de estar un poco bebido.

—Pedro… Antes de que os fuerais ya te dije que no había que fiarse del tipo aquel…

—¿Qué tipo?

—El tipo que quería haceros pasar a Suiza… El ruso con cara de gigoló…

Estaba de color escarlata. Bebió un trago de licor.

—Acuérdate… Te dije que tampoco había que hacerle caso al otro… Al monitor de esquí…

—¿Qué monitor de esquí?

—El que iba a serviros de guía para pasar… Ya sabes… Aquel Bob Nosecuantos… Bob Besson… ¿Por qué os fuisteis? Estabais bien con nosotros en el chalet…

¿Qué podía decirle? Moví la cabeza. Vació la copa de un trago.

—¿Se llamaba Bob Besson? —le pregunté.

—Sí. Bob Besson…

—¿Y el ruso?

Frunció el ceño.

—Ya no me acuerdo…

Ya no podía concentrarse. Había hecho un violento esfuerzo para hablar del pasado conmigo. Pero se acabó. De la misma forma que el nadador agotado saca por última vez la cabeza fuera del agua y, luego, se hunde despacio. Bien pensado, yo no lo había ayudado gran cosa en aquella rememoración.

Se levantó y fue a reunirse con los demás. Volvía a sus costumbres. Le oí decir en voz muy alta qué le había parecido una carrera de por la tarde, en Vincennes. El que llevaba el pantalón de montar invitó a una ronda. Wildmer había recobrado la voz y era tan vehemente, tan apasionado, que se le olvidaba encender el cigarrillo. Le colgaba de la comisura de los labios. Si me hubiera puesto delante de él, no me habría reconocido.

Al irme, le dije adiós y le hice una seña con el brazo, pero no me hizo caso. Estaba completamente a lo suyo.